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Cultura  |  29 noviembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: “Hoy mi deber era...”

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“Hoy mi deber era...”

Por Libaniel Marulanda

Hoy mi deber era cantarle a la patria
alzar la bandera, sumarme a la plaza
Hoy era un momento más bien optimista
un renacimiento, un sol de conquista
Pero tú me faltas hace tantos días
que quiero y no puedo tener alegrías
Pienso en tu cabello que estalla en mi almohada
Y estoy que no puedo dar otra batalla.

Hoy yo que tenía que cantar a coro
me escondo del día, susurro esto solo
¿Qué hago tan lejos dándole motivos
A esta jugarreta, cruel, de los sentidos?
Tu boca pequeña, dentro de mi beso
conquista, se adueña, no toca receso
Tu cuerpo y mi cuerpo cantando sudores
sonidos posesos, febriles temblores.

Hoy mi deber era cantarle a la patria
alzar la bandera, sumarme a la plaza
Y creo que, acaso, al fin lo he logrado
soñando tu abrazo, volando a tu lado.

( Hoy mi deber era, canción de Silvio Rodríguez )

Allá en su barrio de inobjetable estrato tres, donde cada casita se recarga de hierro y adornos para disuadir a los apartamenteros y evitar que se confunda con la del vecino, aquel domingo consiguió que sus tres hijos se fueran a jugar al parque. El día parecía predestinado para liberarse de ciertos apremios. Muy de mañana, cuando Vladimir, el menor, se pasó a la cama de la pareja, con una mirada concertó la cita con su mujer. Más tarde recorrerían los caminos que solían perderse a diario en esa desbaratada ciudad que resignada soportaba ella, y soñaba ver reordenada él. Hoy su deber era con ella y consigo.

Una vez salieron los muchachos, cerró con candado la puerta del antejardín: recurso extremo que utilizaba para evadirse de las mesiánicas visitas dominicales de los Testigos de Jehová, que, atrincherados en su fanatismo y Biblia en mano, irían inevitables a ofrecerles una nueva amnistía para sus almas.

Sonó el teléfono, y el domingo comenzó a tambalear agónico en el ánimo de los dos. Contestó él. Enterado de las decisiones del Comité, se aprestó a salir. Media hora después los ladridos del perro advirtieron la llegada. Lo comprobó a través de la ventana: venían dos camperos. Desde su sitio pudo advertir la silueta que ocupaba el asiento trasero del segundo Gaz. La tarea era única y urgente; peligrosa pero de fácil ejecución: sacar al invitado, del país, cinco días antes de lo previsto. Ya se sospechaba de su presencia en el Foro Multinacional de Solidaridad. Experimentó el doble sentimiento de culpa y de miedo. Trató de explicarle a su mujer, sin precisar el motivo, y su inquietud creció con el silencio de ella. Abrió el armario. Sacó su cachucha, su chaqueta y sus botas de siempre. Extrajo luego todo el cajón inferior. Metió la mano al hueco y tomó la pistola, el fajo de billetes y los documentos. Se acomodó el arma y el miedo desplazó su sentimiento de culpa. Intentó despedirse de ella con un beso profundo y tan sólo alcanzó un abrazo fuerte que entrañaba un tácito reproche. Algo le hacía detener su salida. De afuera le silbaron. Por la ventana vio a uno de ellos que le señalaba el reloj. Respiró con fuerza y se precipitó a salir. Trotsky lo siguió hasta la calle. Acariciándolo, lo cargó. Lo dejó dentro de la casa, cerró el portón y la puerta del antejardín.

Saludó a la gente. Levantó la carpa y se metió al segundo campero Gaz, frente al médico, justo cuando éste, armado de un inhalador, luchaba contra su asma. Los dos carros arrancaron, y al final de la calle, doblando a la derecha, ingresaron al torrente exasperante de la Autopista Sur, convertida por aquellos días en estrecha doble vía de un solo carril a causa de la primera ampliación. Descendieron por la Avenida El Dorado, hacia el aeropuerto, y aminoraron la marcha frente a la Universidad Nacional. Le señalaron al médico argentino el sitio donde solían presentarse las manifestaciones y enfrentamientos con la policía, en un escenario entre muros ambientados con letreros del MOEC, OLAS, JUCO y el ELN.

Llegaron con el tiempo y la suerte precisa para que el evadido abordara un vuelo con escala en La Paz, Bolivia. Se despidieron de abrazo. Solemnes. Con calor de camaradas. En cuarenta minutos realizaron su tarea. Regresaron descargados del peso de la mayor responsabilidad encomendada a los seis, durante toda una vida de obcecada militancia política y activismo sindical.

La tarde de domingo pareció resucitar para él, bajo un cielo populista que actuaba ese día para norte y sur, sin la contraprestación de los barrios inundados por el río Tunjuelito, como sucedía siempre que la ciudad parecía volverse cálida y amable.

Sentado en el sitio que ocupara antes el fugitivo, rogó a sus alborozados compañeros que lo dejaran primero. Entonces el primer campero se enrutó hacia la sede, y el segundo buscó el camino hacia el sur. Puso el pensamiento de nuevo en su mujer. La tarde de domingo todavía estaba ahí, a la mano, y quería reembarcarse en ella. Su mujer estaría tomando un largo baño. Sus hijos aún no habrían regresado del parque. Ahora estaba contento. Lograría por fin conciliar el deber con sus sentidos. El campero marchaba sin sobresaltos y hasta el asfixiante flujo vehicular parecía decrecer. Al alcanzar la Avenida Primero de Mayo, un voluminoso automóvil de inconfundible procedencia les cerró el paso, sembró de estrépitos el sitio y tiñó la tarde dominical.

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