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Columnistas  |  30 noviembre de 2020  |  12:59 AM |  Escrito por: Juan Sebastián Padilla Suárez

VÍCTOR SUÁREZ: MATÓN Y HÉROE

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Juan Sebastián Padilla Suárez

Por Juan Sebastián Padilla

En un juicioso trabajo académico sobre el influjo social de los colonizadores en el Quindío[1], el doctor Manuel Álvarez de Roche (litigante sin título pero sin jerga barroca) elaboró una extensa lista de malhechores que llegaron desde Antioquia a principios del siglo 20. El registro es simple: al frente de cada nombre figura la información notarial y el prontuario delictivo. Entre desertores del ejército, excombatientes liberales de la Guerra de los Mil Días, revoltosos y atracadores, un nombre aparece sin información; una corta explicación remite al lector a la página siguiente. “Datos según cédula de vecindad: Víctor Suárez; nacido en San Juan de Urabá, 1886; matarife; rubio; ojos azules; cicatriz en pómulo izquierdo; no firma”. Después de la reseña, el doctor Álvarez justifica por qué Víctor Suárez merecía ocupar 23 páginas enteras y no un “angosto renglón”.

Esas 23 páginas se deslindan del esquemático estilo académico; son, por el contrario, una oda al cuchillero más famoso de Armenia en los años 30. Evitaré apelar a las citas fatigosas, quien desee puede consultar el texto. En su disertación, el doctor Álvarez ensaya una confesión genuina sobre la historia de Víctor Suárez y cuenta cómo se convirtió en su héroe. Habituado a las referencias librescas (según recordaba Humberto Jaramillo Ángel), el doctor Álvarez refiere que la “cobardía sustenta la admiración”, y que siempre fue un hombre cobarde que admiró lo épico. “Los pistoletazos del wéstern son harto ficticios —también dice— y lo más parecido que tenemos a lo épico es el cuchillo”.

El documento abunda en episodios discontinuos: la imagen de las calles de Armenia que aún tenían la dignidad de conservar la memoria de próceres y costumbres; los techos de tejas caídas y coloradas; las carretas desvencijadas tiradas por caballos laboriosos; pasos lentos y cansados; lupanares y suicidas. Junto a esa imagen de Armenia, la imagen de Víctor Suárez dándole muerte al inspector Guillermo Ríos; envolviéndose el poncho en el brazo para atender un “desafío amistoso” a puñal; tomando aguardiente con pólvora para despacharse a unos cuantos; cortándose dos dedos de una mano que le quedaron colgando después de una refriega.

¿Qué hizo que un bandido cuarteador de barrigas como sandías suscitase la admiración de un intelectual? El doctor Álvarez tardó más tiempo investigando la vida de Víctor Suárez que juntando los documentos que entramarían todo su proyecto académico. La verdad se muestra después de melancólicas espirales. La forma en la que murió Víctor Suárez causó una honda decepción en el doctor Álvarez; no comprendió —o no quiso comprender— el desencuentro entre una vida pendenciera y una muerte infame. De hecho, el asesino de Víctor Suárez no aparece entre las páginas; en una nota al margen, el doctor Álvarez advierte que su nombre “no merece evocación alguna”.

La desaparición de Alonso Quijano delata la nostalgia de Cervantes por dar fin a su héroe con una muerte cualquiera: “dio su espíritu, quiero decir que se murió”. Asimismo, el final de los días de Víctor Suárez, “un matón con aire mitológico”, según anotó el doctor Álvarez, encierra un patetismo absurdo. Como resistiéndose a escribirlo, el doctor Álvarez revela que Víctor Suárez murió de un disparo inculto. Otra escena repetida.

[1] El trabajo investigativo Herencias de la colonización antioqueña (1947) puede consultarse en el horrendo depósito de libros de la estación del ferrocarril.

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