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Columnistas  |  25 octubre de 2020  |  12:06 AM |  Escrito por: Libaniel Marulanda

NOTAS DESENTONADAS A LA PARRILLA

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Libaniel Marulanda

Notas desentonadas a la parrilla – octubre 24 de 2020

Óscar Agudelo: Un arar en el surco sonoro

Por Libaniel Marulanda

El local ya está atestado de calor, sudores y público, pese a que la estrella nunca recurre a la chocante táctica de hacerse esperar para darse aires “diomedescos”. Cumplido y exhibiendo sus treinta y dos dientes, a manera de saludo le suelta a la audiencia un rollo de infalible buen recibo: “Al entrar aquí, una viejita adorable, canosa y en silla de ruedas, a quien le dieron acceso preferencial por respeto a su ancianidad, me dijo con alegría: ¡Qué bueno conocerlo en persona después de que desde niña oía todas sus canciones!”. Y añade el cantor: “Yo le dije: señora, gracias por venir a oírme pero por favor no lo comente porque todo el público se va a enterar de mi verdadera edad”. El público ríe desde el bolsillo del artista mientras éste le susurra a los músicos que lo acompañarán esta noche: “Muchachos, hagan un acorde de Re menor”.

Belisario Betancur fue un presidente de realizaciones culturales que sin prejuicios burgueses ni alardes de caballista ubérrimo invitaba a palacio a diversos cultores de la música. Si un viernes estaba Mikis Theodorakis, todo un comunista llegado desde Grecia, en la semana siguiente podían estar, dándole pedal a la nostalgia montañera, personajes como Óscar Agudelo. Y en ese ir y venir de los gustos belisaristas (condenados por la aristocracia cachaca), como una afirmación de autenticidad del llamado “poeta de Amagá”, una quejumbrosa melodía que hiciera conocer en Colombia Óscar Agudelo se convirtió en el vals presidencial: “Desde que te marchaste, dormir casi no puedo / hay noches que despierto con ganas de llorar…”. La confesión de Belisario acerca de sus apetencias por la música de carrilera dio un jalonazo a la fama de Óscar (¿o fue al contrario?) y de contragolpe nos puso a investigar el porqué de ese singular nombre.

Acaballado sobre el Re menor del acompañamiento, el hijo de don Ernesto y doña Sofía, cuya cuna se disputan El Fresno y El Líbano, comienza a enhebrarle valses requete-conocidos a un mosaico que a partir de los primeros compases es entonado por el público. Al compartir su rosario de éxitos con la nostálgica audiencia a la que enfila el micrófono, Óscar Agudelo consigue el doble propósito de ganar el aplauso por nocaut, a tiempo que le da aire a sus pulmones y reposo a las cuerdas vocales, un par de elementos que gravitan sobre los cincuenta y cinco años de disciplinas e indisciplinas, tras haberse tomado los diales de la radio colombiana con China hereje, un vetusto vals criollo que hizo a nuestro personaje declarar que, de haber sabido que fue grabado por Gardel en 1923, nunca lo hubiera hecho, aunque el éxito alcanzado se encargó de controvertir tal arrepentimiento.

Precisemos que desde los albores del siglo pasado comenzaron a oírse grabaciones de disímil calidad musical. Luego, el hecho de que las estaciones del ferrocarril fueron aglutinando hoteles, bares y servicios de asistencia sexual,fue atrayendo un estilo de música que era el anillo al dedo de amores y desamores. Aunque era música sin pretensiones, sus letras e intérpretes se esforzaban en tener decoro. A esa música se le llamó música de carrilera. Justamente en esa corriente musical dio sus primeras y decisorias brazadas Óscar Agudelo. Sus éxitos fueron refritos criollos de viejos tangos argentinos, incluso cantados por Gardel y otros pesos pesados. Su voz plena de eses sibilantes, muy paisa, colonizó bares y corazones en la geografía colombiana. Oiga cualquiera de sus canciones y notará que tienen letras coherentes y bien hechas. El viejo zorro tanguista refiere que su repertorio era escogido por Codiscos, Sonolux y Hernán Restrepo Duque.

Si en los asuntos de la cultura popular las cosas son enrevesadas, tratándose de música la cuestión ya rebasa la lógica previsible. Y es que el público es un dios que, igual que el de los creyentes, es principio y fin, omnipotente, otorgador de premios y castigos, razón de ser, de cantar, fuera del cual no hay salvación. Ese dios omnipresente en los diales que hoy te hace sonar en todos los rincones del mundo, que dispara tu ego y enciende tus íntimas vanidades, mañana puede confinarte en el temido averno del silencio. Cuando Óscar Agudelo, al final de los años cincuenta, ya era un artista en quien el dios público había puesto todas sus complacencias, decidió caminar peldaños arriba, es decir, quiso dar un salto cualitativo como se dice con rebuscada elegancia. Buscar la excelencia cuando se ama lo que se hace es, ante todo, ser responsable consigo mismo.

Así como al extinto y máximo escritor colombiano se le llamaba Gabito para presumir de su amistad, al intérprete de La cama vacía, los músicos y amigos lo llaman “Piyuya”, un sobrenombre que nació en Pereira, hace muchos años, cuando el maestro, acompañado de unos amigos, al ver el sensual paso de una muchachita pereirana exclamó: “¡Miren qué piyuya!”. Igual que todos los grandes artistas, en su nutrido anecdotario existe la dura impronta de la estafa de un gestor de espectáculos. En su caso, el tumbis fue compartido con sus colegas, ya fallecidos, Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo, Lucho Bowen y Helenita Vargas, y realizado por un empresario de apellido Salinas, quien se embolsilló la taquilla y alzó el vuelo en Neiva. Desenterrado este episodio, puedo jurar que Óscar Agudelo inventó el infalible recurso antitumbadas de cobrar la mitad como anticipo y el saldo antes de subir al escenario.

Nuestro imbatible cultor del tango persistió en su lucha por superarse a sí mismo y por eso en la historia de la discografía colombiana brilla un incontable número de tangos y valses, algunos grabados con grupos de la calidad de Raúl Garcés y Los Caballeros del Tango, al final de los años cincuenta. De igual manera y como él lo recuerda, muchas composiciones suyas no obtuvieron el favor del público. En un hecho paralelo a la industria nacional, a las disqueras colombianas les llegó la mala hora y Sonolux, el recordado sello nuestro, no fue la excepción. Con la quiebra quedaron congelados varios temas del cancionero del maestro, como un estupendo vals que por ironía se llamaba Sueños. Para aquellos tangófilos impenitentes que por décadas han hecho la travesía de la música porteña, el dios - público no emitió su fallo con la justicia que Óscar Agudelo y su esfuerzo renovador demandaban.

La huella vocal del maestro en centenares de registros sonoros, que incluyen obras de Homero Manzi o Enrique Cadícamo, a través del tiempo hizo surgir incontables imitadores cantapisteros. Esa legión de clonadores constituye un abierto homenaje a la limpia trayectoria de este artista que alcanzó el honor de ser fundacional. Pero, al margen de esa copia, que ahora recibe el eufemismo de “tributo”, y las trampas tendidas por comerciantes del arte a quienes anhelan pellizcar la fama, ese “Yo me llamo”, desde el sitial ganado con persistencia, carisma y sencillez, estamos de acuerdo con Óscar en que: “Ningún imitador ha llegado a surgir, por bien que imite”. Líneas previas al punto final, se impone anotar que una cosa es la música popular, la de buena factura, la de él; y otra, distinta, distante, la prepago, payoliada, ramplona, reiterativa y populachera. Mejor dicho:

De la carrilera al despecho hay mucho trecho.

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