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Cultura  |  01 noviembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

XVI. Notas de la peste: Mi micromundo

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MI MICROMUNDO

Por Enrique Barros Vélez

Los pequeños animales que merodean mi apartamento me ayudan a sobrellevar los monótonos días del confinamiento. Mi balcón carece de arbustos ornamentales que podrían atraer insectos y en los que podrían anidar las aves, al tiempo que me protegerían del polvo, del sol y de las miradas escudriñadoras. Pero preferí conservar la visión del paisaje con la continua presencia de las aves del sector. Si en la mañana me demoro en levantarme algunas de ellas se posan en las barras metálicas del balcón de mi dormitorio y me cantan, mientras otras picotean el vidrio, para que me levante de inmediato. Y al verme me reciben con descoordinados cantos al unísono, previos a su comida matinal, los cuales recibo como una descompasada pero espontánea serenata. La diversidad de sus trinos y la belleza de sus plumajes animan mi encierro obligatorio. Me complace ver como vienen las tortolitas, las mirlas, los canarios silvestres, los azulejos, los chamones, los ciriríes, los carpinteros de plumaje saraviado y caminar pesado y otras aves que pocas veces lo hacen porque habitan en la espesura de la cañada La florida.

Durante el día algunos regresan con sus bulliciosos pichones que alteran la calma del balcón. Los carpinteros son temidos y los ciriríes me sobresaltan con sus agudos y perentorios cantos de exigencia que emiten. Entre todos comparten el lugar y comen sin conflictos. Aunque las tortolitas en ocasiones intentan desalojar a los otros propinándoles fuertes y sucesivos aletazos. Eventualmente alguna de ellas ingresa al apartamento, pues la vidriera permanece abierta, y lo explora. Al saciar su curiosidad se escabulle por donde había entrado. En una de esas una tortolita voló hacia el interior, hasta mi habitación, y se posó en el espaldar de la silla que en sus últimos años fue la predilecta de mi madre, que está junto a su fotografía colgada en la pared. Poco después, cuando la encontré, voló sobresaltada, dejándome la extraña impresión de haber interrumpido una imposible conversación entre ellas. El que no fuera blanca me eximió de darle una interpretación religiosa a este extraño hecho.

Las noches traen consigo a los pequeños y rápidos murciélagos que vienen tras los restos de frutas que han quedado en el balcón. Con pericia se adhieren a la pared y casi de inmediato se descuelgan cayendo exactamente sobre el botín alimenticio. Desde la sala veo el continuo revoloteo de estas veloces raticas aladas.

Adentro otros animalitos conviven conmigo. Son unas lagartijas diminutas, verdes luminosas, que parecen de plástico. La más grande es del tamaño de un dedo meñique y hace poco descubrí que integran una familia, pues vi a dos criaturitas de esas, de la mitad del tamaño de las mayores, corriendo nerviosamente por un rincón de la sala. Las mayores merodean los confites que mantengo en el mesón de la cocina, pues así cazan algunas de las hormiguitas que, en multitudes, intentan comérselos; o entre los bananos para los pájaros, pues allí abundan insignificantes mosquitos. Durante el día escucho los agudos chilliditos que emiten, ocultas tras los objetos. Yo les mantengo agua debajo de las camas. En días de poco viento también me visitan solitarias mariposas que, con rápidos y agiles movimientos, sobrevuelan los alrededores de la mesa donde escribo. Después de realizar numerosos revoloteos salen en busca de aire fresco. Además, tengo polillas que destrozan los libros de mi biblioteca. Así es la micro fauna de mí íntimo espacio vivencial. En su grata compañía espero recuperar, algún día, mi añorada libertad. Algún día…

Armenia, septiembre 15 de 2020

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