• SÁBADO,  20 ABRIL DE 2024

Cultura  |  14 marzo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingos: Ver fugarse los crepúsculos

0 Comentarios

Imagen noticia

Ver fugarse los crepúsculos

Por Juan Felipe Gómez

La lluvia era lo que ella menos quería. Los días grises la ponían en un estado que no diría de tristeza, sino de irritación y desasosiego. Entonces maldecía entre dientes y se dedicaba a tejer para ahuyentar el frio. Diría que mamá era una en verano y otra en invierno.

Ahora quisiera recordar los días antes y después del terremoto, no porque haya afectado mucho a la familia, sino porque fue el tiempo de la adolescencia que más disfruté. Eran días extraños, interminables, y en los que también empecé a fijarme más en los cambios de ánimo de mamá con el clima. El sol era lo mejor para ella. Cuando amanecía despejado se levantaba temprano a abrir todas las ventanas y empezaba a hacer los oficios urgentes: poner la olleta para la aguapanela y colar el café, limpiar la jaula de los canarios y las mierdas de Lulú, despacharnos a mis hermanos y a mí para el colegio, y a papá para el trabajo. A las 9 prendía la grabadora y sintonizaba La nave del olvido para escuchar baladas mientras tomaba el sol y pensaba qué iba a preparar de almuerzo. Por la tarde eran una o dos novelas, un poco más de sol y tejer. Cuando el día era nublado y lluvioso su rutina se limitaba a las baladas, las novelas y el crochet.

Decir que el terremoto no afectó mucho a la familia no es del todo exacto, pues la casa de los abuelos, el elefante blanco al que habíamos llegado a vivir a mediados de los 90, quedó tan averiada que tuvo que ser demolida. Eso por supuesto cambió muchas cosas, entre ellas la forma como mamá se relacionaba con el sol, y su ánimo. Pero la demolición fue muchos meses después del temblor. Para contar en parte la relación de mi madre con el sol tengo que hablar de la casa antes. Era una mole de dos pisos rodeada de corredores arriba y abajo. Los abuelos, una tía y dos tíos vivían en el primer piso. Por un arriendo simbólico los abuelos le dejaron el segundo piso a mamá, la hija menor. Al principio ella se quejaba mucho de la distribución de los espacios y los corredores interminables para barrer y trapear, pero cuando cayó en cuenta de que podía disfrutar del sol a lo largo del año en su recorrido por todos los lados de la casa, todo cuadró para ella. Para mí todo en la casa cuadraba, no entendía eso de la mala distribución de los espacios y los corredores eran mi territorio de aventuras.

Fue en las vacaciones del colegio, en la mitad del año 98, cuando más recuerdo haber disfrutado la casa y el sol con mamá. Un verano de cielos infinitamente azules que el sol recorría a sus anchas hasta desaparecer sin remordimiento en el horizonte. Ese cielo igual de azul aparecería después en mis sueños surcado por naves espaciales, pero esa es otra historia.

Me unía a la rutina de mamá desde temprano. Nunca me quedaba en la cama más allá de las 8 de la mañana, como sí hacían mis hermanos que dormían hasta poco antes de las 12. Se levantaban a almorzar y yo les contaba con entusiasmo sobre la mañana ayudándole a mamá. Creo que había en mí la vana intención de hacerlos sentir mal, no sé, esas cosas de ser el hijo menor. Y no es que fueran desconsiderados, ni malas personas, solo que en esa época les importaban otras cosas que yo estaba lejos de conocer y disfrutar.

La mañana era para el corredor de la parte trasera. Allí estaban la jaula de los canarios, la casa de Lulú y el lavadero. También la mesa de planchar que entonces servía para poner la grabadora. Mamá lavaba la ropa día de por medio. Mientras ella separaba las prendas blancas de las de color para ponerlas a remojar y entonaba las canciones de Leo Dan y José José, yo separaba de una pila de periódicos viejos las páginas de tiras cómicas para repasarlas antes de poner nuevas en la jaula de los canarios. Me gustaba pensar que ellos también disfrutaban de las historias de Garfield, Olafo y Calvin y Hobbes, y evitaban cagar las viñetas que les habían gustado. Seguro si hubiera tenido un celular entonces le habría tomado fotos a esas obras de arte: viñetas enmarcadas con mierda de canario.

A los canarios también los ponía de buenas el sol. Cantaban más y la plumas parecían ponerse más amarillas, casi naranjas. A veces me daba lástima verlos enjaulados, sobre todo porque veía que llegaban otros, los que mamá llamaba silvestres, a comer de los desperdicios de alpiste que caían al corredor. Entonces la pareja encerrada cantaba con más fuerza, unos trinos muy bonitos pero que a mí me parecían un clamor de libertad. También habíamos instalado un comedero para otros pájaros en una de las columnas del corredor trasero. Otra de las tareas de la mañana era seleccionar de la remesa que traía papá de las fincas que administraba los plátanos más maduros y los aguacates echados a perder para el festín de los pájaros. Recuerdo la llegada de las mirlas, los azulejos, los carpinteros y los ciriríes, los que más peleaban y se llevaban los bocados más grandes.

Después de poner a remojar la ropa, mamá tendía una toalla y se acostaba a tomar sus primeros minutos de sol directo. Decía que el de esa hora era el más saludable, que ayudaba para la vitamina D. Yo terminaba con los pájaros, recogía la mierda de Lulú, y me tendía a su lado. Me divertía poner mis piernas flacas y blancas al lado de las de ella, que con el oficio diario mantenía bien tonificadas y el sol ponía de un color parecido al del melado de panela y le ayudaba a disimular las várices. “Esas yucas peladas”, decía mamá burlándose de mis piernas. Después de un rato las de ella se iban poniendo más morenas y las mías estaban más bien coloradas.

Lulú, que era una pincher anciana, también se echaba a nuestro lado a tomar el sol. La teníamos desde cachorra y siempre había sido un poco antipática, pero en la mañana mostraba su mejor cara con los rayos del sol. A los viejos sí que les hace bien, decía mamá, y le acariciaba la cabeza hasta que mostraba sus escasos dientes. Murió antes de finalizar ese año, nos dimos cuenta una mañana que no salió a la hora en que estábamos en los quehaceres del corredor. La encontré tiesa en una esquina de su casa y con mamá la enterramos cerca a la raíz de un naranjo que crecía en un lote cercano. Desde entonces pensé mucho en la vejez, en los años que eran necesarios para que el cuerpo se deteriorara y las muchas cosas que disfrutábamos, pero que contribuían a ese deterioro, como tomar el sol.

Antes de las once el sol ya no daba directo en el corredor, solo en las cuerdas donde mamá había colgado la ropa con una invariable simetría: primero medias, después calzones y calzoncillos, brasieres, bermudas y shorts, pantalones, camisetas y camisas, finalmente fundas, sábanas y cobijas. Mi última tarea de la mañana era ponerle los ganchos a las prendas más livianas para que no se fueran con el viento. Una de las grandes satisfacciones para mamá era poder recoger la ropa totalmente seca después del almuerzo, y dedicarle la tarde al corredor del frente.

Pero primero estaba el almuerzo. Al finalizar la mañana, recuerdo a mamá quedarse mirándome unos segundos y de repente soltarme: hoy toca fríjoles, o: hoy figuró sudado de pollo. Yo ya había pasado la etapa de ser filimisco, como me llamaba papá. Comía casi de todo. Bueno, la excepción eran las vísceras, a menos que fueran de pollo. Palabras como mondongo, pajarilla, bofe, riñones y chunchulla las asociaba con sabores y olores que me revolvían el estómago. Una vez le di la oportunidad al hígado encebollado, y pasó a ser mi símbolo de mayor tolerancia gastronómica. Para mí lo mejor eran los fríjoles y el sudado de pollo, por eso cuando mamá me los anunciaba me sentía más que recompensado por la mañana ayudándole en el corredor, y el rato del medio día mientras ella los preparaba era una espera feliz.

Mamá y yo no hacíamos siesta. Mis hermanos sí. Soltaban el plato del almuerzo y volvían a sus habitaciones. Yo me encargaba de echar los desperdicios en una gran caneca mientras mamá lavaba la loza y se fijaba por la claraboya de la cocina como avanzaba el sol hacia el frente de la casa. Yo prendía el televisor para ver una parte de los deportes y para que mamá escuchara la farándula mientras terminaba los últimos oficios en la cocina. El televisor estaba estratégicamente ubicado frente a la puerta que daba al corredor del frente, de manera que al poner la perezosa junto al marco, mamá podía estar pendiente de la novela, tejer, recibir el sol en sus piernas e indicarme cómo limpiar y consentir las plantas que cubrían casi todo el corredor, dándole la apariencia de una pequeña selva que me encantaba. En el piso, colgadas, en repisas; sembradas en bonitos materos de barro, en ollas, en poncheras y hasta en latas de cerveza recortadas, las matas eran el orgullo de mamá y en esas tardes aprendí que algunas eran tan susceptibles como ella a los cambios de temperatura.

Quitar la maleza y las hojas secas era lo que más me gustaba, también masticar los tréboles que tenían un sabor cítrico y abundaban en los materos más grandes. De la poda sí se encargaba mamá, pues aunque me había enseñado cuáles eran las ramas y “chupones” que había que cortar, siempre se me iba la mano y llegue a arruinar algunas de sus matas más queridas. Mamá les hablaba y cuando el sol de las tres de la tarde daba de lleno en el corredor, se paraba de la perezosa y recorría todos los materos asegurándose que todas tuvieran su dosis de luz. Por momentos también le hablaba al sol, establecía un diálogo entre sus plantas y el sol que a mí me hacía mucha gracia. En ese momento aprovechaba para cazar hormigas cachonas que guardaba en un frasco de mayonesa y después alimentaba con otros bichos.

Como a los canarios y a Lulú, el sol le caía muy bien a algunas de las plantas, que por supuesto eran las favoritas de mamá, y con las que más se esmeraba y me recalcaba que había que consentirlas. Dalias, gerberas y echeverias eran nombres que me costaba recordar aunque mamá me las señalaba desde la perezosa para que les revisara la tierra y les limpiara las hojas. Las que sí tenía presente siempre eran las veraneras, cuyas flores caídas formaban un tapete de varios colores: fucsia, púrpura, rojo, rosado, anaranjado, blanco, amarillo. Se veían tan bonitas que también las guardaba en un frasco y las tenía en el nochero hasta que se pudrían.

Después de las cinco, cuando el sol ya se caía en el horizonte, era el momento de regar las plantas. Iba hasta el lavadero y traía dos regaderas llenas tres o cuatro veces, dependiendo de qué tan seca estuviera la tierra en los materos. Era una prueba de resistencia y equilibrio desde el corredor de atrás hasta el frente y la asumía con emoción y disciplina. Mamá se encargaba de las plantas que estaban colgadas y en repisas, y yo de las que estaban en el suelo o en bases no muy altas. Me había enseñado que el agua debía ponerse suavemente para no sacar la tierra, y que no debían mojarse mucho las hojas para evitar que les diera hongos. La frescura que emanaba de las plantas recién regadas y la luz naranja de los últimos rayos de sol le daban al corredor un ambiente como de cuento fantástico.

Ver a mamá con la regadera aún en la mano contemplando el sol que se iba y sintiendo la última tibieza del día en su piel es un recuerdo que hoy me estremece, y sé que esos días, ese verano, también pasan por su cabeza cuando deja ir la mirada por cualquier ventana por donde alcanza a ver el sol. Esta tarde lo mira desde la habitación de la clínica donde ha iniciado el tratamiento. La he acompañado la segunda sesión de quimioterapia y después iremos a un vivero.

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net