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Cultura  |  18 enero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Recordando a Roberto Mancini

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Nota de la redacción: El cantante argentino Roberto Mancini, cuya voz ha estado presente en la memoria y la nostalgia de la Armenia tanguera, falleció el 20 de enero de 2018 en Buenos Aires. Por tal motivo, ante su aniversario, EL QUINDIANO reproduce en tres partes una crónica de largo aliento escrita por nuestro colaborador, el músico y cronista Libaniel Marulanda.

Primera parte

Roberto Mancini y nuestro desenrollar del carretel

Por Libaniel Marulanda

“Yo voy mirando aquí en la zurda

que el corazón me hace una burla…”

Enrique Cadícamo (El cantor de Buenos Aires)

Era imperativo pararse, sacudirse el polvo y seguir caminando.Esta acción, más que una frase de cuño setentero, ha sido la clave para hacer camino en la medida en que se asume la certeza de la crisis. Vengan de donde vinieren, los golpes no consiguen arrojarnos más allá del suelo, que equivale a cero. Y de cero tuvimos que partir los tres sobrevivientes de un grupo musical que pretendió hacer música tropical colombiana, al amparo de las ideas de izquierda que se agitaban a lo largo, lo ancho y lo profundo de América Latina. Por aquello de los obstáculos surgidos de la lucha intestina, desigual y caníbal del movimiento político que era nuestro norte, fuimos la muchacha fea del baile que golpeada en su amor propio decide volver a casa aunque se sabe objeto de la mirada de los asistentes.

Los cantantes, aquellos que alcanzaron la fama en una lucha denodada y disímil contra las veleidades del público, dada su edad y a pesar de las facilidades de comunicación que ofrece la red, suelen permanecer imperturbables, silentes y alejados del que fuera su público. Contrario a eso, Roberto Mancini es un artista que sigue vigente en el recuerdo y vive y comparte con otros tangueros y los seguidores de su estilo el día a día del tango en el mundo. El tango está lejos de ser un embeleco de viejitos nostálgicos; es una cultura que palpita al unísono con la cotidianidad de nuestros países. Tras regresar a Buenos Aires, en vez de declararse atropellado por la tecnología, de una se enfrentó al computador y ha conseguido conformar una red con centenares de personas desperdigada por las cuatro esquinas del mundo.

“… y si sale agrio, es nuestro vino”, sentenció José Martí. Como el vino cubano podría ser el tango en manos de cuatro colombianos, encima de eso sin experiencia específica; apenas el sello de la nostalgia quindiana, los ecos lejanos de la carrera 18 de Armenia, cuando esta ciudad era una inmensa cantina o, mejor aún, una ínsula cafetera, rodeada de tangos, bambucos, boleros y mujeres pulposas, sensuales y complacientes. Con ese software implantado desde una infancia tan pobre, como feliz e indocumentada, aceptamos el reto de comenzar a tratar de ser músicos; pero músicos de verdad, de esos que trasnochan, se rebuscan el morfi. “… Adiós camaradas, en esta estación nos bajamos; Daniel Díaz con su bajo y su viola, y yo con el fueye de teclado. Ustedes sigan con Mao que nosotros buscaremos nuestra resurrección en el gotán”.

Roberto Mario Brandy Mancini es el nombre ciudadano de nuestro personaje. A pesar de la puñalada que le asestó al buen gusto popular el abominable género narcocultural de la música del despecho, un significativo número de sus tangos son de obligada ejecución en la agenda cotidiana de incontables cafés y tabernas respetables del Quindío. Esplendoroso o precario, criollo o argentino, un espectáculo tanguero tiene que cerrar con tres temas de antología grabados a dúo con Juan Carlos Godoy, cuando militó en la orquesta de Alfredo De Ángelis: Ilusión azul, Adoración y Pastora. Si visita usted uno del centenar de bares de música vieja en Colombia, no se sorprenda si a medianoche un cantapistero rebuscador vocaliza Son cosas mías, un himno nostálgico de la noctámbula cuyabra en los años dorados de la carrera dieciocho. Las pistas piratas valen dos mil pesos.

Si usted es músico de oído, con pretensiones de tanguero aceptable, comience por roer la bibliografía sobre el compás del “pensamiento triste bailable”. Eso hicimos Daniel Díaz, Héctor Buitrago, Leonel Buitrago y yo; entonces, comenzamos por un texto con connotaciones de biblia: Tango, discusión y clave, escrito por Ernesto Sábato. Con nostalgia de espejo retrovisor pero puestos los oídos sobre el tapete de nuestra contemporaneidad, iniciamos el aprendizaje de la melodía, la armonía y las letras del cancionero mínimo del tango. Nuestra condición de rebeldes cobijados por la utopía y armados de capacidad crítica, por lo menos en materia de literatura, fueron vitales para entrar al universo del dos por cuatro. Consecuentes con la cronología del género, primero fue Viejo almacén, algo similar a la apertura de un proceso por gardelicidio que de tango en tango fue engordando su foliatura.

Con la puntualidad litúrgica de cura de pueblo, Roberto recibe y envía correos ele Club y éstos a su vez los reenvían. Mi email está tan sobrealimentado como su usuario. A diario se encuentran sorpresas discográficas, videos, anécdotas, historias y chistes. Mancini ha escrito justo en el momento de teclear esta crónica: “Queridísimo Libanito, llegué ayer de afuera de Baires y estoy con fiebre en cama... 38 grados. No sé cómo colaborarte, pero, con mucho gusto. Resumiendo, en la actualidad ya no canto, pues no puedo... Te comento que el entretenimiento de estos días es participar en el Tango Club, con esa muchachada querida que me contiene y me entretiene fabulosamente. Por eso es un placer cada vez que uno aparece ¡y me hace una caricia al alma! Dale, quedo a la espera, Li. Abrazos”.

Daniel Díaz, nuestro bajista, joven, peludo y de gafas, estudiaba Ingeniería Forestal en una rebelde universidad bogotana. Antes de que los tangos lo flecharan, la juventud de su guitarra casquivana se entregaba tanto al rock como a la salsa o al barroco. Héctor Buitrago, cinéfilo bien nutrido, empleado del sindicato de bancarios, aventajado a nosotros en años y repertorio de tangos y música vieja, tras luchar varios años con un grupo de teatro, había decidido solicitarnos asilo artístico como cantante. Leonel Buitrago era un ruborizable estudiante de la Universidad Nacional que al oír las introducciones de nuestros primeros tangos, les tributaba al fueye y al bajo sus lágrimas encurdeladas. Era un tanto loco: no en vano estudiaba sicología. Por mi parte, treintañero, traía todo el peso de un frustrado tránsito por la música revolucionaria de aquella década de infarto social.

El 15 de agosto de 2011, murió en Cali don Bernardo Tobón de la Roche, a los 92 años, quien fundara la cadena radial Todelar, nacida de La Voz de Pereira, en los años cuarenta. El padre de Mercedes Tobón Martínez, esposa y madre de los hijos del cantor, asociado con doña Isabel Martínez, madre de Mercedes, inauguró en 1953, en Cali, su histórico circuito radial. Durante su permanencia en Colombia, Roberto condujo allí dos programas radiales de tango y música argentina en general. En el 2004, estuvo de gira por Barcelona, Madrid, así como en Colombia, de donde partiera para Buenos Aires en los años ochenta. Emociona ver el video del reencuentro de Mancini con su gente durante una actuación donde entonó El cantor de Buenos Aires, tango que retrata como ninguno el oficio, lugares, amigos, nostalgias e historias.

Casi que por instinto los grupos musicales transitan idénticos caminos en sus inicios. Inevitable cantarles a la familia, los amigos y vecinos en cuanta reunión ocurra. Las metidas de pata comienzan a disminuir tras ese periplo inicial. Es el año de 1977 y nosotros ya tenemos un repertorio, el atavío negro para oficiar el gotán; Héctor y Leonel Buitrago logran cantar a dúo y sin muchos tropiezos el tango que certifica nuestra persistencia: “Viene serpenteando la quebrada, la pastora, la majada y su tarararará…”. Al parecer ya podemos confrontar el trabajo de meses en el primer bar o boliche bogotano que nos haga un guiño. Somos ahora el grupo Los del Tango. Es entonces cuando aparece en el horizonte Libardo Jaramillo, bailarín, dueño de un sitio de cuestionable nombre y envidiable discoteca: La Taberna Cream Show Pereira, en ciudad Kennedy.

A estas horas no sé si Volvió una noche es el último disco compacto de Roberto, porque a través del Tango Club sigo sorprendiéndome con grabaciones nuevas para mí, que me consideraba un entendido. Hace tres años, en un lugar pequeño, recóndito y amable del barrio Granada de Armenia, al pedirle música mancinesca a su dueño, puso en el tocadiscos una de las canciones más bailadas en Colombia, pero con ritmo de milonga: El preso, aquella salsa que hizo famoso a Fruko y sus Tesos. Hace poco le indagué a Roberto y me contó que fue grabada en Colombia, acompañada por Alberto Núñez, bandoneón, Silvio Ziliani, piano, y Mariano Loedel, contrabajo. Núñez y Ziliani murieron. Es innegable que Mancini ha cantado bien desde los 14 años pero los años reafirmaron su vocalización, expresión y gestualidad; basta con mirar sus videos.

Guardo tanta gratitud con el bar Pereira, de Libardo, que en dos noches y dos farras distintas le compuse, ahí sobre la mesa, sendas canciones que luego grabamos. Pero esa es otra historia y mejor volvamos a 1977, con Los del Tango, que ya se creían listos para mandar al carajo la timidez primípara y pedir laburo. Coincidió con nuestra euforia inaugural la puesta en marcha del más mentado boliche de Bogotá: La Esquina del Tango. Al indagar sobre las posibilidades de presentarnos… ¡mejor no contarlo aquí! Una cuña radial de Todelar nos alertó sobre la existencia de un restaurante en el tradicional barrio Teusaquillo. Su nombre era un arcano: “Morfi, chupi y algo más”. Lunfardario mediante, resolvimos el enigmático nombre pero… ¿cómo hablar con el dueño?, ¿quién era? Horas después ya lo sabíamos. Era necesario hablar con Roberto Mancini.

El dúo, como forma alternativa del tango y el vals argentino, creo que desde siempre ha reinado en sus amantes. Y aunque el criterio de que lo viejo, lo “original”, para la mayoría de coleccionistas resulta incuestionable, la época de oro de los duetos argentinos está centrada en el trabajo de Juan Carlos Godoy y Rob siempre abogaremos es por la supremacía de éstos, no solo cercanos a nosotros por cosas de la zurda sino por el aporte que le hicieron al cancionero de nuestras querencias. Óiganse tangos como Arrabal amargo, Pregonera, Pastora, o valses como Ilusión azul, nuestra Llamarada, de Jorge Villamil, e incluso aquel vals de pésima letra, Adoración, y que algunos duetos volvieron un ejercicio de calistenia verbal.

Limitados de recursos, como todos los músicos que sueñan con surgir, habíamos reciclado un cajón al que le insertamos un parlante extraído a una rocola. Forrado en cordobán negro, tal escaparate presumía de equipo para bajo. De precariedad tercermundista en sonido, era tan voluminoso como feo y pesado. Como el vino cubano, digamos. En cuanto a mi aporte como acordeonista, el óptimo estado del instrumento era la causa de que se hablara en términos elogiosos… del acordeón. Hoy, treinta y cinco años después, la gente me pregunta: ¿Por qué no toca bandoneón? Si usted fuera un colombiano, sordo y con 65 años, ¿qué diría? Volvamos a nuestros cantores: Héctor y Leonel. Algo es claro: a falta de calidad, sapiencia vocal y lo demás, que en Colombia los músicos llamamos el aguaje, los nuestros le aportaban al tango toneladas de corazón.

Roberto llegó en 1964 a Colombia en una gira, como cantante de la orquesta de Alfredo De Ángelis. Cuando se llevan décadas de mirar al tango como cultura, se concluye que esa agrupación argentina no es la mayor aportante al tango y su evolución, aunque sí es una de las que mayor huella dejaron en la formación de la buena cultura popular de este país, en especial del occidente: Antioquia, Eje Cafetero y el Valle. Su fama como cantor de De Ángelis, estuvo precedida por unos cuantos éxitos, grabados con Miguel Caló. Ante el público de Cali conquistó fervores, aplausos, corazones, pero entre todo el acervo frenético de tangófilos tan solo una persona le movió el piso a Mancini: Mercedes Tobón Martínez, nada menos que la hija del magnate de la radio colombiana, Todelar, el circuito nacional con más emisoras.

Proveníamos de la izquierda colombiana y como trabajadores del arte, éramos abstemios en la tarima. Así que ante la inminencia de la audición para Roberto Mancini nuestro ajetreo previo sucedió a palo seco. Por fortuna aquella noche solo estaban Roberto, Mercedes y un cantante argentino, Luis Rivera.

En este momento, tras treinta y cinco años y miles de recuerdos, sobreviene el interrogante: ¿cómo fue posible que cuatro presuntos artistas, timoratos, primíparos, gallegos e ignorantes actuáramos para uno de los mejores cantantes de tango del mundo? Dicen que en la agonía pasa ante el moribundo la vertiginosa película de su vida. Pues bien, igual pasaron los temas por el escenario de “Morfi, chupi y algo más”. De idéntica forma como la eyaculación precoz es consustancial al inexperto furor juvenil, la velocidad incontrolable se vuelca en la ejecución de los músicos novatos.

Continuará

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