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Cultura  |  27 julio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Cuentos de domingo: Aguas arriba

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Por Libaniel Marulanda // Ilustración de Cristina RuedaTraslaviña.

El agua de Marcelia pareció vestir por aquel verano el traje dominguero de un nuevo sabor. Para algunos, tenía una sutil dulzura de origen floral. Otros, en cambio, le encontrábamos un bouquet de líquido almacenado en toneles de roble curado, cuya delicia explotaba al máximo la Industria Departamental de Ron Añejo en su publicidad radial.

El agua de Marcelia nunca tuvo un sabor estable porque no eran estables las fuentes que proveían los tanques del acueducto municipal. Los ríos Hojas anchas y San Rafael, dada su proximidad, se alternaban para ello. El encendido sol que convocaba la modorra, la empecinada lluvia de casi todo el año y la caótica mano dosificadora de químicos en la primitiva planta de tratamiento, determinaban su composición.

Al agua de Marcelia se le atribuyeron tantas virtudes como defectos. Aun se afirma por ahí que su contenido de minerales era el factor detonante en la incuestionable sensualidad de sus mujeres. Pero también, por desgracia, en la opinión de algunos, su poder sensualizador se extendía sin discriminación a una abultada cantidad de varones a quienes afeminaba, lo que había terminado por atraer sobre la región la mirada burlona de todo el país.

Al agua de Marcelia se le acreditaba el presunto poder de activar la imaginación y el afecto hacia las letras: el nacimiento en su suelo de tres o cuatro poetas antológicos, el abigarrado número de músicos, pintores y otros literatos de menor cilindraje artístico, unidos al hecho de que tuvimos periódico manuscrito desde 1903, en una época en que la arriería y la colonización antioqueña iban de brazo con el analfabetismo, reforzaban el optimismo de esa tesis sobre la inequívoca bondad de su agua.

El agua de Marcelia, en definitiva, estaba ligada a la belleza, la sensualidad, la poesía y la inteligencia. Teníamos en nuestro inventario regional una pléyade de cerebros que ya se aprestaban a fugarse hacia Estados Unidos, Australia y Gran Bretaña. De la genialidad no se escapaban ni siquiera nuestros locos y antisociales. De estos últimos pertenecían al mismo haber, uno de los tres narcotraficantes de mayor reconocimiento internacional, extraditado veinticinco o treinta años más tarde. Y qué no decir del guerrillero más viejo del mundo, sumo estratega militar después de Bolívar, bautizado con esa misma agua. En cuanto a nuestros locos, asombraban por su brillo el Conde del Jazmín, por su vestuario y aires de señor europeo de bien, venido a menos. Teníamos a Avenegra, fiel sacristán e irredento pederasta, con su eterno ofrecimiento de corozos, moneditas y caramelos a los muchachos del pueblo, quienes debían sacarlos de los bolsillos con anterioridad rotos por éste. Para complementar el trío de personajes, poseía Marcelia a Buche, por entonces ya vieja y desdentada, que repartía su miserable jornada de demencia entre la mendicidad puerta a puerta y el atlético correteo de alto desempeño, piedra en mano tras los muchachos que, con sólo gritarle su apodo, conseguían liberar toda la fuerza vital de su furia y su artillería.

El agua de Marcelia se captaba en la parte alta, norte de la ciudad, años después convertida en zona de altísima valoración gracias a la natural dinámica social, la apertura económica neoliberal y la convergencia de capitales calientes, oscuros y lavables. Entre los tres personajes sobresalientes del pueblo se repartía la tarea de hacer reír, corromper y perseguir a la muchachada. La tarea del terror verdadero siempre estuvo a cargo de los anónimos vampiros diurnos del inútil túnel del ferrocarril, que en una presuntuosa obra de ingeniería atravesaba, bajo tierra, casas, iglesias y calles. Se rumoraba que los vampiros de carne, hueso, dril, tenis y jeringas transfusoras por colmillos, mantenían expectantes cerca a la boca del túnel, al que arrastraban a sus víctimas.

Nuestra ruidosa y mal hablada Buche, cuyo nombre de pila se había tomado de una ópera de Bizet, solía pernoctar en algún lugar del barrio Naranjales, pero su residencia era toda Marcelia. De vez en cuando parecía ausentarse del pueblo y entonces la prodigiosa lengua de sus habitantes atribuía la evasión a la embarazadora obra de otro loco, a un escabroso crimen o, en el mejor de los casos, a una muerte natural por enfermedad infecto-contagiosa.

El agua de Marcelia, al igual que la coloración política, los partidos de fútbol contra el Deportivo Otún y el café arábigo ante el caturra, desató polémicas que persisten en el tiempo, luego de que el operador de la planta de tratamiento, días después de regresar de vacaciones, encontró sumergido en un tanque aquel cadáver descompuesto del que subsistían las ropas, al parecer de una mujer vieja, demente, desdentada y con nombre de ópera, a quien apodábamos Buche.

Nota del autor: el presente cuento hace parte de un audio libro, junto a siete más, leídos por la radialista, poeta y periodista  Ana Patricia Collazos.
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