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Cultura  |  01 mayo de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

La noche que estrenamos La Internacional

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Por Libaniel Marulanda

Oda a la utopía en tiempos de la peste

Fernando Ruiz no solo era un buen titiritero; también tenía la voz grave que necesita un buen actor, incluso cuando trasciende las tablas y se adentra en el arte de la seducción. Su presencia, sus gafas y su predilección por la ropa oscura le conferían un aire doctoral, casi religioso. Como la mitad de aquella bulliciosa muchachada, en los inicios del ruido setentero, venía de la Universidad de los Andes.

El gobierno de Misael Pastrana, posesionado el 7 de agosto del 70, tras una cuestionada elección presidencial, estrenaba ministro de Educación, un joven de 27 años que habría de ser uno de los candidatos presidenciales asesinados en 1989. Sus hijos, hoy, igual que ayer, están alineados con el gobierno. Se llamaba Luis Carlos Galán Sarmiento.

Todo comenzó en Cali, en la Universidad del Valle. Días antes, el 26 de febrero, se le dio clic al proceso que derivó en el cierre de las principales universidades del país, públicas y privadas. Un estudiante de ingeniería, Edgar Mejía Vargas, junto a otros veinte compañeros en la ciudad universitaria, fue muerto por el Ejército, como consecuencia de la toma que hizo la tropa.

Esa fecha: 26 de febrero de 1971 es tan significativa para el movimiento estudiantil colombiano como lo son el 8 y 9 de junio de 1929, o de 1954, los sendos aniversarios de las muertes de Gonzalo Bravo Pérez y Uriel Gutiérrez Restrepo. Ante el asesinato de los veintiún universitarios caleños en el 71, el gobierno de Pastrana de inmediato declaró el Estado de Sitio, un represivo mecanismo que le servía entonces a los gobernantes para frenar las protestas. El término poco les dice a nuestros estudiantes de este siglo, pero ¡cuántos crímenes y tropelías ampararon los setenta años de su permanencia! Es preciso recordar que su artículo 121 era el fatídico comodín en la Constitución de 1886.

Arte, cultura, política y conflicto en el año 71
Pasando por encima de las divergencias que nutren o indigestan el ideario político y la escena cultural colombiana, todos sus actores y espectadores coinciden en reconocer que el movimiento estudiantil de ese año abrió del todo la puerta a lo que hoy es lo mejor del teatro en Colombia. Los grupos sobresalientes tienen hundidas sus raíces en esos años de conflicto. La discusión política estaba presente en el aire, en todos los espacios y con todas sus vertientes que, por lo demás, no eran más que el reflejo de una situación mundial. Quienes hemos adquirido escaño para la función de la tercera edad, recibimos de esos años la mayor y definitiva educación cultural y política. Solo unos pocos, más por oportunismo que por ignorancia, se marginaron de la acción y el pensamiento que entonces atravesaba el cielo del país y del mundo.

Tres grandes vertientes se disputaban los favores de esos muchachos de antes. Uno, el más viejo y sólido en Colombia: El partido Comunista Colombiano, fundado en 1930 e influenciado por la extinta URSS, con personajes ya legendarios como Leonardo Posada (asesinado en 1988) y Jaime Caycedo, líderes de la Juco de la universidad Nacional.

En la mitad de la polarización Moscú-Pekín , estaban los trotskistas, agrupados en la Tendencia Socialista, cuyos mejores cuadros procedían del estudiantado del Valle, con Ricardo Sánchez a la cabeza y otro líder universitario, protagonista de una volteada de antología en el zurdario colombiano: Moritz Ackerman, quien en plena asamblea de la Nacional declaró su renuncia al trotskismo y su paso a la Juco, al tiempo que le rapaba la mujer a Caycedo, a quien convirtió por eso en femme fatale y diva de la Juco.

Y estaba debutando como movimiento el Moir, nacido dos años antes, en 1969, inspirado en Mao, la revolución cultural y la línea Pekín, fundado por Francisco Mosquera. La influencia y acción revolucionaria en la U. Nacional le otorgaron la partida de nacimiento a la Juventud Patriótica, Jupa, en la que Marcelo Torres (ex alcalde de los verdes en Magangué) descolló como líder, al tiempo que contribuía a consolidar y a hacer conocer al Moir en el resto del país. Paralela a la discusión política, el naciente partido creó una organización entre los artistas que simpatizaban con sus tesis. Se llamó el TAR (Trabajadores del arte revolucionario)

Arriba los pobres del mundo


Fernando Ruiz, el personaje que dejamos solo, al principio de esta historia, pertenecía al mundo teatral y a su nuevo movimiento, igual que un cualificado puñado de teatreros hijos de papi, de la Universidad de la Andes, que fundarían luego el Teatro Libre de Bogotá. Además de Fernando, aquel 18 de marzo de 1971, mezclados entre los muchachos de la Nacional estaba precisamente una buena parte del combo mencionado. Hoy, cuarenta y nueve años después, además de abuelos, son respetables figuras del cine, el teatro, el sector público, las finanzas y el arte en general. Merecen recordarse Juan Alfredo Pinto, Conrado Zuluaga, los hermanos Iriarte, los Perry Rubio, Germán Jaramillo, Humberto Dorado, Sebastián y Luis Ospina, Ricardo Camacho, Jorge Plata y Felipe Escobar. Es de recordar ahora y aquí a otro estudiante de Los Andes, presente esa noche: el escritor y crítico literario, Guillermo Alberto Arévalo, muerto años atrás.

Arte Popular Esfera

Desde el año de la fundación del Moir, un personaje, Héctor Buitrago Morales, muerto este año de 2020 en Armenia, director de un grupo de Armenia llamado Los Ocho raros, había emigrado a Bogotá con dos de sus actores. Influenciado por la amistad y la línea que recibía a manotadas de otro quindiano, residente en la capital, conocido en el terreno de la literatura y el periodismo, Leonel Giraldo, por entonces trabajador de El Tiempo, de inmediato abrazó la causa moirista, fundó un grupo de teatro y, como se dice de las muchachas culiprontas: Se tiró al tres.

Por esos días en Bogotá, cuando estrenaba cédula y comenzaba a maltratar mi primer acordeón de teclado piano, Leonel Giraldo, con quien estudié en el colegio Rufino de Armenia, me pidió que le ayudara con la música a Héctor Buitrago, cuyo nuevo grupo fue bautizado como Grupo de arte popular Esfera. El círculo de amigos que lo conformaba, en su mayoría estudiantes de la Universidad Nacional, entendía al dedillo el ABC marxista pero ignoraba los rudimentos de la música y el teatro. Por mi parte, necesitado como estaba de actividades culturales, tal vez como mecanismo de defensa frente a mi condición de empleado público, acepté de una.

Semanas después, el Grupo de arte popular Esfera tenía dos músicos. El otro era Gustavo Martínez, hijo de una líder conservadora de El Cairo, Valle, guitarrista y fundador de la agrupación El Son del pueblo, y para más señas, tío de Flora Martínez, gran actriz y cantante. Gustavo era buen músico, disciplinado para el estudio y tan mandón como un teniente. De entrada, mi desconocimiento de la armonía, el enredo con los ciento veinte bajos y la pesadez de la digitación fueron difíciles de superar, pero una vez contraído el sarampión de la rebeldía social y el compromiso con el Moir, mandé al carajo mi fidelidad burocrática frentenacionalista y me entregué a practicar escalas, a leer el libro rojo de Mao y las obras de Lenin.

Las dos o tres canciones iníciales, a las que hube de enfrentarme, revestido ya de mi condición de seguidor y músico del Moir, no tuvieron problema. Compusimos muchas melodías. En general las canciones que montábamos eran viejas tonadas republicanas, sobrevivientes de la guerra civil española, como” La tortilla”, un emblemático vals hecho en octosílabos que cambiábamos al vaivén de los sucesos del movimiento y del país. También recurríamos al simple y criminal reencauche de melodías latinoamericanas, a las que se les cambiaba la letra.

Mi tropezón con la Internacional

En ese capítulo estaba cuando conocí, tropecé y terminé vibrando con La Internacional, igual que millones de izquierdistas del planeta. No en vano es el himno del proletariado mundial. La Internacional es la canción más vieja de mi repertorio en sesenta años de vida musical. Escrita en francés por Eugenio Pottier, hacía parte de su obra Cantos Revolucionarios. Luego, en 1888, Pierre Degeiter, compuso la música, y el 23 de julio de ese año fue cantada por primera vez, durante una asamblea de la Junta Sindical de vendedores de periódicos.

Uno de los grandes méritos de este himno es su cuna: La Comuna de París, la histórica insurrección cuyo primer centenario se celebraba aquella noche, en la Universidad Nacional. Meses antes, cuando su montaje era una condición ‘impajaritable’ para considerarme un artista revolucionario, tenía ante mí tres problemas: Nunca aprendí gramática musical, no conocía la melodía y Gustavo Martínez me impuso la tarea de tocarla por Sí bemol, una tonalidad lejana de mi precario conocimiento. Pero la juventud es la juventud y de gancho con ella y la pasión por el arte, aún era posible derribar montañas.

Que yo sepa, en Bogotá solo existía un acordeonista que tenía sus complacencias puestas en la revolución pero desde el bando antagónico: Alejandro Gómez, de mayor edad, dignidad y kilometraje. Como músico consentido por la vieja dirigencia del Partido Comunista, en una visita a Cuba, tomó su acordeón e improvisó un sonsonete: Cuba sí, yanquis no, Cuba sí, yanquis no… Y con eso pasó a la historia. Incluso, existe una película basada en su vida y militancia. En las pocas ocasiones en que la izquierda depuso un tanto su canibalismo (la Unión Nacional de Oposición, en 1974) y se hicieron manifestaciones y actos masivos conjuntos, siempre disputé la tarima con él. Alejandro Gómez, a pesar de su prestancia política, no fue un gran acordeonista que digamos, pero como decía Fidel ante el bloqueo: “Hay que arar con los bueyes que haya”.

El bloque de residencias universitarias más distante de la universidad, estaba situado sobre la carrera 50, frente al CAN. Por su lejanía fue rebautizado con el nombre adecuado: Residencias Gorgona. Y allí estábamos esa noche, todos, como cosidos por el mismo hilo de nervios; expectantes, dichosos y atortolados por el estreno de nuestra Internacional. El hall de Gorgona, atestado, como tenía que ser. Dispuesto el acordeón, la bandera roja con la estrella amarilla, asida por Héctor Buitrago, el director de Esfera. A mi lado, la mujer más pequeña con el cerebro mejor puesto y la voz más estridente que he conocido: Flor Moreno, nuestra Mafalda. Según lo dispuesto, tras una emotiva disertación sobre los antecedentes de la Comuna de París, debíamos irrumpir en escena cuando Fernando Ruiz nos diera el pie: “¡Y he aquí que llegaron y llegaron!”.

Y sí. También llegó el fragor unísono de nuestras voces, la guitarra, el acordeón. Y al final, en el bis de “Y se alcen los pueblos con valor, por la Internacional”, todos alzamos la mano izquierda. Los aplausos y consignas fueron la cortina perfecta para el incontrolable llanto de Libia Uribe, que por aquel entonces vivía un pleno romance con el Moir y su extinto cofundador y secretario general Héctor Valencia.

Enmudeció el ruido setentero

La aguda colisión entre las líneas del P.C. y el Moir quedó congelada. Los trotskistas como Salomón Kalmanovitz, fueron seducidos por el establecimiento y su cueva del tesoro: El Banco de la República. Similar proceso de captación por la élite sufrieron Santiago y Guillermo Perry, del Moir. Ya la URSS no existe; tampoco el social imperialismo, que, dicen, resucitó… ¡en la China! En otras palabras: “Muerto el perro, acabada la chanda”.

Y enmudecieron los tiempos del ruido setentero. La rebeldía cultural cuya epifanía se hizo verbo y melodía, llegado el nuevo siglo derivó en manifestaciones inicuas e inocuas, tales como el reguetón y el despecho. Nuestros hijos que tararearon sus primeras tonadas cuando se respiraba en todas las esquinas el cancionero de Nelson Osorio Marín con Ana y Jaime o se devoraba con los oídos y en la baldosa el tumbao inspirado de Rubén Blades, fueron a una universidad que entonces ya no fue la misma; aquella que apalancamos entre acciones y sueños.

Por eso, medio siglo después del Plan Atcon, la Misión Rockefeller y el gobierno de Misael Pastrana, cuando ocupan el podio de nuestras malquerencias el neoliberalismo, Trump y el Covid-19, los idearios de entonces reciben una bocanada de aire fresco y la utopía consigue un nuevo estremecimiento de emoción de quienes estamos convencidos de que todo lo pasado no tiene que ser, por fuerza, prostático ni nostálgico.

Sí. No es forzoso, pese a que Los viejos soñadores izquierdosos nos quedamos sin modelo; pero, confinados en este transcurso de la peste, todavía nos queda la posibilidad de avistar tierra firme, y he aquí una razón más para que el reiterado aplauso de los sentimientos haga retornar al escenario de nuestro otoño aquellos memorables momentos, como el año de 1971.

Calarcá, abril 29 de 2020

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