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Cultura  |  02 agosto de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Cuentos de domingo: Bajo un cielo de estrellas 

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Escrito por Libaniel Marulanda.

A la memoria de Asdrúbal Quintero

Aquella tarde, de nuevo y por suerte, no te faltó la botella de vino barato con un croissant crocante en las puntas, blando por dentro, aliñado, tibio, económico y untado de salsa de tomate, tomada de contrabando de la charcutería, en la esquina del boliche donde laburabas desde ocho meses atrás. Terminados pan y vino, proseguiste con tu cotidiano plan de supervivencia, trazado cuatro meses antes, cuando comprendiste que la situación en el gran Buenos Aires era tan dura, tan larga y tan real como en cualquiera de los tangos que noche tras noche desgranabas del choclo de tu repertorio en el Boliche de Ferri, al que ingresaste por cuarta vez aquel día. Al salir del baño, con sorpresa, te encontraste a Manolo Ferri, violinista y patrón. “Mirá pibe -te dijo- siquiera te encontré.

Esta noche vendrá una patota de colombianos a escucharnos. Son empresarios. Por lo del aniversario de Gardel, hay un buen laburo en Colombia, vos sabés”. “Okay viejo, le respondiste. Me pondré la mejor percha, que recién traje esta mañana de la lavandería y me cantaré unos gotanes como para engrupir esos giles”.

Cuatro horas después, con escaso público, producto de la inflación galopante y los estertores de la dictadura, El boliche de Ferri alcanzaba su ebullición.

Anunciado como Arsenio de Aroldi, “la voz de las voces”, saliste al escenario y de entrada cantaste “Dilema”, proseguida por un corto comentario sobre Raúl Garcés, su compositor, violinista y cantante, muy querido por ti, por tu patrón y por toda Latinoamérica, en especial Colombia, tumba de Gardel, país queridísimo por los argentinos, difusor número uno de la música ciudadana y al que veías siempre en tus recurrentes sueños de artista como una inmensa isla de café, rodeada de tangos por todas partes.

La mesa ocupada por ocho colombianos aplaudió frenética tus palabras, mientras, a renglón seguido, ofrecías un vals que hablaba de San Telmo, Barracas, Puente Alsina, barrios atornillados a la historia de la canción ciudadana.
 

Nuevos aplausos de los colombianos, a quienes llevaste al delirio cuando referiste una anécdota que incluso ellos desconocían: “Esa conocidísima melodía –dijiste, enfatizando tu acento porteño- que felizmente tuve la ocasión de grabar hace algunos años, me acompañó y me dio suerte en una gira que hice por el Japón y otros países. En aquella ocasión, entre otras cosas, fue aplaudida por el emperador Hiro-Hito en persona y allí tuve la oportunidad de ser acompañado por la Orquesta Típica de Tokio, del legendario Maestro Shimpei. Esta internacional melodía titulada “Lejos de ti” –proseguiste presuntuoso y sobreactuado- es nada menos que de la inspiración del cantante, acordeonista y compositor de los “Corraleros de Majagual”, ¡don Julio Erazo! Te guardaste también ese día y por mucho tiempo los comentarios que se hacían en el camerino, acerca de la pobreza tanguística de los compositores no argentinos. Con el propósito de asestarles la última y definitiva puñalada sentimental a los colombianos, atrapados por el vino generoso, traicionero y cobrado en dólares, remataste tu actuación en compañía de otro de los cantores del boliche, y esta vez fue “Pastora”, no “La pastora” –corregiste con pedantería-. Te despediste con una salida rápida del escenario, y esta preconcebida maniobra fructificó porque fuiste reclamado por el animador ante los gritos de “¡otra, otra…!”, de la encendida delegación colombiana. Y, como era de esperarse, cantaste tres números más y luego de que les cediste el turno a los demás cantores, respondiste al vehemente requerimiento de la mesa de los ocho colombianos que, a manera de abrebocas y antes de que los conocieras, te prodigaban sus hijueputazos de cariño. Ante los reiterados ofrecimientos, aceptaste un cointreau y respondiste que sí, que querías conocer a Colombia, pero que algunos compromisos internacionales te lo impedían. “Sabes qué pasa? –dijiste-, que por aquí recién vinieron unos italianos que me quieren llevar con una Revista a Francia y Estados Unidos, con la gente del Caño catorce de aquí y, como pintaron buena guita y yo quiero volver a cantar en Europa y Estados Unidos, quisiera ir con ellos y bueno, la guita es la guita”. “Cuánto te van a pagar los italianos?”, te preguntó el vocero de los empresarios colombianos. Hiciste un vertiginoso cálculo, diste una cifra, inflada pero posible, sin excederte, de tal manera que los colombianos te hicieron una contrapropuesta respetable en dólares que fue la salvación para tu crisis, tu desayunar durante dos meses con coca cola, los almuerzos con sopas instantáneas y tus comidas de pan con salsa de tomate y vino barato.

“Y, bueno, qué sé yo…-titubeaste a propósito-, me gustaría conocer a Colombia, siempre lo he querido, sólo que…en fin, ¡iré con ustedes!”.

Tu decisión se recibió con otro aplauso y uno de los empresarios no pudo sustraerse a la tentación de gritar con su inocultable júbilo paisa: “¡Es que este hijueputa sí canta lo que nos gusta!”.

Esa misma noche recibiste un veinte por ciento de anticipo sobre el primer mes, que te sirvió para cenar de verdad, liberar de la prendería tu equipo de sonido y pagar los dos meses de arriendo que debías en el conventillo cercano al boliche.

Dejados atrás Buenos Aires y el Boliche de Ferri, en los días subsiguientes la vida pareció sonreírte y hasta el clima de Bolivia, que mandó descansar a dos de los cantores de la Revista, no te hizo daño alguno y más bien tu tesitura ganaba en amplitud con la proximidad de Colombia. Tus graves tenían cada día más cuerpo y con alegría comenzaste a advertir que en tu fraseo, poco a poco, se iba depositando algo de lo que le oías al Polaco Goyeneche en El Caño 14.

Y llegó la Revista a Cali. El Sexteto mayor del tango era una máquina de sincronía perfecta. Sus músicos recibían con justicia la aclamación del público. “Buenos Aires, vos y yo”, estaba al nivel de las circunstancias y, si bien las voces de sus cantores ya no gozaban de la oxigenada vitalidad de los años mozos, su seguridad y la capacidad de entrega al público conquistaban los favores de ese juez insobornable que atiborraba coliseos cubiertos, plazas y teatros.

Pisaron el Coliseo, aparente territorio vedado a las manifestaciones musicales extrañas al sabor antillano.

Pero Cali no era sólo salsa, calor y caña. El temor inicial se volvió júbilo ante la acogida de esa otra Cali. Y de ahí en adelante todo fue sobre ruedas, hasta llegar a Medellín, que inauguraba aquel 24 de junio, día del cincuentenario de la muerte de Gardel, su tangódromo, emulando a Río de Janeiro. Pero Medellín no resultó tan espectacular como todos lo suponían y tuviste que aceptar que empresarios y artistas se habían equivocado porque, a pesar de la numerosa asistencia, era tal la profusión de agrupaciones que todo el público pareció indigestarse de la toma argentina a la capital de la montaña para aquellos días. Los empresarios perdieron dinero, tiempo y el derroche de preparativos. Pero, aconsejados por el elenco y por ti, en un audaz repliegue, en vez de desmantelar el espectáculo optaron por contratar además a Orminsul Escobar, acordeonista ciego y verdadera institución en Colombia, además de dos parejas de bailarines de Manizales, semillero de los cultores de la danza porteña, apabullante verdad reconocida a regañadientes por los mismos argentinos.

Crecida en número y en variedad, la Revista “Buenos Aires, vos y yo” se desplazó, entonces, por los pueblos de Antioquia y de entrada obtuvo tanto éxito que los empresarios, sin pensarlo dos veces, compraron la carpa del circo de los hermanos Manzano, quebrado por impuestos y en decadencia. Negociaron los servicios de un tractomulero, refugiado de la música y la farándula en la secta de los testigos de Jehová, que al primer tango de D’Arienzo decidió unirse y coanimar el desfile artístico.

Terminada la extensa gira por Antioquia, siguieron con el Tolima y llegaron al Eje Cafetero, con la intención de recorrerlo por completo. Antes de visitar los pueblos vecinos, situados a distancias que nunca exceden de una hora en camión, comenzaron por Marcelia.

Ya entrado en días estaba octubre. Cuatro meses de gira habían conseguido acercar en el afecto y en la distancia a todo el elenco. Erminsul Escobar, el acordeonista, por su condición de ciego remachado de por vida a la zanganería de su padre, su lazarillo, empresario de sus quehaceres artísticos pero también de su soledad y de su irremediable celibato en penumbras, ya se sentía tan argentino como los cantores y los otros músicos. La representación argentina llamaba al ciego y los bailarines “nuestros maestros”, “invaluables colegas”, frente al público. Y aunque en los camerinos y tras bambalinas hablaran de ellos como los “giles colombianos” y los miraran por encima del hombro, sentía por los criollos el cariño solidario que se tiene hacia un hermano subnormal.

Un gran despliegue publicitario por todos los medios posibles se hizo en Marcelia, que en aquel octubre cumplía los noventa y ocho años de fundada. Esta vez la Revista guardó su carpa porque la ciudad estrenaba el Coliseo del Café, con su cúpula interior de madera y accesorios anti reverberantes en derredor del escenario.

La noche del debut cayó sobre la Revista. Todo se dispuso conforme al plan de acción tantas veces trajinado, a lo largo de cuatro meses de trabajo y miles de kilómetros recorridos a lomo de tractomula y microbuses. Para el gusto de la tropilla, la Revista parecía renacer en cada jornada de tango y luces. Las colas, entonces, fueron tan largas como la imaginación de cualquier empresario, y el valor de la boletería se multiplicó por efectos de la reventa.

Y comenzó el concierto popular. Por la tarima de madera recién barnizada desfilaron, del brazo, tangos, valses, milongas, parejas de baile y las voces e instrumentos. Cantó Alberto Podestá, a quien los años y las tres cajetillas diarias de cigarrillos Lucky habían bajado la tonalidad a sus canciones, pero jamás la calidad y el sentimiento. Lo siguió Jorge Valdez, quien jugó con los matices como si su garganta tuviera treinta años menos, cuando brilló con D’Arienzo. Luego, rompiendo el esquema, siguió la cuota colombiana en el evento, que no estaba programada ni deseada, pero cuya inclusión, a última hora y sin ensayos serios, fue el resultado de la obcecada manipulación de un político local a favor de un deslucido cantor local”, a quien rechifló la concurrencia, cuando apuñaleó un tango de Gardel con su aire tenorezco.

Y allí estabas, Arsenio de Aroldi, húmedas las manos, agitado el pulso, enrojecidos los ojos, a merced de tu ansiedad, a la espera del turno en la noche del debut.

“Señoras y señores –clamó el animador- tenemos la presencia de un cantor del gran Buenos Aires, en cuya prodigiosa voz se compendia lo mejor del legado de Gardel, de Lepera, de Santos Discépolo y Homero Manzi. “Bajo un cielo de estrellas”, es el vals con el que nuestra figura, Arsenio de Aroldi, saluda a esta culta ciudad en sus 98 años”.

Permaneciste tras el telón, mientras el gusano de cartón de Aníbal Finiello asumía con entusiasmo la introducción. Y sobre el acorde de entrada, cuando ya parecía que te hubiera dejado el tren del compás, emergiste ante el público. Miles de voces gritaron al unísono su admiración, su sorpresa, y tú supiste que podrías hacerlo sin que te perturbaran, que no sólo el silencio puede ser cómplice, y sentiste que volabas con tu voz, que se reproducía en el enjambre de gargantas que cantaban contigo:

“Mucho tiempo después de alejarme

vuelvo al barrio que un día dejé

con el ansia de andar por sus calles

y ver los amigos y el viejo café”.

Y la gente cercana al escenario advirtió sin esfuerzo cómo tus ojos se inundaban sin que la voz demostrara flaqueza.

“Pero qué amarga es a la vez

la soledad del arrabal

con sus casitas y sus árboles

que pintan sombras

sentir que todo que todo lo nombra

qué ganas enormes me dan de llorar”.

Tu pueblo tenía 15 mil almas piadosas, 18 grados de temperatura, un parque principal en donde al alcalde se le ocurrió criar peces de colores, una iglesia de arquitectura contrahecha y forrada en latón, y un colegio grande, soleado y abierto a los vientos de agosto, cuando el polvo imponía el asueto en beneficio de las cometas. Tu barrio era humilde pero limpio, de mañanas lluviosas y tardes que parecían bostezar y encogerse de hombros ante el lento discurrir de las horas.

“En esta noche vuelvo a ser

aquel muchacho soñador

que supo amarte y con sus versos

te brindó su pena.

Hay una voz que me dice al oído

yo sé que has venido por ella, por ella”.

Entonces ella era una de las seis hijas del alcalde, por aquellos días en que aprendiste a jugar billar por la sola necesidad de transgredir la ley municipal, con los otros muchachos del pueblo que también eran menores de 18 años. Y los versos que escribiste y también la serenata que pretendías llevarle el día de su grado de bachiller en el colegio de las monjas, quedaron tirados por el suelo con tu ilusión adolescente cuando tu hermana te contó los comentarios que encendían las camisas heredadas de tu hermano mayor, y de tus tenis mordidos por el año lectivo.

Una introducción retozona de Aníbal Finiello en el fueye, el bajo electrónico que se desinhibe ante los provocadores cantos del piano, le aportan una lúdica vitalidad al vals que ya entra en su última parte cuando Arsenio de Aroldi repite:

“Qué ganas enormes me dan de llorar”.

Y aquí se te quebró la voz. Y un temblor te sacudió desde las piernas, se volvió convulsión en tu pecho y lloraste sin ponerle dique a tu torrente, igual que cuando supiste lo que se decía de ti en esa casa; igual que cuando leíste tu resentido discurso de despedida de bachillerato en El colegio Libre, y los padres de familia se pararon mientras tus compañeros gritaban: “¡Bravo, pulga, bravo!”. En los días siguientes, a través de las ocho emisoras, en todos los noticieros y programas de música vieja, habrían de referirse a ti y a la manera como pusiste de pie la audiencia que batió pañuelos y te vivó frenética cuando, sin importarte el bochorno de los empresarios, del animador y los músicos, con voz rota y de incuestionable dejo nativo te dirigiste al público: “Gracias por su apoyo. Los saludo con el alma y que me perdonen los empresarios y mis compañeros si ahora confieso que soy colombiano”.

También es un audio-cuento, leído por la radialista y poeta Ana Patricia Collazos. Vea el siguiente vínculo:

Armenia, septiembre de 1994

[email protected]

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