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Cultura  |  28 febrero de 2021  |  09:34 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Los pájaros miran de lado

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Cuentos de domingo

 Los pájaros miran de lado

Por Juan Felipe Gómez

Creo que no sospechaba que el pájaro era adicto. Aquí adentro que todos sospechan y son sospechosos. Pero Chepe era inocente. Digo, no es que no haya cometido delito, sino que no sabía que un pájaro podía ser adicto a la nicotina. Inocente de ignorante. Bueno, yo tampoco sabía eso, para ser guardián no hace falta saber ese tipo de cosas.

Chepe lo vio una mañana mientras hacía el aseo. Yo lo vi desde la garita quedarse parado mirándolo. El pájaro iba de un rincón al otro del patio buscando insectos y Chepe lo seguía con la mirada. Era un cirirí. Desde entonces empezó a llegar todos los días a eso de las 7:30. Aterrizaba primero en el alambre de púas que salía de la torre y rodeaba la parte alta del muro. Desde allí miraba hacía el patio, miraba como miran los pájaros, de lado, con un solo ojo curioso. Abajo los internos terminaban el desayuno para pasar a ser contados y después dedicarse a actividades productivas o de simple ocio: tallar madera, dibujar, jugar cartas o dominó, levantar pesas, ver televisión o leer. Chepe descontaba horas como aseador y cuándo apareció el pájaro encontró algo más para hacer.

Primero fue sólo mirarlo. Mientras barría seguía el recorrido del pájaro y adivinaba en qué rincón o grieta del patio iba a encontrar una buena presa. El animal se movía a pequeños saltos entre los corrillos y evitaba los pies de los internos dando vuelos cortos. Se había acostumbrado al bullicio que a esa hora cambiaba el ambiente de encierro y hacía ver el patio como un lugar de diversión permanente.

Chepe también parecía aislado de la algarabía. Podía integrarse y era bien recibido en cualquiera de los corrillos para jugar cartas, dominó, o simplemente para escuchar chistes. Pero por esos días sólo era barrer el patio, limpiar la mierda de los baños y después sentarse en una banca a mirar al cirirí.

Un día el patio amaneció agitado. Cuando el conteo se demoraba porque faltaba algún interno, los demás armaban alboroto. El pájaro llegó antes de las 7:30. Se posó en el alambre de púas, pero no se animó a bajar al patio. Pasó varios minutos vacilando, dando pequeños saltos, agitando las alas y mirando, como tratando de ubicar una presa que justificara el riesgo de bajar. Mientras lo miraba escuché la orden en el radioteléfono de ponerme en guardia por riesgo de amotinamiento. Fijé la mirada en el grupo de internos y me di cuenta que faltaba Chepe. Tenía que haber salido media hora antes que los demás para alistar los utensilios de aseo, pero por alguna razón se había quedado en la celda. Sólo yo me di cuenta cuando se incorporó a la fila para ser contados por tercera vez.

Ya dio el conteo, escuché por el radioteléfono. Los internos se dispersaron para empezar sus rutinas, pero el ambiente seguiría pesado por lo menos hasta el mediodía.

Chepe se puso a barrer y a esperar el pájaro que iba y venía desde un árbol al otro lado del muro hasta el alambre. Por un momento pensé que el pájaro podía ser entrenado y que trataba de entregarle algo a Chepe. Esas cosas que se puede uno imaginar en un turno de guardia.

Cuando Chepe se acercó a la base de la torre, donde estaba el depósito de basura, me preguntó si el pájaro había venido. Era la primera vez que me hablaba y la pregunta me hizo sentir como quien es descubierto espiando. Pensé que al fin y al cabo ese era mi trabajo: espiar a esos hombres condenados, o a la espera de una condena, mientras el tiempo y la rutina los consumía, observar cada uno de sus movimientos desde esta torre que me permitía ver hacia adentro y hacia afuera, hacía el patio donde los hombres esperaban, donde Chepe esperaba al pájaro; hacía ese árbol donde sólo estaba el cirirí esperando para ir a buscar los bichos que convivían con los presos. Las cosas que uno piensa en un turno de guardia.

Le dije que el pájaro había venido, pero al ver el alboroto del patio se había espantado. El alboroto que usted causó por no salir a tiempo para el conteo, le dije en tono de reproche. Lo vi separar algunas cajetillas de cigarrillos vacías de la basura y le pregunté que estaba tramando. Cuando vuelva e pájaro va a ver, me dijo y se puso a silbar. El encierro lo ha trastornado, pensé. Entregué el turno a medio día.

clareaba el día y mientras me ponía el uniforme para recibir el turno escuché a los primeros pájaros empezar a cantar. Los pájaros madrugan a cantar, a los internos los obligamos a madrugar para el aseo, el conteo y el desayuno; yo madrugo para vigilarlos a ellos. Cuando le recibí el turno al guardia de la noche, Chepe ya estaba en el patio. Revisaba los baños y recogía hojas que el viento de la noche había traído. Me saludó levantando la escoba. Le correspondí con un movimiento de la mano que aproveché para acomodarme la gorra. El buen porte del uniforme me daba puntos para obtener un día más en el descanso quincenal.

Antes de que los demás internos bajaran de las celdas para el conteo y el desayuno, vi llegar al pájaro. Chepe se había sentado en una de las bancas a leer un periódico viejo y le llamé la atención con un silbido. Miró directamente al pájaro en el alambre y se paró despacio. Sacó del bolsillo un paquete que al principio no alcancé a ver muy bien. Cuando vuelva el pájaro va a ver, me había dicho. ¿Qué era lo que iba a ver? Precisamente eso: que del paquete, que al fin me di cuenta que era de cigarrillos, sacó lo que parecían unos bichos entre vivos y muertos, y los puso en el suelo sin dejar de mirar al pájaro. Que el pájaro, después de vacilar un rato, bajó y se tragó los bichos delante de Chepe. Que Chepe, con cara de satisfacción, me miró y pareció olvidarse que estaba en la cárcel hasta que el patio se llenó con el bullicio de los otros presos y el pájaro voló con una de las presas en el pico… Las cosas que uno ve desde esta garita.

El pájaro empezó a venir varias veces al día. Chepe no fumaba, pero siempre estaba con una cajetilla en el bolsillo, llena de bichos. Los otros internos lo empezaron a llamar Cirirí, y cada vez que veían una polilla o cualquier otro insecto lo cogían y se lo entregaban. En medio de la algarabía del patio, ver a Chepe alimentar al pájaro se convirtió en un pasatiempo más. Ya no era solamente dejar las presas muertas en el suelo para que el cirirí las tomara, sino quitarles un ala o una pata a las que todavía estaban vivas y lanzarlas a un vuelo torpe para que él las atrapara en el aire. Así pasaban los días de Chepe, de Cirirí.

Fue La Pluma, el jefe del patio, el que advirtió que el pájaro se iba a tostar de tanto comer bichos entabacados. Los internos comentaban que el animal era más adicto al tabaco que Piel Roja, un guajiro de la celada 215 que se fumaba una cajetilla diaria. Yo también empecé a notar el desespero del pájaro. Lo veía llegar al alambre más temprano que de costumbre, mucho antes de que Chepe bajara de su celda. Iba hasta el árbol y volvía cada cuarto de hora. Inquieto. Aunque Chepe no hacía caso a los comentarios, por esos días lo empecé a ver desanimado. Un mediodía, antes de entregar mi turno, le pregunté qué le pasaba y me contó que le habían notificado el beneficio de salida de 72 horas. Era la noticia que le devolvería el ánimo a cualquier preso, pero Chepe la recibió como un baldado de agua fría, como un mal chiste. No tengo a nadie, si salgo me toca ponerme a vagar, me dijo mientras miraba hacía el alambre, buscando al pájaro.

Después de mi descanso quincenal quise saber si Chepe había salido a su primer permiso de 72 horas. Cuando recibí el turno en la mañana pensaba preguntarle a él mismo, pero no lo vi salir a hacer el aseo. El pájaro tampoco llegó a buscar sus bocados. En el patio había un ambiente extraño y desde la garita escuché los rumores toda la mañana. Al medio día bajé de la garita por mi ración del almuerzo y aproveché para preguntarle a La Pluma por Chepe. El viejo salió y volvió muy mal, está en enfermería, me contó. Almorcé pensando en lo que le había podido pasar a Chepe, y al pájaro.

Por la tarde, después del turno, pasé por lo que llamábamos la enfermería: un pasillo oscuro con algunas camillas y un fuerte olor a desinfectante. Un grupo de internos esperaba que les entregaran unas pequeñas copas plásticas con cápsulas. Al fondo, en una de las camillas, alcancé a ver a Chepe. Acostado boca arriba, tenía la mirada fija en las manchas de humedad de la pared. Me acerqué y por primera vez me percaté de lo viejo que era. Lo llamé y volteó la cabeza sin fijar la mirada en mí. Le pregunté que le había pasado, pero sólo balbuceó algunas palabras que no entendí. El enfermero se acercó con una jeringuilla y lo inyectó en el brazo. Vi como el líquido formaba un pequeño nudo y subía por la vena. Cerró los ojos. No quise preguntarle al enfermero qué había en la jeringa. Cuando salí de la enfermería y pasé por el patio escuché el rumor de los internos ya en sus celdas. Al cruzar la puerta de salida me detuve a escuchar a los últimos pájaros que cantaban en la tarde. Mientras esperaba el bus en el paradero frente a la cárcel, un cirirí se posó en una cuerda del alumbrado y se quedó mirándome, de lado, con un solo ojo curioso. Un grito que venía de algún lugar de la cárcel lo hizo volar.

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