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Cultura  |  29 junio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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La muerte de Gardel

Ahora Firpo Escobar, como todas las noches, entona “Tomo y obligo”, el último tango cantado por Gardel en Bogotá, un día antes de morir incinerado con todo su elenco dentro del avión, aquí en Medellín. Al cantarlo, Firpo Escobar tiene la antigua certeza de que puede exorcizar todos los males y peligros que circundan la ciudad por estos tiempos.

Y así como siempre lo canta en su entrada a la tarima, con la misma convicción y otro tanto de terror nunca entonará aquellas frases premonitorias y prohibidas para cualquier tanguista: “Adiós muchachos compañeros de mi vida/ barra querida de aquellos tiempos/ me toca a mí emprender hoy la retirada/ debo alejarme de mi buena muchachada...”.

Cuentos de domingo

La muerte de Gardel


A la memoria de Aníbal Moncada

Por Libaniel Marulanda


El voyerismo del animador del Patio Gardeliano ha dejado el testimonio de su paso en las flacas paredes exteriores que dan al escenario y al gastado salón: multitud de agujeros desde diversa altura le alimentan su afición, en tanto que les permiten a ellos, los músicos, observar quién llega, quién se va o, como en este instante, quién alborota el salón y por qué causa ha esgrimido presuntuoso un revólver y apunta a la foto que domina la pared izquierda del escenario, desde la que Gardel los cobija con su sonrisa de celuloide, indemne al trote de los años, justo en este aniversario número sesenta y dos, luego de su muerte en el aeropuerto de Medellín, en 1935.

El alborotador ha sido obligado por sus amigos a sentarse y guardar el arma, aunque no consiguen acallar su babeante diatriba contra el morocho del abasto: “Ya no te necesitamos gardelito porque aquí hay uno que canta como vos”.

En éste, como en cualquier camerino del mundo, los músicos miman afectos, odios y quimeras de artistas pobres, enfrentados a un duro quehacer y al inquirir diario de qué vendrá después de cumplido el contrato, dónde será la próxima estación para escampar las carencias económicas y poner a volar canciones y desvelos. En un camerino también parece existir una rendija, dispuesta para colar sus miserias, y de ahí que más de un músico se inscriba en el itinerario de la adicción a la marihuana o a la falopa.

Un camerino ofrece al músico el cálido refugio que parece retrotraerlo al útero materno, que lo libera en los momentos de descanso de la angustiosa impotencia provocada a veces por un auditorio que demuestra su hostilidad o indiferencia, hablando y hablando.

En un camerino los músicos pueden dilucidar y resolver la problemática del país, que la economía, la política y las luchas sociales no lograron en ochenta años. Pero también pueden inundarse de pánico ante la inminencia de otra salida a escena, teniendo espectadores como el borracho vocinglero que de nuevo se ha parado a gesticular con su revólver ante la foto de Gardel, a tiempo que exige a gritos que cante Firpo Escobar: “Que canta tan bien como vos pero mejor que vos porque está vivo y está aquí y no es un argentino creído”.

Un camerino es el sitio propicio para sembrar en la memoria aquellas fechas que luego obrarán en el expediente de su discurrir de artistas del montón, como son el ciego Hermínsul y Daniel Díaz , quienes desatan sus íntimas emociones escudados tras la ejecución de un instrumento que no musita palabras pero sangra notas que contienen dentro de sí el júbilo o esa pena que se ha ido madurando de show en show, en este cubículo inexpugnable, de paredes endebles, territorio libre, extraterritorial, a salvo de la torva mirada del borracho que continúa con su exigencia de Firpo Escobar, el Gardel colombiano, quien ya ha llegado al escenario y pide ahora un aplauso para Hermínsul Restrepo y Daniel Díaz, sus compañeros, y asustado respaldo musical en los próximos cuarenta y cinco minutos.

Mientras el ciego Hermínsul sueña con la negra Araceli, Daniel Díaz se apresta a salir a la tarima acompañado por el perro fiel de su bajo. Sin palabras, frente a las luces, las voces, el humo, los gritos y los borrachos, tratan de ignorar al fulano que insiste en pegarle un tiro al Gardel de la foto porque:“¡Aquí tenemos un negro de Medellín que canta mejor que vos argentino hijueputa!”.

Ahora Firpo Escobar, como todas las noches, entona “Tomo y obligo”, el último tango cantado por Gardel en Bogotá, un día antes de morir incinerado con todo su elenco dentro del avión, aquí en Medellín. Al cantarlo, Firpo Escobar tiene la antigua certeza de que puede exorcizar todos los males y peligros que circundan la ciudad por estos tiempos.

Y así como siempre lo canta en su entrada a la tarima, con la misma convicción y otro tanto de terror nunca entonará aquellas frases premonitorias y prohibidas para cualquier tanguista: “Adiós muchachos compañeros de mi vida/ barra querida de aquellos tiempos/ me toca a mí emprender hoy la retirada/ debo alejarme de mi buena muchachada...”.
 

Los primeros cuarenta y cinco minutos han sido llenados con tangos gardelianos. El público ha sido receptivo aunque el borracho no ha cedido en su empeño de gritar, exhibir el revólver y apuntar a la foto de Gardel, el zorzal criollo.

De nuevo en el camerino, mientras Daniel revisa la cifra armónica de un tango de Piazzola, que intuye condenado a suscitar más críticas adversas que aplausos, pero que encarna de manera fiel su rebeldía ante la rutina, el ciego Hermínsul enciende su interminable acción de hablar y hablar. Ahora se enfrasca en una reflexión de músico triste:

“Hermanito, esto de saberse ciego sufrir por ciego, comportarse como ciego y sacarle partido a ser ciego, es cosa que sólo se entiende siendo ciego y no hay Santa Lucía que valga .Por eso es que en estos días y con estas ganas tan guardadas se me revuelve todo por dentro y me pongo a pensar y pensar en mi condición y en el asunto con Araceli. Pero vos sabés cómo es el viejo Ancízar: a toda hora encima de mí, diciéndome dónde debo y dónde no debo estar, de quién debo o no debo ser amigo, dónde alzar el pie, dónde bajarlo, cuándo debo sonreírle a un empresario y cuándo debo mostrarme serio mientras que él, por el hecho de ser mi padre, decide cuándo y cuánto se cobra y en qué momento puedo tomarme unos aguardientes, como si yo no supiera que mantiene bebiendo a toda hora gracias al poco o mucho talento musical de su hijo. Hermano, sepa que fui abandonado por mi madre y al parecer sólo vine a este mundo hijueputa a ensayar y hacer escalas y transportar tonos y rebuscar armonías, beberme los botones de la izquierda y volar con los de la derecha porque hasta zurdo nací. Mientras pasan los días interminables encerrado en la pieza, para distraerme sólo puedo oír los parlamentos de las telenovelas o uno que otro casete. El viejo Ancízar ronca su borrachera de la noche anterior y yo dele que dele al fueye y practique que practique ejercicios difíciles como tocar a dos voces con ambas manos como lo hacía el viejito argentino que se estuvo escampando de la última dictadura militar de su tierra aquí en el Patio Gardeliano hace unos años y me vendió su fueye para poder regresarse a Buenos Aires, antes de que vos entraras a este laburo”.

Daniel aprovecha una duda que le surge con la cifra armónica que revisa, y consigue que el ciego detenga por un momento el torrente verbal de sus quejas y añoranzas. El privilegiado oído de Hermínsul, para Daniel Díaz está revestido del carácter de última instancia. Su capacidad auditiva se ha sobrepuesto a los celos profesionales de los músicos de Medellín, quienes van más allá del reconocimiento público y lo han rodeado del mito. Según se dice en el medio, Hermínsul tiene oído absoluto y esta cualidad le permite identificar cualquier nota de manera aislada o precisar la tonalidad de cualquier canción, sin que le sea necesario apoyarse en su propio instrumento o en los usuales recursos del solfeo. Además, su genialidad está reforzada entre sus colegas por el hecho, no sólo de ser ciego sino de que jamás pisó una academia de música o recibió clases particulares. Como si fuera poco, la historia del tango en Colombia sólo registra dos bandoneonistas: Saúl Valenti y el ciego Hermínsul.

Sin que nadie lo sepa, calla, para sí mismo y en todos los sucesos de su vida en tinieblas, la dura verdad del odio que siente por Ancízar, su padre. Jamás confiará a nadie ese sentimiento que advierte como una imperdonable trasgresión.

Araceli, morena de insólitas preferencias por el tango, contrapuestas a su veinteañez, experimenta tanto aprecio como lástima hacia el bandoneonista ciego; con él pretendió urdir una cierta aventura a espaldas de Ancízar, a quien desprecia y cuya renuencia al baño y la afeitada diaria le repugnan hasta el borde de las náuseas.

Araceli intuye un estado de extremo abandono sexual en Hermínsul. Y como sus colegas, alimenta la creencia de que un cliente virgen trae buena suerte. Es tal su convicción que, sin demostrar su asco, se ha prestado a que Daniel Díaz, el bajista, con el beneplácito y complicidad del administrador del boliche, meseros y bailarines haya tratado durante varias noches de que Ancízar caiga rendido por la mezcla de licores, servidos por unos y otros, de tal suerte que ella pueda escaparse con él a un hotelito por horas, próximo al lugar. Su solidaridad ha llegado hasta el punto de dejarse manosear los muslos por debajo de la mesa del reservado, en la trastienda.

La última vez que urdieron el plan, Ancízar se dejó masajear el ego con las frases melosas de Araceli, quien le servía sobredosis de aguardiente alternadas con ron y vodka, a tiempo que ponderaba la enorme capacidad de macho bebedor el maloliente lazarillo. Y, en efecto, luego de saturarlo de alcohol y permitirle hasta besuquearla, Araceli y la gente del Patio Gardeliano consiguieron que el padre de Hermínsul se doblara sobre la mesa. Pero la euforia de la gente y la excitación del músico se fueron a pique cuando, justo en el momento de cerrar y una vez abandonado el borracho en medio de sus babas y ronquidos, llegaron al Patio Gardeliano varias camionetas de vidrios opacos con una personas de inocultable oficio, que en exclusividad dispusieron el cierre del local y la presentación de todo el elenco.

De esa noche Hermínsul guarda malos recuerdos, a pesar de que fue retribuido con largueza por los peligrosos clientes y sólo le reportó a su padre una pequeña parte del dinero que, además, recibió en dólares. Malos recuerdos, porque desde el día siguiente Araceli no volvió al boliche y sólo dos semanas después se enteró de la llegada de una postal, enviada al personal desde Aruba por la morena que viajó con uno de los exclusivos clientes.

Resuelta la duda planteada por Daniel Díaz, el ciego reasume con verdadera tristeza de tango su reflexión:

“Pero bueno hermanito lo pasado pasó y ahora vamos a darle a lo que vinimos: a tocar y tocar aunque al que le dio por armar escándalo con Gardel no deje oír a la otra gente. Pero en fin, vos y yo también podemos tocar y cantar para nosotros mismos cuando nos quedamos solos aquí o hay poca clientela y no nos pide los mismos tangos de siempre. Pensando en eso traía hoy la intención de hacerle cantar al gordo Firpo Escobar ese tango de Piazzola y Horacio Ferrer que no tocamos desde la noche en que volvió Araceli del viaje a Aruba”.

Sin vacilación alguna, el ciego se para y cruza el camerino para detenerse frente a un armario metálico oxidado, lleno de rayones y burdas anotaciones de cientos de músicos que han pasado por el Patio Gardeliano. Saca de un bolsillo un llavero de pata de conejo, inserta en el precario candado una llave y extrae una máquina de afeitar de cuchilla grande y discontinuado modelo. Se dirige ante su bandoneón, cuyo estuche ha sido reconstruido y forrado en la moqueta gris oscura que en profusión utilizan músicos y sonidistas.

Comienza a palpar el estuche y a pasar la maquinilla para afeitar la fibra que se ha ido deshilachando por el roce y el uso de la maleta, a tiempo que arruga el entrecejo con un gesto característico de invidencia y alza la cabeza hacia donde presume que está Daniel Díaz y le expone de manera reiterativa la parte de la historia que éste conoce con suficiencia de detalles, como aquellos de que cuando Araceli llegó de Aruba y para evitar que el viejo Ancízar no sospechara, se subió al escenario y le dijo al oído que quería con más ganas que nunca acostarse con él, por lo que el ciego le prometió que con la ayuda de Daniel y la complicidad de la gente del Patio, pronto sería posible escapársele al viejo.

“Pero ya ves: casi dos semanas bregando a emborracharlo pero el viejo, como si lo intuyera, no quiere pasar de la media botella de aguardiente que es su capacidad máxima de aguante sin doblarse y por más que Araceli, vos, los meseros y los bailarines le sirven trago y lo engrupen y le dicen que él es todo un varón para beber, el viejo nada que muerde la carnada .Te confieso que está comenzando a desafinar dentro de mí la esperanza de perderme con Araceli. Y si te cuento que en la vida apenas he hecho el amor con dos mujeres a lo mejor ni me creés… pero así es la cosa y es que no más ponete en mi lugar y pensá cómo transcurre mi vida si por la mañana despierto y busco el radio con las noticias y hago pereza hasta que llegan las doce del día y mientras el viejo Ancízar ronca que te ronca. Finalmente despierta y me prepara un café porque desde niño, cuando incendié la casa de bahareque en Manizales, le cogí terror a las estufas. Entonces el viejo se viste así no más sin bañarse y baja hasta la tienda de la esquina y al momento trae leche pan y chocolate para el desayuno y me lo sirve en la mesita de noche, al lado del cenicero repleto de puchos mal olientes de la noche anterior. Luego yo me baño y día de por medio me afeito pero sé que quedo mal y tengo que recurrir a él para que me empareje la barba y todo por falta de una mujer en la casa porque ya te he dicho que ninguna empleada nos dura porque el viejo Ancízar no las deja tener vida de tanto tocarlas. Por eso la mayor parte del año vivimos solos, en medio un desorden y un abandono que aunque no lo veo lo siento en la yema de los dedos en forma de polvo o de ceniza y unido a ese insoportable olor a puchos y mugre alborotada por todas partes. Y ni hablemos del baño y el sanitario o de los colchones y las almohadas porque terminaré por amargarme esta noche que puede traer buenas sorpresas como la posibilidad de que venga Araceli y emborrache otra vez al viejo Ancízar hasta enlagunarlo…”.

Al final, el borracho se ha salido con la suya. Evade el cerco de brazos de sus amigos, borrachos también, desenfunda con éxito el revólver y desata una lluvia de tiros. Al unísono suenan las sillas que se corren a toda prisa, la clientela que corre y grita, las mujeres que emiten chillidos de histeria y la música que se corta de manera abrupta.

Entre las flacas paredes de un camerino también es posible reunir el dolor y la impotencia de dos músicos: Daniel Díaz, bajista, y Hermínsul Restrepo, el bandoneonista ciego que se pregunta dónde está su fueye, por qué no llega Araceli, qué se hizo su papá Ancízar y por qué siente que el camerino poco a poco se desvanece con ellos, en tanto que sobre un bolsillo de su camisa exhibe como condecoración bohemia la roja impronta de un balazo dirigido a Gardel.

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