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Columnistas  |  10 enero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Miguel Ángel Rojas

EL PAISAJE DEL QUINDÍO, QUE AÑORAN LOS TURISTAS

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Miguel Ángel Rojas

Miguel Ángel Rojas Arias

Los riscos de viento del Quindío están preñados de café y saturados de sol y brisa, de pájaros y atardeceres anaranjados donde se transparentan chapoleras de piel canela y trenzas negras. Los caminos veredales se asoman adornados de heliconias que parecen un pájaro altivo entre hojas de plátano enano. Nuestras gentes se tropiezan con una maleza que tapiza de pétalos las laderas y que por su ternura nuestras abuelas bautizaron como besitos de novia. En los barrancos lucen las orquídeas ibaguenses que ofrecen combinaciones blancas, amarillas, rojas y anaranjadas. En el paisaje cafetero se recrean los siete cueros, que regalan flores fucsias y lilas; los guayacanes, que sin pena dejan volar mágicamente sus flores amarillas o rosadas que se esparcen en el suelo formando una alfombra que nadie se atreve a pisar.

Hay aquí un hilillo hechizado que invita a soñar, que ronda los bosques y los ríos, las calles y los parques, los caminos empedrados o cenagosos de las rutas ecológicas. Esa facultad vernácula de soñar viene del Bosque de Niebla, donde un visitante se adentra por un camino con rumor de río y se topa con mirlas y colibríes, con zarigüeyas y guaguas mientras la niebla lo abraza con su encanto de musgos y de líquenes. Esa virtud de soñadores viene de la Laguna del Encanto que se formó en el páramo como un lunar en el extenso valle de tundra y frailejones del Parque Nacional Natural de los Nevados. Viene de las mil doscientas especies de mariposas que irisan los cuerpos de los visitantes al Parque de las Mariposas, único bosque nativo tropical andino que se salvó del hacha. Proviene de los recodos de caminos aromados de café, de los meandros de sus ríos donde el viento arrulla los colosales guaduales. Esa virtud soñadora baja de la montaña cargada de nidos y de pájaros, de quebradas cantarinas, de la fortaleza del roble y la serenidad del caracolí que se niegan a morir, sembrados en medio de los cafetales.

El paisaje del Quindío no puede ser posible sin la esbeltez de las Palmas de Cera que en Cocora parecen puestas como alfileres en almohadilla, mientras que en la ruta a Toche, allá arriba siguiendo el Camino Nacional, están apretadas en el más singular bosque que mece el viento trenzado en la neblina. Tampoco se concibe sin las Tres Hermanas, cascadas entre 20 y 50 metros de altura que chorrean en las montañas del municipio de Córdoba. Y qué decir del mítico Valle de Maravélez en La Tebaida con ríos y riachuelos que se riegan dando la sensación de una laguna, donde la princesa Tulaima sigue esperando que nazca un árbol en su vientre aurífero de canoa.

Es por este paisaje que fue declarado Patrimonio cultural y ambiental de la humanidad, que el Quindío alcanza connotaciones mágicas. Esta palabra, Quindío, sonó en las neuronas de los viajeros de los siglos XVIII y XIX. José Celestino Mutis, el barón de Humboldt, científicos como Isaac F. Holton y el coronel Hamilton la pronunciaron desde la profundidad de sus hondonadas. Su nombre lo rasgó el viento en diapasones y flautas convirtiéndolo en un mito para los colonizadores antioqueños, caucanos, vallunos, tolimenses y cundí boyacenses, al que le apostaron a ciegas.

La región se quedó para siempre con ese nombre de ensueño, con esa palabra bruja, con esa connotación de tierra paradisíaca, de un mar hecho a pedazos en la infinidad de arroyos cristalinos, de un azul de constelaciones orientales, de pastos gigantes como barreras infranqueables, de zarigüeyas, colibríes, y jaguares con su lustrosa piel manchada a rombos; una tierra donde el oso de anteojos imita al panda gigante de la China mitológica; un pedacito de los andes equinocciales que la aurora y la noche prima acarician como si fuera la misma Babilonia, aquel paraíso donde Dios puso por primera vez al hombre.

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