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Cultura  |  24 enero de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Dos para bailar tango

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Por Auria Plaza

Isabel primero fue a un costurero y no logró dar puntada; luego a un taller literario y se dio cuenta de que no era su mundo. Tenía que inventar algo fuera de casa que la vinculara con personas diferentes. La monotonía del hogar la estaba enfermando de tedio. Después de mucho pensarlo se decidió por las clases de tango.

El salón de las clases era amplio, bien iluminado y con una pared de espejos. Algunas parejas danzaban bajo la mirada del profesor. En el fondo, al lado del equipo de sonido, un hombre joven observaba con atención los movimientos de los bailarines. Tenía ese aire de quien se pregunta ¿Qué estoy haciendo aquí? Todo quedó en suspenso cuando notaron la presencia de Isabel; ella sintió que el calor le subía por el tallo de su garganta, el rostro era fuego al ser el blanco de las miradas.

–Buenas tardes –habló con voz inaudible y temblorosa.

–Qué bueno que vino, justo necesitamos una mujer –dijo el instructor– y mirando al joven:

Horacio: venga…venga, ya tiene con quien bailar –Le hizo señas de que se acercara– y dirigiéndose a los dos:

–Lo primero es aprender a caminar. Tómela en los brazos sin miedo y usted, querida, déjese llevar.

Sus esfuerzos por los primeros pasos son infantiles, pero poco a poco se abandona a la cadencia del tango que penetra en cada poro de su piel, la mano de ese hombre en su espalda como un poema oscuro, secreto, sensual. Dieron muchas vueltas al salón al compás de la orquesta de Francisco Canaro. El silencio entre ellos era perfecto. Lo rompe el cantor: “La noche es azul convida a soñar, ya el cielo ha encendido su faro mejor”. No sabe qué hacer con la tristeza que la invade, se entrega a la música. “Soy una estrella en el mar que hoy detiene su andar”.

Cuando Isabel conoció a Horacio no se imaginó que su vida, en la que todas las piezas de taracea encajaban simétricamente, se convertiría en un caleidoscopio. Ya había vencido la timidez y la torpeza del principio, gracias a ese joven que la llevaba con una facilidad como si ella hubiera estado en sus brazos desde siempre.

Hoy el instructor les dijo: “El tango propicia sensibilidad y entrega con el otro” y les ha enseñado unos pasos. Los están practicando. La lleva con delicadeza, su mano la detiene para que haga los ochos, no se quiere separar de su cuerpo, pero ejecuta lo marcado con gracia. La atrae hacia sí, pasean un poco y hacen el vaivén para luego volver a caminar; forman la baldosa, siguen en un abrazo estrecho, hay tanta armonía en cada movimiento y la voz del polaco Goyeneche: “cada vez que me recuerdes la noche amiga me lo dirá” acompaña ese lenguaje corporal de cuerpos que se escuchan, sigue el cantante “y donde el cielo y el mar se pierden cuántas estrellas me alumbrarán”. Ella siente la música, presta atención a la letra y se deja envolver por la magia.

Han pasado tres meses. De esa ama de casa anodina no quedan vestigios. No solo se nota en su postura erguida y su rostro cuidadosamente maquillado, sino también en sus ojos, que resaltan en el rostro como dos esmeraldas refulgentes con un resplandor de tormenta en el fondo.

«Prisionera de mis prejuicios, no me atrevía a soñar con nuevos paisajes, ni siquiera entiendo lo que me está pasando. Soy otra. Sucedió desde el principio. Cuando me ciñó con su brazo fuerte y tomó mi mano con la suya, una corriente eléctrica me recorrió el cuerpo; no sé cómo pude seguir las instrucciones del profesor, siempre es igual: mi piel responde a su tacto como si hubiera un código secreto entre nosotros, y no hablo de los que usan los bailarines de tango para entenderse con su pareja. El simple roce de sus yemas en mi espalda me llega hasta ese lugar que creía estaba muerto, en una tibieza tan deliciosa, siento esa voluptuosidad que, de

solo pensarlo, me ruboriza».

Se ve encendida en el espejo del salón. Observa a las demás parejas, por si ellos notan lo que le está pasando, pero no, es tan íntimo y sutil que nadie lo percibe. Al mismo Horacio le tomó un mes. Esa tarde fue diferente, porque el profesor quiso cambiarlos de pareja; con otros se veían torpes, perdidos. Al finalizar la clase el muchacho la invitó a tomar un café. El primero de muchos, se volvió costumbre.

La semana siguiente, tan pronto llegaron a la academia, Horacio le dijo al instructor:

–Hemos hablado –su voz era educada, pero firme– y definitivamente no queremos bailar con nadie más.

–Se dan cuenta de que es importante que intercambien parejas, para poder estar cómodos cuando vayan a otros lugares y puedan bailar con distintas personas, no todos…

–…Eso no va a pasar –le interrumpe Isabel– no tenemos planes de ir a milonguear a ningún lado. Si a usted no le importa, seguiremos como hasta ahora.

Desde entonces viven para este encuentro. No necesitan clases. Llegaron a un acuerdo con el profesor para que los dejara practicar una vez por semana. A veces hay otras parejas, hoy están solos. El instructor tuvo que salir y les dejó la música puesta. Están frente a frente, el brazo de Horacio alrededor de la cintura de Isabel, le toma suavemente la mano, la izquierda de ella reposa en su hombro. Los compases de El Choclo los reclaman.

«Empezamos con los movimientos que nos sabemos de memoria, él juega con mi cuerpo, me ordena con un aleteo de su mano en mi espalda que me detenga, luego me gira, su pierna entre mis piernas, me quedo sin aliento, no quisiera retirarme; la exigencia del quiebre me obliga, mis caderas lo rozan cuando cambio de posición. Me entrego a la música y al placer de estar íntimamente acoplada a su cuerpo de una manera acogedora. Con otra orden de su mano me pide que me aleje, que haga la rotonda, para luego traerme a un abrazo que no finaliza, porque los últimos acordes así lo requieren»

Horacio, a pesar de su apariencia común, si se le detalla, podría tener éxito entre las mujeres, sobre todo cuando baila: es alto, ancho de espalda, flaco sin ser desgarbado, de boca sensual y ojos de expresión franca; solo su inhibición lo mantiene alejado del mundo femenino. El psicólogo le recomendó que tomara clases de baile para que desarrollara habilidades sociales. A él le pareció que el tango podría estar más acorde a su personalidad; además fue la música preferida de sus padres, así que estaba acostumbrado al dos por cuatro; no se imaginaba

bailando salsa, merengue y mucho menos reguetón. Así fue como llegó esa tarde a la academia.

Claro que ahora el psicólogo no está muy seguro de si fue buena la idea. Horacio se está involucrando sentimentalmente con una mujer mucho mayor que él. Ella parecería que se contentara con la ilusión que vive una vez por semana y en cambio él la empieza a presionar para que se vean más seguido y en lugar de un café, poder ir a cenar, al cine, a su apartamento; en fin, lo que hacen todos los enamorados.

«Estoy con el corazón henchido de felicidad y la mente ahogada por el razonamiento, ambas partes actuando por su cuenta como si no pertenecieran a la misma persona. Por un lado, soy una mujer responsable, esposa y madre ejemplar de dos adolescentes. Por el otro una mujer enamorada, con los sentidos a flor de piel. ¿Acaso somos todos esos personajes diversos y debemos liberarnos de uno para poder acceder al otro? ¿Por qué no puedo gozar de mi familia, como hasta ahora, y mis clases de baile? Horacio me ha dado un ultimátum, mañana le tengo que responder, llevo toda esta semana sin dormir, sin comer, no consigo concentrarme en nada. En mi casa creen que estoy enferma y sí, pero no les puedo decir que es de amor»

No ha logrado tomar ninguna decisión. Hubiera querido que se encontraran solos, pero cuando llegó había tres parejas en la pista. Horacio se le acercó. Ya en el beso de saludo Isabel se dio cuenta de que la necesitaba tanto como ella a él.

–Vamos…vamos… a lo que vinieron –les dijo el instructor.

La toma entre sus brazos, toda la tormenta y sus luchas desaparecen, una gran paz la invade. Se deja oír la voz de Oscar Larroca: “Yo sé que es imposible seguirte y adorarte” «eso lo tengo claro» sus pies siguen el compás “Que es un pecado amarte y darte el corazón”. Es un tango que no conocía, se sumerge en la cadencia de la voz “Soñemos que los dos estamos libres. Soñemos en la gloria de este amor”. Se siente tan frágil… y él lo sabe.

¿Estará también prestando atención a la letra? Parece hecha para ellos.

Por la suavidad de los movimientos es como si flotara, cada rutina parece nueva o que la están inventando en ese instante “Soñemos, que me quieres y te quiero, no importa mañana al despertar”, dice el cantor y ella, como si acabase de llegar a la tierra, se pregunta cómo se puede experimentar tanta felicidad con el roce de su barbilla en su sien. No hablaron ¿Qué palabras podrían expresar el sentimiento que los embarga? El tango lo dice por ellos, la voz se aleja y los dos últimos acordes indican que terminó.

Dejan de bailar, se separan, la mano de Horacio sigue en su cintura y no la suelta. Suavemente le canta la estrofa que en esta versión falta o que tal vez él está inventando: “Acaso en otra vida muy juntos nos hallemos y nunca más lloremos la pena de este amor”.

Todo carece de importancia, mientras él la sostiene en sus brazos a la espera de que la música vuelva a empezar.

El Caimo, enero 2021

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