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Cultura  |  18 mayo de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Fantasías de un cronista en cuarantena

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Un texto escrito por Luis Carlos Vélez Barrios.

¿Hacer?, me preguntaba: Anduve todo el día en busca de una persona a quien escribir una crónica, pero en las calles de Armenia sólo encontré perros abandonados a la desolación de la cuarentena. Desalentado porque de mis crónicas depende el sustento de mí familia, camino de la casa divisé en un paradero de buses de la carrera diez y nueve a una dama del amanecer, como las llama Juan Bautista Conca, a un mecánico, a un anciano de bastón, y supe que en ellos estaba mi salvación, abrí la libreta, pero al verlos separados unos metros, recordé que debía conservar la distancia; sabedor de que nadie se enteraría del fraude, puse a prueba la fantasía. La tardanza del bus jugó a mi favor: imaginé que yo era el hombre de libreta bajo el brazo que aprovechaba la espera para rotular a cada pasajero como A, B, C, y según sus actitudes, miradas, y vestidos, bosquejar a vuela pluma las suposiciones que seguro descifrarán los lectores.

A)

¡Qué tronco de vieja la que tengo al lado!

Si se maquillara con tonos más suaves. Tiene pegotes de esa vaina que se echan en los ojos, y queda como una… ¡Ay, mamita! A pesar de todo, me gusta. Si me da entrada le caigo. Le pregunto cualquier bobada, la hora, pero estamos en cuarentena.

De cuerpo está bien. Los zapatos un poco…cómo digo; el vestido rojo parece hecho con la tela brillante de los presentadores de circo; la blusa también roja, escotada y sin mangas, es lo único que le queda bien, porque algo muestra.

Ah, lo que sí está un poquito fuerte es el pachulí. Se le fue la mano; se bañó con él.

Me gustan sus senos grandes y apretaditos como los de las chicas que aparecen en las películas del oeste americano.

Si pudiera insinuarle algo. El señor que está a su izquierda y fuma, me tiene jodido con el humo, y no conozco la canción que canta, tan suave, que no entiendo lo que dice…y repite, “quién me enseñó a ser bruto, quién me enseñó, quién me enseñó, si en la panza de mamá no había escuelas ni pizarrón…y según dice nací varón porque en tajo faltaba un pión”, y dele al sonsonete.

Las pulseras, la cadena y los anillos de la mamacita son de fantasía. No creo que tenga con qué comprar joyitas finas. Le regalaría unas a ver qué pasa. Se le ve la tristeza por todo el cuerpo. Si fueran de oro, ya la hubieran bajado los ladrones que no respetan ni la cuarentena. Por este paradero vienen muchos de cacería.

A las pechugonas jóvenes, las persiguen mucho. Me tiene azarado, intranquilo…y todo animado. Esta vieja es atrevida, bastó que la mirara el vecino, y no hace diferencia con nadie para buscar conversación. El tipo le mira el reloj. Le preguntó la hora.

Huy, me mira y se hace la pendeja. Si me da papaya, le meto el cuento de que soy dueño del taller y la enredo. Me provoca proponerle, pero con eso del virus…

El señor del cigarrillo no sé qué me mira. Parece celoso. Si no fuera por él, le caigo y me la llevo para el taller. Allá sólo están el celador y el perro. ¿Pero qué tal si me dice como Mari Trini “Yo no soy ésa que tú te imaginas, la paloma blanca…?

B)

Gracias a la cuarentena no tendré que sentarme entre dos manes. Uno, el de la libreta me dobla en edad, y no estoy para lidiar viejos.

Todo hay que hacérselos y llevarlos de la mano. Hay que decirles dónde tienen que meter todo. Estoy cansada de veteranos. El último que tuve me mamó con tantos celos. Qué de dónde viene; y para dónde va; quién me llama. Que por qué me saludó. Que si es mi mozo, y dónde lo conocí. ¡Qué joda! ¡Que los lidien sus madrecitas! Mariposa que va de flor en flor, en flor, en flor, porque tonta no soy, no soy, no soy.

El otro si está bueno. Fornido. Los brazos parecen de luchador. Donde me abrace me hace brotar los ojos. ¡Uf, como sería! Parece mecánico, porque tiene la ropa sucia, engrasada. Debe ganar buen billete, y tener muchas mozas para mantener.

La Loli vivió con uno y lo tuvo que dejar. ¡Qué porquería! Con las pelas que le metía, tenía que irse la pobre con los ojos morados a trabajar para mantenerlo. ¡Que chanda! No sé cómo le aguantó tanto esa pobre. ¡Son unos malditos! La Sandra sino se deja. Con ella sí es voltiando. Al último casi lo mata. Se lo tuvieron que quitar. Lo puso a llorar. Casi lo capa.

Lo que menos me gusta de esta pinta, del mecánico, es que se las pica de lindo. Las cadenas que lleva parecen de oro brasilero. Me hace poses para que lo mire. Le preguntaré la hora al señor para ver qué cara pone.

Já, ja, tontolón, cómo eres de guevón, con los zapatos torcidos y cordones de color, piensas que sin billete, enamorarás mi corazón. Tontolón, tontolón, cómo eres de guevón.

Sé que el mecánico me mira con disimulo, me tiene ganas, pero no mijo, con esas garras, con esas quimbas tan feas, ya perdió el año conmigo. Si mijo, se jodió.

Lo tengo analizado. Ya no me clasifica. Te rajé, te rajé, cómo se ve, se ve, se ve, que por presumido te rajé.

Me interesa el hombre del cigarrillo. Se ve que es bacano. No se cree mucho paquete, pero es veterano. Me gustaría que mis amigas me vieran con él. Se morirían de envidia; sobre todo la Loli y la Sandra que todo lo quieren para ellas. La vida les ha dado tan duro. Pobrecitas. La una por pendeja y la otra por de malas.

Sólo necesito otra miradita, y estoy segura que no aguanta mis ojos. Me encanta su seriedad y la forma de fumar, lenta. Me gusta todo lento. Los acelerados se sacan solos, no saben disfrutar. Uno que otro aguanta. Dos sacudones, para allá y otro para acá, y fuera, nocaut. Ja, ja, que pase el otro.

El resto me lo sé de memoria.

El fortacho finge indiferencia; se hace el que no le gusto. Está como mandado a pedir; aquellas se morirían, pero no. Mirándole esos zapatos mata pasiones. Aunque con esta situación, sin trabajo por la culpa de maldita cuarentena, me iría con cualquiera. Tengo dos hijos, y el hambre no da espera…Al veterano, la chaqueta clara le queda súper con esa camisa a rayas y ese pantalón gris. Qué macho para fumar bueno. Me fascina el olor de su cigarrillo. Ni me mira ya.

Que me lo proponga y no me paro en pelos. Por qué será que a algunas mujeres nos gustan tanto los hombres indiferentes. ¿Masoquistas o sadomasoquistas? ¿Cómo es que se dice? Los dominadores, los mandones. En cuestión de gustos, tenemos secreticos. Miramos para un lado, apuntamos para otro y le pegamos el tiro al pavo que volando va.

Qué lambón. Me gustaría que fueras más entrador, muchachón. Por qué tan seriote, muchachón, será que también eres guevón, guevón, ón, ón. Está bueno, pero qué tal que tenga que cantarle la que más me gusta, la de Rocío Jurado, “ese hombre que tu vez allí, que parece tan galante, buena gente y arrogante, lo conozco como a mí…, aparenta ser divino, tan afable y efusivo, sólo sabe hacer sufrir…, es un gran necio, un estúpido engreído…”. Porque también me gusta las letras de las canciones. Sí, tal cual…

C)

Orientado por mi bastón recuerdo que debo subir al andén, y preguntar si ya pasó el bus. Lo que me costó ahorrar para pagar mi bordón. Como soy venezolano ando de limosna. De allá vengo, de urgencia del hospital y nadie me paró bolas. Vueltas y más vueltas con tapabocas y pico y cédula, para que nadie dé razón de nada. Qué cosa. En la calle escucho que los colombianos dicen: ¿¡A quién se le ocurrió acabar con los seguros sociales!? Pero no tengo derecho ni protestar.

Soy extranjero y no debo esperar tolerancia de nadie. Desde el día en que perdí la vista empecé a darme cuenta de que el mundo es un infierno para caminarlo con el bastón del exilio. ¡Qué cosas digo! El hambre, el estómago vació me volvió poeta que no respeta la cuarentena.

Ojalá no llueva para no pedir a nadie que me diga dónde escamparme. Apenas descubran mi acento…

Siempre es lo mismo, nadie habla, y si pregunto algo, no contestan. Sólo escucho el ruido de los buses que pasan y pasan. Aunque soy veneco, es una vaina que la administración municipal construya paraderos en los barrios de arriba, gaste en ellos miles de millones, y no sepa dónde se amontona la gente; igual, la deja al sol y al agua. Nada diferente a mi país, chamo. Gobiernos timoratos, donde haya quesos, no mandéis gatos, ¿quién dijo eso? Lo escuché en la escuela, allá en mi pueblo, en el Táchira abundan los gatos, como aquí.

Ya oigo decir que el tráfico está disminuyendo por la cuarentena. ¿Falta poco para que llegue mi ruta? ¿A quién preguntó?

Estoy cansado de salir a los semáforos, y que para ganarme un bocado de comida tenga que hacer maromas. Para los ciegos no hay trabajo; menos, salud. Pero toca seguir viviendo en este mundo de caos y corrupción. El viento es frío y me duelen las rodillas. Uno aprende a distinguir a las personas por sus olores, por las voces, y por el ruido de sus pasos. Es cuestión de afinar el olfato y el oído. Toca.

Alguien dijo que acaba de pasar la ruta treinta y cinco. Una voz de mujer joven. Sí, por el timbre su voz. Cuando joven canté en la Billo´s.

Sé cuándo llega mi ruta por los chirridos del bus cuando frena. Ya me acostumbré.

D)

Ocho y veinte. Termino de apuntar en mi libreta. Me fumaré un cigarrillo, mientras el viejito canta una y otra vez el coro de “Quién me enseño”, de José Luis Larralde.

Lo que debo hacer es tomar nota sobre lo que pase en el bus y si logró un buen borrador, puedo decir que fue mi noche. El título de mi crónica puede ser: Paradero en cuarentena.

Divago. Los domingos hay mucha soledad. Hoy más por la cuarentena.

Para el bus y la muchacha dice fuerte, ruta 35. Es pesado el ambiente en los barrios pobres. Mucha droga, muchachos perdidos, sin brújula. El hastío de la vida no les muestra otro camino sino los parques, las esquinas y el atraco para comprar sus cosas.

No tienen cultura, y la educación…, pero sólo hay presupuesto para la guerra.

Se fue la 35 sin pasajeros.

El automotor frena poco a poco.

El mecánico y la dama del amanecer se apuran a subir y pido que por favor dejen abordar primero al invidente.

La dama pasa por alto mi solicitud, estruja al anciano y sube.

El mecánico adelanta al ciego, y sin disimular se estrecha sobre ella.

La dama lo mira con desdén y no da un paso. Quiere provocarlo.

Soy último. Al final todos subimos al mismo bus, que una vez en marcha empiezan a traquear el motor, las ruedas, y los vidrios de las ventanillas se cierran con estruendo. En el piso, cajetillas y colillas de cigarrillos, envolturas de dulces. Somos cuatro pasajeros.

Noto que la mujer me observa por el retrovisor.

El conductor aprovecha. Sonrío al desparpajo seductor del conductor. Ella se acerca, hablan. Ninguno de los dos anda con rodeos.

Atrás, el ciego se recoge en el asiento y me da lástima su indefensión.

Al llegar a la esquina grito por favor, y de un sacudón el bus se detiene.

Ella se levanta y me toma del brazo, me arrastra. No me suelta. Me quiere como su héroe.

El conductor salta sobre la registradora, corre, me estruja contra la puerta de salida, y descubro que soy cobarde.

La dama se interpone, y grita, “respete la distancia que estamos en cuarentena”. El conductor controla su rabia, para en seco, y cuando ella le grita: “¡No se meta con mi mozo, malparido!”, la siento como mi heroína.

El ciego, en medio de la confusión y asustado por los gritos, pide que lo ayudemos a bajar…

En el paradero cerré la libreta satisfecho de mis apuntes, y para dejar de ser D, puse el freno de emergencia a la imaginación cuando A, B, y C, abordaron buses distintos.

Enero 4 de 2017.

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