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Cultura  |  18 octubre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

XIV. Notas de la peste aburrimiento

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XIV. Notas de la peste aburrimiento

Por Enrique Barros Vélez

las cinco de la tarde y quiero que oscurezca para que se aproxime la hora de acostarme. Hoy ha sido un día muy largo y estoy agotado, aunque en realidad no he hecho nada. Pero el tedio y la zozobra también suelen ser una carga pesada de sobrellevar. Un lastre. Desde que me levanté estoy afligido pensando en lo que debo hacer. En esta búsqueda llevo todo el día, aunque pareciera que en realidad no quisiera hacer nada, lo cual me desconcierta y me desespera aún más. Mientras recorro mi apartamento voy pensando en algo interesante que se me pueda ocurrir. Que me pueda auxiliar. Algo que disminuya la intranquilidad creciente que padezco por culpa de este encierro indefinido. Pienso en lo que hice ayer y me resisto a hacer lo mismo. Y no se me ocurre nada distinto para hacer hoy. Solo sé que me encuentro hastiado, harto, insatisfecho. Pero ya que debo continuar encerrado tengo que ocupar mi mente para que se desentienda de este aislamiento. En este propósito no he sido eficiente. No puedo distraerme conversando con alguien, pues vivo solo. No llamo casi a nadie y casi nadie me llama, así que la amistad virtual no es real para mí. Al no poder salir no visito a nadie y, por la misma razón, nadie me visita a mí. Y algo peor: mentalmente no he podido deshacerme de las rutinas de mi trabajo habitual, por lo que soy incapaz de dormir hasta tarde, dedicar un tiempo exclusivo a escuchar música, o a ver televisión, en los horarios que correspondían a esas jornadas. Entonces en este lapso realizo actividades productivas o formativas. Para ello recurro a mi salvavidas, mi entrañable computador. Me matriculo en cursos virtuales, leo sesudas exposiciones sobre temas de mi ámbito profesional o de mis intereses particulares. Participo en charlas virtuales sobre estos mismos temas y miro novedosos videos. Pero en el transcurso del día esas actividades, en ocasiones, me aburren, pues quisiera desvincularme provisionalmente de esas temáticas técnicas predeterminadas. Me gustaría ver una película de vaqueros, o de detectives, o de justicieros o de redentores de este mundo de la modernidad. Pero mi supuesta responsabilidad no acepta esas distracciones. Soy esclavo de mis imaginarias jornadas laborales. Soy mi propio verdugo, pues me reprocho por no estar siendo productivo. Esta confusión me comprime el pecho, como una pesada carga, por no encontrar un paliativo para mi acoso laboral productivo. Y este remolino de insatisfacción ha terminado por ahogar mi sueño nocturno. Ahora vivo dos días diarios: uno claro y otro oscuro. Y con esto mi confusión se agrava, pues poseo más tiempo para pensar con mayor confusión, con menor claridad.

Por ratos trato de escapar de mi inconformidad y salgo al balcón en busca de señales inspiradoras que me ayuden a ampliar mi penuria mental. Y constato la soledad de las calles del sector. Unos pocos movimientos evidencian que está habitado. En especial los de John, el señor que cuida los carros, que corre constantemente de un lado a otro para recibir algunas monedas por los automóviles que habían dejado estacionados. Y luego se aleja manoteando y hablando solo, como es su solitaria costumbre. Parece que lo acompaña su otro yo.

El ambiente del sector luce atractivo con sus locales comerciales adornados y a la espera de los clientes que al final de la tarde reactivarán sus expectativas comerciales. Ya finalizando la tarde ingreso de nuevo al apartamento a intentar reorganizar mis emociones para decidir, de una vez por todas, cuál será la actividad que debo realizar hoy…

Armenia, septiembre 11 de 2020.

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