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Cultura  |  20 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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El bandoneón del Rey del compás

Por Libaniel Marulanda

Siempre tuve mis dudas. Siento que pasaran tantos años desde aquel mes de noviembre de 1957, cuando nos encerraron con toda la población de Córdoba en la Plaza de Bolívar, ahora llena de casas hechas a toda prisa y en medio de una batalla frenética contra la lluvia que se ha ensañado con el pueblo tras el terremoto de hace ocho días.

Presiento que el viejo Saúl se va a morir y esta vez va en serio. Lo he leído en sus ojos, cuando, a la par con la casa y el negocio, se derrumbó su sueño. Sé que voy a contribuir a que se muera cuando le cuente cómo me fue en Marcelia y, peor aún, cuántas cosas me contaron en Medellín.

Cuando apenas tenía diez años, lo recuerdo siempre, me asombraron las historias que una tras otra relataba ese argentino a quien en contraprestación el viejo Saúl emborrachaba noche tras noche con los amigos y clientes del bar de Blanquita. Cómo olvidar esos relatos que parecía desempacar de una gastada maleta de cuero burdo y pliegues en la que ostentaba adhesivos de hoteles y ciudades que nunca habíamos oído nombrar y que ahora, con cincuenta y cinco años encima, apenas conozco por el recuerdo. Entonces, ayer como ahora, hacía frío en Córdoba, y en esta misma plaza de Bolívar tratábamos de protegernos de una lluvia que caía sesgada, sólo que ahora, cuarenta y dos años después, tenemos un cambuche con paredes de esterilla de guadua y techo de zinc, fabricado en un día de trabajo comunal y en el que hemos logrado meter algunas cosas rescatadas entre los escombros de la vieja casa que se erguía allá arriba, con el depósito de cerveza que le permitió subsistir después de que quebró la caficultura. Aunque sé que ya no tendrá sentido la vida y que le llegó la hora, no quiero que el viejo Saúl se muera. También sé que me mirará, como cuando niño, de un modo tal que no podré mentirle aunque sepa que con ello lo ayudaré a morir antes del tiempo que le ha sido dado.

El argentino se lo dijo en secreto y el viejo Saúl lo contó a sus amigos; luego lo supo Blanquita, la dueña del bar, y tres días después ya todo Córdoba sabía que el forastero que conversaba con aquel acento como sacado de las películas de Gardel, había llegado al pueblo con el propósito de montar una compra de café; que ya retirado del mundo del espectáculo, estaba dispuesto a llevar una vida tranquila, luego de haber integrado la Orquesta de Juan D'Arienzo como bandoneonista. Cuando lo detuvieron, igual que a todo Córdoba, y fuimos encerrados en esta plaza de Bolívar en la que estamos ahora, el argentino le contó que al momento de apresarlo, los militares le habían incautado una apreciable suma de dólares y pesos destinados a la compra de una finca, al montaje de un depósito de café y la adquisición de un jeep Willys, además de una casa en el pueblo, pero que ya encerrado con todos no tenía nada, excepto aquel bandoneón que cargaba consigo en una pequeña maleta negra, y que por su acento argentino le habían permitido llevar consigo porque creían que lo tocaría para el comandante del ejército, sin que advirtieran los militares que el argentino había llegado fracturado a Córdoba, y que, enyesado aún de la mano derecha, no podría tocar aquellos tangos famosos que le merecieron a Juan D'Arienzo el título del Rey del compás, una dignidad que, a fuerza de contar y recontar la historia, acabó ostentando por extensión también él, como dueño de ese bandoneón que una tarde de noviembre del año 57 fue comprado por el viejo Saúl, como una forma de perpetuar aquel recuerdo y como si, volviéndose dueño del bandoneón del Rey del compás, pudiera curarse de todos los miedos que confluían ese día del encierro en Córdoba, mientras el ejército interrogaba a cada uno de sus habitantes en busca del culpable o cómplice de la muerte de los soldados en el bar de Blanquita.

Ahora, y como en todos estos años, vuelvo a preguntarme por qué se empecinó en guardar relojes, herramientas y objetos raros y nunca quiso salir de ellos ni siquiera en las épocas de mayores crisis y hasta prefirió endeudarse antes que renunciar a su capricho.

Yo lo presentía: Cuando el viejo Saúl me pidió que viajara a buscarle comprador al bandoneón, algo me decía que a la pérdida de la casa y el negocio del depósito de cerveza y a las muertes y ruinas que nos trajo el terremoto del Eje Cafetero, tendríamos que sumarle aún otras desgracias. Como suele suceder cuando llega una: es como si le abriera la puerta a las otras desgracias que vienen detrás.

Estoy seguro, ahora, de que el Rey del compás, desaparecido por el mismo ejército tras el encierro en la plaza y cuyo cadáver encontraron meses después, no era argentino ni era músico.

El bandoneón es un instrumento muy antiguo, discontinuado, caro y complicado de tocar. Así me dijeron en uno de los almacenes de instrumentos musicales que visité. De tanto andar me encontré con que en Medellín se presentaba una revista de tango con músicos argentinos que acompañaban algunos cantantes que fueron famosos durante los años cincuenta. Decidí entonces visitarlos en el hotel donde estaban alojados, para ofrecerles el bandoneón. Conocí al bandoneonista, ya medio ciego por los años. Me contó que por una extraña casualidad él había integrado en su juventud la mentada orquesta de Juan D'Arienzo, aquella a la que juraba haber pertenecido el argentino. Para que yo regresara a Córdoba sin ninguna duda, sacó del estuche su bandoneón. Era marca doble A, hecho en Alemania antes de que los Aliados bombardearan la única fábrica que existía. Era de un largo fuelle cuadrado, de escala cromática, tenía muchos botones al lado izquierdo y al derecho; valía más de ocho millones de pesos y no era igual al bandoneón del viejo Saúl, que era de forma hexagonal, guardado con tanto celo durante cuarenta y dos años, fabricado en Brasil y que no vale ni cien mil pesos porque no es más que un limitado instrumento diatónico que los payasos tocaban en los circos. Lo que el viejo Saúl ha guardado durante cuarenta y dos años no es un bandoneón: es una simple concertina.

Armenia, junio de 2004

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