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Cultura  |  01 marzo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Cuento: Un adiós fallido

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Este texto es inédito y se publica con autorización de la familia del escritor y poeta Gustavo Rubio, fallecido en el año 2020.

“Me voy”, pienso. Doy una vuelta al barrio. Después me despido de cada rincón. Recuerdo que cuando sal de casa rumbo a no sé dónde, mis padres se miraron sin asombro y hasta aplaudieron el valor con que aseguraba la partida; desde hacía un tiempo venía amenazando a todo el mundo con la frase de combate.  Los amigos eran los más desconfiados. No creían que pudiera irme a los quince años, solo por el mundo, sin una valija donde cargar los harapos y otros cachivaches. “Me voy”, les dije en la mañana, “me voy esta noche”. 

Sin pensarlo dos veces me di la vuelta, atravesé árboles de centenario, dibujé con mis pasos huellas en las calles. Luego me interné por Santander y la vi parada frente al parque. Mi padre quería indicarme, riendo siempre, los modos de sobrevivir en el desierto y mi madre se enojaba por ese modo tan suyo de nombrar a la ciudad.  Ya eran las nueve de la mañana y ella continuaba absorta.

Pasé por su lado como para despertarla, entonces me miró. Echó a caminar tan sola y despistada que ganas tuve de no seguirla, de abandonarla. Mis amigos me tomaban del pelo cuando anunciaba mi pronto viaje al extranjero. “¿A dónde irás loco?”, culiaban como perros en la esquina. Me les iba encima y golpeaba con todas las fuerzas a quien encontraba al paso. Mi madre alistó una olla para la cabeza  y compró un pedazo de bambú para la espada misionera.  

Todo se hallaba a punto y ella se acercó un poco. A esa edad ya sabía hacer cositas. Las primas hablan pasado, una a una, sin falta, por la curiosidad que les molestaba.

Unas compañeritas del colegio y otras del colegio quedaron tumbadas, con sus calzoncitos en la rodilla, ante mi voraz sexo sin rumbo. Y esta era la última. Se llamaba Rosa y era estudiante del último grado. Tenía un año más que yo. La había cuenteado el mes pasado para que nos largarámos. Ella estaba aburrida en la casa y poco le gustaba la ciudad. Tampoco los estudios. Pero no estaba seguro de irme hasta que la vi en frente del parque. “¿Nos vamos?”, dijo. Asentí. Y continuamos hablando de todo lo bello que podíamos encontrar fuera de la ciudad e incluso del país.  

Entonces mi padre me regaló diez pesos para el cine y mi madre anunció que tenía un sancocho escogido. Ya no podía ver a los amigos porque escuchaba el grito materno a mis espaldas, de “ahí va el loco Barreto” o “el que se va a largar y no puede”. Caminamos hasta los límites del norte, pero Rosa dijo “qué cuánto tenía para irnos”. Busqué en los bolsillos. Un puñado de monedas y un billete, arrugado, de diez pesos. Se fue volviendo, no quería seguirme. Si no, otra cosa sería el cuento. Volvimos a la ciudad. No volví a ver a Rosa, la engañera.  

En casa me esperaban para darme una pela. “¿Dónde has pasado la noche?” preguntaba mi madre. Mi padre, sin embargo, sonreía como nunca. “Ves que podes irte sólo cuando puedas”. “De todos modos me iré más temprano que tarde”, pienso ante la risa de papá y las lágrimas de la cucha.  

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