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Cultura  |  20 enero de 2021  |  12:49 AM |  Escrito por: Edición web

14 Diario de un subwaynauta

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Pensamos que porque las cosas han sido fáciles para la humanidad en general por una generación más o menos, nos dirigimos hacia la comodidad y seguridad perfectas en el futuro. Pensamos que siempre iremos a trabajar a las diez y saldremos a las cuatro, y comeremos a las siete por toda la eternidad.

H. G. Wells

Por Gloria Chávez Vásquez

Creerán que es mentira. Los de afuera. Los que no tienen necesidad de salir a la superficie. O aquellos que se han adaptado tanto a la oscuridad, que nunca han sentido la necesidad de terminar de una vez por todas con la dependencia del transporte masivo: que los pasajeros del tren subterráneo hemos sido condenados a pesadillas forzadas a cambio de la movilización.

****

Esta mañana desperté temprano. Como siempre. Con la esperanza de coger un tren menos congestionado, aun cuando no hubiese ni un asiento disponible. Por lo menos podría asirme a mi propio gancho o a mi propio poste metálico. Hasta eso se ha convertido en lujo.

5:45 a.m.

Me di cuenta cuando me bañaba, de que el día giraba en torno a esa mole mugrosa y acerada. Que un día de trabajo normal se componía de ese paréntesis denso y agitado que constituían los viajes ida y vuelta en tren ¡Cuánto hubiera dado por un trabajo cerca a casa! o por lo menos uno al que pudiera transportarme por otros medios que no fueran los obligados.

—Es más fácil conseguirle visa a un ‘mojado’ que conseguir trabajo en el vecindario —me dijo el sabihondo de Miguel un día— ‘Utópico’ era solo la última adición al gentrificado lenguaje yuppie.

6:00 a.m.

Quince años montando en el armatoste. Viéndolo descascararse gradualmente como leño viejo que se pudre, recordando lo excitante del comienzo. El tren marchaba como un bólido infalible, puntual, seguro. Había gente, entonces, pero no las montoneras. El gentío era ordenado. Las personas conocían la paciencia y sabían para dónde iban.

Más cuando las garantías comenzaron a disminuir, los ansiosos pasajeros vendieron su alma al diablo por un espacio suficiente en el cual introducir su anatomía. Aun cuando ese espacio no existiera más y ellos tuvieran que arrebatárselo a alguien. El montón de gente invadió, entonces, la estación, como lava siniestra que serpentea en dirección contraria a nuestro destino. La masa cobró movimiento desesperado en horas de entrada o de salida del trabajo. En tiempo de luna, esa masa se transforma en millones de partículas humanas que se esparcen exaltadas hacia su propio mundo.

6:30 a.m.

Los pasajeros esperan el tren con una ansiedad que les castiga el rostro, llenándolo de arrugas prematuras. Apilonada ahí, sobre la franja previsora de peligro, la gente ignora la prioridad de asegurar sus vidas por un cupo en el vagón de un tren. Se oye un rugido. Las luces paralelas se reflejan en las pupilas dilatadas, miles de ojos que se clavan en los ennegrecidos faroles. Dos círculos luminosos que se acercan precursores del gusano metálico. Los subwaynautas se amontonan atraídos por un magnetismo masoquista. Cada quien busca desesperadamente en su total inercia entre codos y manos extrañas, un poco de aire para mantenerse vivo.

Contraerse. Luchar por no dejarse dominar por la claustrofobia. Concentrarse en los sueños, en los pensamientos, en los recuerdos o en las esperanzas. Cerrar los ojos con cuidado para no dar ideas a los ladrones de carteras, que últimamente roban por telekinesis. Cualquier movimiento es definido como sospechoso. La única señal de vida permitida es la respiración dificultosa. Alguien respira un aire caliente y húmedo sobre mi mano. Siento, además, partes de un cuerpo que vibra sobre el mío. Me mantengo alerta para no ir a despertar una libido.

6:40 a.m.

Baja un pasajero. Entran seis. Las matemáticas dejan de ser exactas. Afuera, la gente ha dejado de creer en ellas: ¡seis en uno sí caben! o por lo menos tratan de caber. El último, el residuo, pudo haber sido expulsado de no haberse cerrado las puertas automáticas pellizcándole el trasero. El residuo, un americano con cara de turista, entra leyendo el New York Times desplegado a toda vela. Las miradas convergen en el lector y su periódico para sugerirle que claudique al derecho que no le pertenece.

Por un rato, sin embargo, el lector pretende imponer su voluntad sobre los cuerpos vivientes cuyas pupilas incandescentes luchan con la somnolencia. Algunos indiferentes se atreven a leer los titulares. Otros, impacientes, acusan con la mirada a los lectores parásitos como si se tratara de cómplices o traidores. Los ojos de los importunados pasajeros continúan paseándose furiosamente sobre el invasor de espacios territoriales. La presión visual es más poderosa que el odioso egoísmo y el hombre capitula. Su problema ahora es plegar la vela de papel, lo cual logra por etapas.

6:49 a.m.

Un racimo de pasajeros penetra en los cuerpos que ya habitan los planos materiales de esa sección del tren. No hay intercambios. Nadie se baja, todos se suben. ¿Hasta cuándo podrán esos cuerpos comprimirse, adherirse sin asfixiarse? El conductor pretende informar a la masa pública a través de una bocina gangosa, defectuosa, que transmite su acentuada voz de Harlem mezclada con la estática y los cortocircuitos de un sistema de comunicación carcomido por el moho.

6:55 a.m.

Gran parte de la masa deserta el vagón. Por primera vez hay espacio. Unos pocos pasajeros ingresan a la sociedad temporal que viaja a sus trabajos. Al nuevo grupo se ha incorporado un juglar del tiempo, hippie–guitarrista–mendigo trasnochado tanto en época como en hora.

¡Hey, músico! Es la hora de los punks, en el que en lugar de cantar nos torturamos con anuncios de catástrofes. En lugar de protestar dejando de asearnos y llevar la barba y el pelo desgreñado, rendimos culto al narcisismo, unos vistiendo de las vitrinas de Bloomingdale’s y otros rapando partes inusitadas del cuero cabelludo, dejando solo pelo suficiente para pintar con lacas de colores chillones. La piel reemplaza al blue jean y las hebillas de metal puntiagudo aprisionan muñecas y tobillos pronunciando la inseguridad que nos acompaña hacia el fin del siglo. Pidiendo a grito mudo disciplina, autoridad. ¡Retando en silencio colorido al dolor y al tiempo!

El hippie guitarrista no se da por aludido a las miradas críticas y comienza a cantar en un destemplado instrumento su versión de This Land is Our Land (Esta tierra es nuestra). Valga el cielo, hippie. ¿Es esta la tierra que heredamos? No sé qué es más imprudente, si tu voz o tu destemplada afirmación. ¿Quién dirá la verdad de tu canto trasnochado? ¿Tu violación al derecho humano de comenzar una mañana en silencio?

7:00 a.m.

El tren continúa su marcha a veces lenta, a veces acelerada. De igual forma se alternan las torturas auditivas: unas veces el conductor, otras el guitarrista, muchas veces los dos formando un dúo cacofónico. “¡Shut up!” gritan los sentidos.

7:15 a.m.

Hace frio. Trato de acomodarme en el pequeño asiento al extremo del vagón. Agradezco al Creador —y en general a todos los creadores—, por tener calefacción parcial bajo el asiento. Mi acompañante es ahora un hombre alto, moro, impresionante, que viste sobretodo negro como el resto de su atuendo. Adornando barba y pelo de Judas Iscariote, un arete dorado en la oreja izquierda, pulsos metálicos, anillos de todos los tamaños y diseños, medallón sujeto con cadenas. Pudiera representar en estos momentos a un Otelo que acaba de matar a su Desdémona y ha tomado un descanso en esta escena para viajar en tren y recordarse a sí mismo. Su mirada va perdida, inexistente. De súbito parece cobrar intensidad un pensamiento suyo y una desazón se posesiona de sus manos. En pocos minutos, el moro shakespereano picotea sus uñas nervioso, transformando mi admiración en cautela.

7:21 a.m.

Trato de concentrarme en mi Truman Capote de bolsillo. Pero el vaivén de la máquina borrona las letras produciendo un sueño irresistible. Los vapores de aceite quemado adormecen los sentidos. Se escucha el tintineo desde el vaso de cartón de un mendigo que proviene de otro vagón. El guitarrista se hace a un lado mientras continúa su sonata obviamente improvisada. El nuevo espectáculo cobra dimensiones de circo ambulante.

— ¡Señoras y señores, lectores y durmientes, subwaynautas de temprana nave: la compañía de juglares en desgracia se permite atormentar a ustedes en este viaje por la infame suma de un token, con el que pueden comprar visiones inesperadas compactas en un solo tren, un solo viaje, una sola hora! ¡En este caso se trata, señoras y señores, de un muy popular espectáculo de trenes, la hora de los mendigos, en la que los muy importantes pasajeros son testigos de la más increíble variedad de miseria humana! ¡Sí, subwaynautas del futuro!

Vean desfilar ante sus ojos, la amplia variedad de los despojos humanos, desamparados, bag–ladies, mutilados, artistas fracasados, desempleados, borrachos, dementes, todo por la irrisoria suma de un token, damas y caballeros que marchan a sus trabajos para huir de la pobreza que alcanzó a nuestras figuras de hoy! ¡Vean cómo esta mujercita de color oscuro habita medio cuerpo, fenómeno inexplicable aun en la metrópolis más civilizada de esta tierra!

¡Observen, inmigrantes del presente, al mendigo loco cuya sola presencia está precedida de olores nauseabundos imposibles de reproducir en un cuerpo humano! ¡Participen de la increíble historia del mendigo saxofonista portador de antenas y lentes sicodélicos en su inútil cabeza haciendo juego con su atuendo estrafalario, cuya música terrestre anuncia que el músico proviene de lejana galaxia y que su nave ha sufrido dificultades técnicas! Por eso, amables terrícolas, me veo obligado a pedir dinero en este mundo, para reparar mi nave y partir de nuevo.

¡Sí, señoras y señores, turistas de todos los países del planeta tierra! Debemos ayudar a este alienado para que lleve un mensaje de paz a los futuros visitantes...

El guitarrista continúa proveyendo su horrible música de fondo.

7:29 a.m.

El tren se ha detenido. El juglar pretende interpretar una tonada beatleriana: un crimen más contra el arte. Espectáculo patético. Oda a este tren moribundo. El altavoz hiere los sentidos con un chirrido agudo que anuncia a la razón el motivo por el cual se ha detenido el tren. Tal vez, un suicidio o un homicidio en la estación siguiente, nos explica el sentimiento. De cualquier forma una tragedia, porque los pasajeros llegarán tarde a los trabajos y los jefes no aceptarán la excusa compartida por miles de personas.

El Otelo–Judas no se inmuta. El guitarrista insiste y por primera vez la lírica tiene sentido en la tonada de Simón y Garfunkel: The Sounds of Silence (Las voces del silencio). El tren continúa su marcha forzada como si hubiera sobrevivido a un ataque en su corazón de acero. Detallo los rayones, las firmas, los seudónimos pintados a chorros por la manía. Busco mensajes de esperanza, mas desisto. Aún no ha llegado el Mesías del graffiti a anunciar el fin de la pesadilla juvenil. Hay caos de colores rabiosos en los trazos. Más bien, como dice el juglar en la canción... “la voz del profeta está escrita en una pared del subway...”

7:38 a.m.

En la nueva estación, una manada de estudiantes se abalanza dentro del tren. La algarabía recordaría un ataque indio de no ser porque los gritos son asonantes. Unos aúllan, otros ríen. Todos gritan por su lado. Las muchachas hispanas y morenas hablan a todo pecho. Caminan errantes por los vagones en busca de otros estudiantes.

7:40 a.m.

Nuevo anuncio de altavoces.

— ¡Este tren se declara fuera de servicio! —Y a duras penas ha llegado a la parada. No se dan explicaciones.

¡Al diablo con las explicaciones! ¿Quién se cree que es usted, infeliz y atorrante pasajero que viaja en las entrañas de un monstruo enfermo y aburrido? ¿A qué preguntar el motivo de que el monstruo haya expulsado, defecado esa masa humana?

Los pasajeros desorientados, desconcertados, cansados, furiosos, indignados, hartos, no tienen más remedio que apearse y comerse su ira o emprenderla con otras víctimas.

— ¿Qué mira usted? —Se trata de una mirada extraviada.

— ¡No empuje, zoquete! —y él también empuja.

Miran a todos lados buscando responsables. Un cuerpo para esa voz, esa odiosa voz afónica que inunda la estación. Desafortunadamente no hay sino víctimas a la vista. Los subwaynautas miran confundidos e impacientes sus relojes. Con gusto cambiarían su alma por un parón o estirón del tiempo. No se dan cuenta de la futilidad de una vida dentro de un sistema cavernoso creado para el progreso. Ni de que hay otras alternativas. Hay salidas. El solo pensamiento se traduce en libertad. Salir de la estación. Respirar el aire, aire fresco, cualquier clase de aire, otro tipo de atmósfera que no sea el aliento asfixiante del dragón metálico. Mirar el cielo azul, algo que garantice que aún hay vida después del subway. Otra visión diferente de las sucias plataformas, a los transeúntes infelices del subterráneo.

No ser ya parte de la masa. Caminar sin ser empujada. Escapar al invasor cansancio. Necesidad de ver caminos y salidas. Coger un día libre, porque agobia los sentidos la oscuridad “iluminada” por las luces sucias, mortecinas. Tomar las riendas de mi destino. Esta se ha convertido en mi prioridad a las 7:49 de la mañana.

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