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Cultura  |  28 febrero de 2021  |  12:01 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: El espejo me devolvió su imagen

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Auria Plaza

La conoció en un concierto, el primero al que iba Julián; la entrada al Coliseo se la ganó en un concurso de radio. A su lado un grupo de chicos y chicas se divertían de lo lindo y ella lo invitó a un trago. Se sintió el hombre más afortunado del mundo ¡Cómo era posible que esa hermosura lo eligiera a él!

El ron, la música, ella bailando para él, o al menos eso creía. Irene, Irene, coreaban sus amigos; parecía ser muy popular y Julián, como embrujado, sólo tenía ojos para ese cuerpo moviéndose con una sensualidad vista por él solo en la tele.

Parecía haber perdido la voluntad; se fue con ellos después del concierto, es decir, detrás de Irene como un perrito faldero. No supo ni cómo llegó a un chalet en las afueras de Armenia donde continúo la fiesta.

Los rayos del sol entrando a raudales por la ventana lo despertaron. Atontado no reconocía nada a su alrededor. Estaba solo y de pronto recordó: Irene en sus brazos, besándolo, acariciándolo, burlándose de él.

—Es la primera vez, se te nota. No importa, me gusta enseñar.

—Pero…

— ¡Calla! No digas nada; a lo que vinimos.

Se desnudaron rápidamente, sus manos recorrieron su cuerpo con torpeza, tocándola como si fuera el tallo de una copa de cristal. Cuando la penetró quiso hacerlo con suavidad, pero ella arqueó su cuerpo y no pudo contenerse; un frenesí de movimientos lo llevó a un mundo desconocido de sensaciones. Pensó que eso era todo. Irene empezó a acariciarle y la erección fue inmediata.

—No, espera, ahora lo vamos a hacer despacio –dijo ella– y le brindó su boca para que la besara.

De pronto ella arriba, como si Julián fuera un potro, que cabalgaba Lady Godiva en un galope donde él casi pierde el sentido. No supo cuántas veces lo hicieron o si fue su imaginación, por su cuerpo extenuado, cree fueron muchas. Se sintió morir y renacer cada vez que ella se lo pedía.

Lo sobresaltó la voz de una mujer, irrumpiendo en la habitación, a gritos le ordenaba levantarse y que se marchara inmediatamente.

—¿Dónde está Irene? –Preguntó Julián.

—No sé de quién me habla –respondió la mujer.

Julián reparó cómo fruncía el ceño y en su tono enojado y con su voz de niño educado:

–Buenos días señora, disculpe me quedé dormido.

De pronto, la mujer cambio su actitud, su cara tenía una expresión de sorpresa. Se quedó ahí parada en el medio de la habitación, como alelada. Él empezó a contarle lo del concierto: había venido con los amigos de Irene. Le ahorró los detalles de la noche anterior, pero insistía que era importante al menos le dijera cómo podía hablar con alguien que le diera indicios de ella.

—Mire joven, yo trabajo en esta casa desde hace años y estoy acostumbrada a que, cuando los patrones no están, el hijo trae a sus amigos; ellos vienen y van, y yo no hago preguntas. Casi nunca se quedan a dormir, dejan el desorden y la mugre para limpiar. Por lo que me ha contado es su primera rumba y me doy cuenta de que usted no es como ellos. Si me permite un consejo olvídese de todo esto. Vístase y baje a desayunar; el bus pasa en media hora.

Cuando Julián llegó al centro de la ciudad, en vez de ir a su casa, se dirigió al norte. Estaba seguro de que Irene pertenecía a los otros, como los llamaba su mamá. Después de pasar el parque Sucre, sin prestarle atención al grupo de la tercera edad que caminaban entretenidos haciéndose bromas ente ellos, ni a los niños que jugaban o paseaban en triciclo vigilados por un adulto, ni a los vendedores ambulantes. La algarabía lo dejaba indiferente. El sólo tenía una idea fija en su cabeza que no lo permitía ver lo que ocurría al su alrededor. Siguió por la avenida Bolívar y al llegar al parque Fundadores entró a la iglesia Espíritu Santo. Vio a una joven de cabello castaño dorado, el corazón se le aceleró. ¡No! No era ella. Rezó con toda su alma… necesitaba un milagro. Reconfortado con la oración siguió su camino. Pensó: tal vez podría estar en el centro comercial El Portal, desechó la idea al instante. Era el paseo de los pobres los domingos.

El ruido de gente que viene y que va se fue apaciguando; estaba en una zona completamente desconocida. Todo era tan diferente a su barrio, aquí no había vida. Sí… es luminoso, limpio, no hay basura, pero tampoco niños jugando en la calle, ni jóvenes charlando en las esquinas. Las pocas casas cerradas, otras en conjunto acotadas por muros que no dejaban ver, edificios lujosos. ¿Dónde estarán? Necesitaba saberlo. ¿Cómo habría de encontrarla si desconocía los lugares a donde concurrían los otros?

Llegó al mall Avenida. Se veía movimiento; personas de distintas edades reían y charlaban despreocupadamente. Pidió un café y se sentó a observar. ¿Dónde habrá más lugares como éste? En sitios así es probable encontrarla –pensaba Julián– y mientras se marchaban unos y llegaban otros. Él escudriñaba cada rostro.

Pasa la hora del almuerzo sin ordenar; los meseros lo miran con ese aire de quien mira un bicho molesto. No puede seguir sentado, debe seguir en su búsqueda. Se acordó de la visita al Museo del Oro Quimbaya y mientras camina hasta allí le llega la voz de la guía de ese día “El edificio, construido por el arquitecto Rogelio Salmona, conjuga la tradicional arquitectura cafetera de patios y jardines propia de la región, con ladrillo a la vista y concreto abujardado”

–Abuja ¿qué? –interrumpí–. Unos argentinos que estaban haciendo el recorrido explicaron de qué se trataba y que justamente estaban allí porque eran estudiantes de arquitectura y los diseños y técnicas de este arquitecto colombiano eran muy interesantes.

Ingresa al museo, lo hace bajando, siempre bajando, corre el agua que llega a la placita especie de templo pentagonal de ladrillo crudo, cavado en el terreno.

«¡Qué tontería!... aquí no voy a encontrar a Irene, esto es muy bonito pero lo que yo busco está en otra parte». Lo piensa casi en voz alta.

El sol de la tarde extiende la sombra de los árboles de la avenida, de vuelta al Coliseo, tomó por la 19 al sur cuando se encontró con un grupo, se paró con ansiedad buscando entre sus rostros. Si veía jóvenes en la calle de enfrente se cruzaba por si de pronto estaba alguno de los chicos de la noche anterior. En su mente sólo había un pensamiento: encontrar a su Irene. Los automóviles pasaban raudos, el ruido de sus motores era lo único que interrumpía el silencio. En esta parte de la ciudad ni siquiera había perros.

La tristeza se le vino encima junto con la noche y la calle solitaria le gritaba que su exploración por el día había terminado. La sensación de angustia en el pecho se reanudó.

Ahí mismo, en la parada del Coliseo, cogió el bus que lo llevó a su barrio. Empezó a reconocer sus calles, era todo tan distinto a su excursión en búsqueda de Irene, era como si aquí palpitara otro universo. De donde lo dejó el bus hasta su casa eran unas cuantas cuadras. Caminó despacio la vecindad, identificó los olores: las arepas con queso de la esquina, el de los perros calientes de don Genaro, los taxistas recostados en sus carros comían los pinchos de carne o chorizos del negocio de parrilla, el humo olía y casi sabía a carne asada, le recordó que no había comido en todo el día. Saludando de prisa aquí y allá, sorteando los huecos de la acera y los perros vagabundos, llegó a su casa. La madre lo estaba esperando. Ella había estado fuera de la ciudad el fin de semana. Le preguntó por el concierto y él sólo sabía hablar de Irene: sus ojos verdes, su rostro de niña-mujer, su perfume, su voz, su cuerpo.

—Hijo olvídala. ¿Recuerdas la única vez que te hablé de tu papá? Para los del norte, los del sur somos un juguete, los entretiene un rato y luego nos desechan. Ve a lavarte las manos, vamos a cenar. De paso trae unos limones del patio.

El perfume del jazmín de la noche y el de una flor blanca, de la que no sabe el nombre, lo envolvió, cerró los ojos, era casi el mismo de Irene. Ella con su piel como delicados pétalos, su frescura, su risa. La seguirá buscando, no puede quedarse todo en un sueño. Se olvidó de los limones y ya en el baño cuando se lavaba las manos gritó:

—Mamá… Mamá… Mira el espejo, la imagen es la de ella. Me estoy volviendo loco, de tanto correr en su busca.

—No Julián. Es tu rostro en el espejo, y si reconoces un gran parecido con la jovencita del concierto, lo que yo me temía y quise evitar, ha sucedido: tu padre tenía una hermana de nombre Irene. Esta muchacha… probablemente es…

El Caimo, febrero 2021

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