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Región  |  20 diciembre de 2017  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Jairo Olaya, el periodista que dejaba sus cuartillas periodísticas para sumarse a la alegría de su ‘cuartillo’ de aguardiente. Paz en su tumba.

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Por Miguel Ángel Rojas Arias.

El último día que lo vimos escribiendo en el computador de EL QUINDIANO fue el miércoles 6 de diciembre de 2017. El sol le pegaba fuerte en la testa desnuda y le sugerimos pasarse para otro equipo. “No se preocupen, aquí estoy bien, ya casi concluyo”, me dijo con la tranquilidad que lo caracterizaba. Y, efectivamente, en menos de media hora entregó sus notas. La última noticia que escribió la tituló: “Proyecto para dignificar trabajo de los campesinos pasará a plenaria en la Cámara de Representantes”. Nos vemos, queridos, mañana me hacen en Cali varios exámenes y regreso por la tarde, al alumbrado, lástima que no puede tomarme el ‘cuartillo’ por prescripción médica”, dijo con alegría, y se despidió, caminando a tranco largo, como siempre lo hacía. Y no volvió jamás.

Cuando regresó de Cali, ese jueves 7 de diciembre, fue atacado por fuertes cólicos y en la madrugada del viernes fue llevado a urgencias del hospital San Juan de Dios, y de allí lo pasaron al cuarto 423 de pensionados a la espera del cambio de un estent quirúrgico en el páncreas. Once días de espera y no fue posible que firmaran la orden. No lo atendieron a tiempo en la EPS S.O.S, esa es la verdad de su muerte repentina. Y, eso, nos enerva, porque nos quitaron la posibilidad de disfrutar muchos años más de su vida y de su recta amistad.

El día de la celebración navideña en EL QUINDIANO, desde su lecho de enfermo vio las fotos de la fiesta y dijo en el grupo de WhatsApp: ‘Cómo me hubiera gustado acompañarlos, pero ya saben…”. Y harta falta que nos hizo. Recordamos esa tarde de viernes navideño, sus peleas con la tecnología, los textos que se le borraron del computador, los audios que no le grabaron, y todos los excelentes vídeos-entrevistas que hizo con su teléfono celular, en eso se había vuelto un experto.

Jairito había venido al Quindío al final de la década del sesenta, vestido de camuflado, a terminar de pagar su servicio militar obligatorio. Había sido reclutado en su natal Útica, una pequeña aldea cundinamarquesa, donde se quedaron sus hermanos y sus padres. Cuando terminó de pagar el servicio, dejó que su pelo le llegara hasta los hombros, le creció enmarañado como un hippie de la época. Cargaba una guitarra y ‘zurrungueaba’ canciones al lado de su entrañable amigo Alfonso Osorio Carvajal, quien lo introdujo en el mundo del periodismo.

Laboró en casi todas las estaciones de radio de Armenia: Radio Reloj, la Voz de Armenia, Caracol, RCN, Radio Ciudad Milagro y en diferentes medios escritos, como El Correo de Occidente, al lado de César Hincapié Silva, en La Patria del Quindío, y en La Crónica del Quindío. Fue corresponsal de noticieros de televisión, hasta que creó su propio medio de comunicación, El Trébol Rojo.

Solo en la mente innovadora y juguetona de Jairo Olaya Rodríguez cabía un nombre como este, El Trébol Rojo, para un periódico. Estamos seguros, sus amigos, que ese nombre tenía dos connotaciones. Primera, la búsqueda del trébol de cuatro hojas, el de la suerte, para jamás perder la esperanza, la fe y el amor. Porque, de Olaya se podía decir cualquier cosa, pero nunca que perdió la alegría de vivir, de gozar la vida al máximo, la fe en todo lo que hacía y, por supuesto, el amor, esa maravillosa connotación que siempre expresó en su amada Ruby, en su hija Luz Ángela y en sus dos nietos.

Y la segunda connotación, rojo, venía de su inquebrantable pasión por el partido Liberal. Allí estuvo siempre y peleó con casi todos sus dirigentes, que lo vieron como un crítico tenaz, como siempre fue en el periodismo. El Trébol Rojo puede estar despidiéndose esta semana, con Jairo Olaya, pero ni él ni si publicación se irán tan fácil de nuestras mentes, porque su cariño, su amistad sincera y su alegría, se han quedado como un tatuaje entre quienes lo conocimos.

Era un periodista rebelde, que conocía como nadie los intríngulis de la política regional, y sabía de las tramas que se tejen a manteles entre los poderosos del Quindío. Por eso, para no perder amigos, un día decidió escribir sobre esos espinosos temas con el maravilloso seudónimo de Catón de Útica. Catón por el famoso romano Marco Porcio Catón, el Viejo, reconocido como censor y defensor de las tradiciones romanas. De Útica porque Jairo era de Útica Cundinamarca, pero además, porque quedaba como anillo al dedo aquella antigua composición teatral latina que tenía ese mismo nombre: Catón de Útica.

Tomadorcito de aguardiente como ninguno. Él mismo bautizó su dosis personal como ‘el cuartillo’, que nunca le faltó, jamás lo abandonó. En las tardes de trabajo, dejaba las cuartillas periodísticas para sumarse a la alegría de su ‘cuartillo’ de aguardiente. Y buscaba a sus amigos para compartirlo. Lo acompañamos en algunas jornadas de ‘cuartillo’, para disfrutar de su discurso sincero, directo y con un gran contenido crítico y humorístico. Su esposa Ruby no quiso pelear más con ese aparente enemigo, ‘el cuartillo’ e hizo como los grandes estadistas, se unió al él y acompañó a Jairito en sus jornadas de parranda y jolgorio, como debe ser, juntos, en la prosperidad y en lo adversidad, en la riqueza y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, hasta la muerte, la única que ahora pudo separarlos.

No es fácil escribir sobre un amigo y colega que se va para siempre, seguramente a disfrutar de los ‘cuartillos’ de la eternidad. A uno lo embarga la alegría de saberlo alegre, en las tardes de parranda, en las notas que escribía, en los fríjoles que le preparaba su mujer, pero también lo atenaza la tristeza de no tenerlo y poderlo saludar. Esa tristeza que me nublo el pensamiento y me conmovió con la derrota que me causó oír su voz melancólica el domingo en la tarde cuando lo visité y me despedí de él, sin saber que era el último adiós.

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