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Cultura  |  05 julio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Cuento: Ley de mascotas

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Un texto de Enrique Álvaro González.

Hoy, tras estas rejas, las cosas me parecen cómicas, pero también comprendo que estoy metido en un gran lío. Aquel era un día especial para los dueños de mascotas. Quienes quisieran inscribirlos en las listas oficiales aseguraban atención veterinaria, alimentación, adiestramiento con algunas maromas y trucos dignos de mostrar a las visitas. Pero lo mejor, era que a partir de ahí, sus animales formarían parte del circo gubernamental.

Este, obviamente ya tenía una gran fauna que descollaba en las sesiones del Congreso con malabares y piruetas tan perfectas, que a veces el presidente se veía obligado a enjaular la suya y ordenar el enjaulamiento de las demás para poder sacar adelante uno que otro decreto.

De todas maneras la vejez natural de los mejores animales obligó al gobierno a decretar la “ley de mascotas”, según la cual, todos los ciudadanos debían enlistar a sus animales. El “correo de las brujas”, por otro lado, rumoraba que en el fondo lo que el asunto pretendía, era despojar a sus dueños de las mascotas más diestras para suplir a las ancianas y moribundas que acompañaban a los padres de la patria en los sobrios salones del Parlamento.

Mi primer error fue considerar a Polifemo como una mascota, el segundo embarcarlo en mi pequeño Renault, por cuyas ventanas solo se veían sus brazos peludos y sus manos de tres dedos con enormes garras al asomarse a pedir que saciara su enorme apetito. El tercero, fue permitirle acompañarme al despacho donde intenté inscribirlo en la ventanilla correspondiente a “especies en vía de extinción”.

Mientras hicimos la fila no hubo mayores tropiezos pues junto con nosotros, en el inmenso salón, la variedad de dueños y mascotas era destacable. Los animales pululaban junto a sus dueños de forma virulenta, pues se podía ver desde una anciana corriendo tras de un camaleón, hasta un capitán de navío forcejeando con un raro espécimen marino. Muchos murciélagos asomaban sus cabezas entre los bolsillos y gran profusión de otros bichos recorrían paredes y techos.

Atrás mío por ejemplo, un negro alto cargaba sobre sí un formidable tigre dientes de sable tan bien domado, que nos sonreía a todos logrando que sus colmillos parecieran de utilería y por tanto no se viera peligroso. Más allá, un agente de tránsito soportaba en sus hombros a un orangután vestido como él, cuya mejor gracia era pitar y mover los brazos para dar paso a los de la fila en forma ordenada.

Sin embargo lo que dañó la tarde, fue la mujer sin brazos que hacía fila delante de mí. Era la dueña de un pulpo adiestrado para suplir con sus tentáculos las extremidades superiores de que carecía ella. Tenía una sonrisa franca, unos ojos verdes cautivantes, una tez nacarada adornada por un lunar en el pómulo izquierdo y un cabello que no pude apreciar, pues el animal permanecía en su cabeza, de tal manera que los tentáculos parecían ser el pelo.

Todo se complicó cuando el funcionario le exigió como requisito “sin ecuanom”, “o inexcusable, para que me entienda”, según dijo mirándola por encima de sus gafas, “la huella digital del amo de la mascota”.

– ¿Es usted idiota, señor?– Repostó disgustada la dama, intentando con el movimiento de sus hombros mostrar al burócrata que no tenía cómo cumplir el requisito. – ¿No ve que no tengo brazos?

–Ese no es un problema que yo pueda solucionar, señora– Respondió el empleado, mostrándose a su vez ofendido.

–Ya sé que no puede solucionar nada, porque a primera vista se nota que usted es un inepto–. Arreció ella en el colmo de su rabia, provocando con ello la reacción más airada del oficinista, quien como cualquier ciudadano que cree tener la razón, la interpeló así:

– ¡Señora! ¿Usted sabe quién soy yo?

– ¡Sí, claro!- Respondió la dama. – ¡Usted es un don nadie!

Y ahí fue Troya. Pues en cuanto Polifemo escuchó esto, se zafó con un manazo de la cadena con que yo lo jalaba, y con el grito de:

– ¡Hasta que te encontré desalmado!– Le atacó guiándose por su oído, y luego de arrasar con su cuerpo el separador que aíslaa los funcionarios del público, le descargó un puñetazo en la cabeza con el cual lo mandó a cargar tierra al cementerio.

Cuando llegó la policía yo no supe cómo explicarles que Polifemo era un cíclope griego de antes de Cristo, que no era un animal, pero tampoco un hombre, que el hecho de que tuviera un solo ojo no era el resultado de macabros experimentos de mi parte, ni pude explicarles nada de lo que me han estado preguntando.

Al pobre Polifemo, las cosas no le van mejor, pues lo tienen detenido en un manicomio donde al parecer ignora la muerte del empleado, pues sigue rogando que le permitan acabar con “Nadie”, el hombre que lo dejó ciego hace más de dos mil años.

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