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Cultura  |  22 junio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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La luna ladra en Marcelia

Libaniel Marulanda

Con la puntual devoción de los domingos, de nuevo y por última vez he llegado hasta aquí, luego de atravesar en taxi la ciudad que ahora duerme mientras trato de voltear la página de este miércoles de mi cumpleaños número cincuenta.

Cumplido el ritual de ponerme los audífonos, prendo el walkman en el que escucharé cuatro versiones de la “Polonesa Heroica”, de Chopin. Tengo ante mis oídos a Badura Skoda, Rubinstein, Trouard y Arrau. Como si se tratara del casete, rebobino los acontecimientos del dieciocho hasta hoy. Sueño con desatar los demonios de la melodía que duermen en la caja de resonancia de un piano de cola. La Polonesa, entonces, me invade y adquiero la certeza de que ya nada me hará volver porque me quedaré aquí para siempre, entre higuerillas, guaduales, uno que otro cafeto agazapado entre los matorrales y una raquítica quebrada que atraviesa todo, allá abajo.

La noche corre tras las horas, de brazo con los amigos que dejé esperándome en el “Bar Numancia”, al amparo del pretexto de verla unos minutos y despedirme. Al liberarme por un instante de los audífonos para girar el casete, percibo la interpretación de un canon por sapos y grillos, allá abajo. A mi derecha, a lo lejos, se proyectan las sombras de la Casa de Justicia, iluminada con luces de mercurio. A mi espalda, la antigua carretera que tras un prólogo de curvas cerradas se encamina fatigada de antemano al pueblo natal de Luis Vidales. Son las doce y un recuerdo llega con la hora: me veo de nuevo bajo el totumo tutelar de la Plaza de San Pablo. Allí, botella de aguardiente en mano, en asocio con cuatro compañeros de quimeras y melancolías, solíamos ventilar nuestras querellas existenciales, y una noche septembrina de bohemia y acordeón mussette, Orlando, que aún guardaba en su billetera el pedacito de cráneo de aquel subrepticio asunto a quien llamaba su “Alfonsina Storni”, sugirió revivir el club que existió cuando Marcelia aún no tenía barrios de cartón, indigentes en las calles ni travestis noctámbulos en la calle de la Alcaldía y, en fin, era un pueblo grande y no una ciudad intermedia. La existencia de ese club tanático se conoció en Europa, fue citado por Jardiel Poncela y por Ripley y propició, además, el tema para una novela amarilla. Ante la sugerencia de Orlando, en aquella noche, todos miramos hacia el árbol y reímos al unísono al coincidir en que nuestro totumo era subnormal para aquello que días después se constituyó en el epicentro de nuestros propósitos.

Suena la versión de Trouard, grabada en vivo en el Palacio de Cristal de París, incluida la ráfaga de aplausos al final. Mi permanencia en el lugar se ha hecho sospechosa y compruebo el porqué del temor que sentí cuando esa pareja pasó por mi lado tan despacio en su automóvil: alertaron a los policías que rondan la Casa de Justicia. Veo aproximarse al puente a dos de ellos, subo el volumen de la grabadora y tropieza mi memoria con una frase de Schumann: “Las Polonesas de Chopin son cañones escondidos entre las flores”. Ahora, dos compases antes de la coda, la “Heroica” acompaña mi salto al vacío, al tiempo que siento la noche con su tibieza de piel de mujer mientras la luna ladra en Marcelia.

 

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