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Cultura  |  18 abril de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Laura Barrios Quintero

El vuelo de las gaviotas 

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*Por  ser, sobre todas las cosas, un compañero.

Conocíamos la distancia de un lugar a otro, cuánto nos costaría desplazarnos y el nombre del sitio al que debíamos llegar. Creíamos conocer la temperatura y el clima de esos días. Lo demás, fue descubrimiento. Sorprenderse es la mejor forma de la ignorancia, debe ser, en algún punto, el camino a la felicidad. Con las botas puestas y la mochila al hombro, emprendimos el viaje. 

***

Febrero de 2021, medianoche. Las cucarachas caminan minuciosamente sobre todos los puestos del bus buscando migas de comidas pasadas. De reojo y durante más de  seis horas las vigilo. Resistir. De eso se trata, y de no ser por la mano que toma la mía, podría tornarse más difícil. En medio de la oscuridad , bajo un aguacero típico del pacífico y esperando que el primer rayo de sol se asome entre las nubes, entramos por fin a Buenaventura. 

Los otros pasajeros empiezan a acomodarse, entre murmullos se habla de la ola de violencia que otra vez golpea al puerto, la ola de violencia que nunca ha dejado de golpear al puerto. Otra vez, duermen entre las balas. Por la ventana del bus se ven algunos militares sobre las avenidas. Nadie decide bajarse antes de llegar al terminal. Todos esperan el primer rayo de sol.

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En la mochila, poca, muy poca ropa y el equipo completo de camping. Buenaventura es madrugadora. No son las 7 de la mañana y ya los cascos y las botas van camino al puerto industrial, con ellos, nosotros al muelle turístico. Cinco años atrás, la primera vez que este lugar me recibió, había una vendedora de pescado, que con la brisa, la lluvia de la mañana, el ruido de la gente y bajo el vuelo de las gaviotas, desescamaba el pescado, el que se atrapó la noche anterior. Hoy, la misma postal, la misma mujer, la misma brisa, la misma lluvia de la mañana, el mismo ruido de la gente y las mismas acrobacias de las gaviotas, como si los años no cambiaran nada, aunque cambiaran mucho. 

 ***

Tres horas o más sentados en el muelle. Los cascos y las botas van a los corregimientos. Las camisas blancas de Invías, y de todas las ías, también. De nuevo, en conversaciones casi inaudibles, trabajadores hablan de la violencia, de los helicópteros que se ven y se escuchan, de los allanamientos, de las casas de pique que se descubrieron, escandalizaron en los noticieros nacionales hace años, se olvidaron, pero nunca se fueron de aquí. El hijo de Sultanita está preso, al hijo de Fulanito lo mataron, Menganito tuvo que mandar al niño a Cali donde la tía. Las noches suenan a fúsiles y motos. Las cabezas ya no duermen sobre las camas, duermen debajo. Buenaventura siempre ha tenido que digerir la violencia así, casi que en silencio.

 Al menos tres comunas son campos de batalla, cada combate deja al menos un muerto, la policía no interfiere, lo comentan aquí en el muelle. De vez en cuando me miran atentos, bajan el volumen de la conversación o le suben al radio, se escuchan las noticias de la mañana, que no dicen tanto como las calles y las caras. 

Las balas no están en el monte, o no solo están en el monte. Están aquí, sobre la costa pacífica, en el puerto más importante de Colombia. Están aquí desde hace mucho y no se han ido. Cinco años atrás, cuando conocí barrios de marea, las fronteras invisibles separaban amigos, las casas estaban marcadas por letreros que decían “Los Urabeños”, “Por sapos hpta”, “La Local”. Los niños no jugaban en los andenes, las vecinas no comadreaban en las calles. Otra vez, como si los años no cambiaran nada, aunque cambiaran mucho. 

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En la lancha vamos pocos. Nosotros, nuestros maletines, algunos que van a la ciudad a comprar comestibles, aguardiente, ron, cerveza y gaseosas para vender en las playas. Las gaviotas se zambullen en el agua y salen despeinadas. El único ruido es el de las olas golpeando bajo nuestros pies. Uramba Bahía Málaga es magia: el mar es verde, oscuro, profundo. Cuevas, rocas, acantilados. La espesa selva impenetrable. El viento contra las caras, el sol sobre las espaldas, el silencio y la intimidad de fabricar y compartir recuerdos.

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LLegamos en moto, bordeando toda la playa. El cielo y el mar hacen efecto espejo y el sol de mediodía se refleja en el agua. La lona, la carpa, las estacas, el sobretecho. Elegir un buen sitio. Todos los sitios tienen hormigas grandes. Acampar sobre las hormigas. Salir a inspeccionar el lugar. 

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A simple vista, se ve lo que hay de fondo: un caserío de pescadores luchadores, hostales con zonas de camping, restaurantes pequeños de comida típica cerca a la playa, dos o tres tiendas, ni un policía, ni un bombero, ni un centro de salud, ni un cajero, ni una casa de giros, ni siquiera señal en los celulares. Una escuelita pequeña, muy pequeña que está cerrada por pandemia; una cancha de fútbol, el mar, la basura en el mar, la arena, la basura en la arena, los tanques donde se recoge agua lluvia porque no hay acueducto, perros callejeros que son de todos. Lo que para nosotros ha sido desconectarnos, lo de ellos ha sido abandono. 

Estamos en la orilla del mundo real,  no en la de las fotos de la publicidad de hoteles lujosos. Caminamos sobre la playa, metemos los pies en el mar, estamos cansados, vamos a dormir con el sol de mediodía. Somos. 

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“¡Hola, amiga!”, me dice Cristina, una niña de ocho años con el uniforme de la escuela puesto. Va en chanclas y con fotocopias en una bolsa que parece pesada. Se sienta con nosotros afuera de la carpa a contarnos que viene de donde Óscar, en la parte alta del caserío. Muchos niños van hasta allá todos los días, donde con un solo celular, reciben ayuda para resolver los talleres que la profesora Gloria les deja. Trae en el bolsillo de la falda unas uñas postizas, largas, pero no tiene con qué pegarlas. Nos lleva a la tienda, compartimos unos dulces con ella, que ella va a compartir con su hermano,  le compramos el pegante para las uñas y se va, diciéndonos que por la noche va a llover, que se nos va a elevar el cambuche y que un tigre se nos va a meter por la noche, pero que si algo, ella arrima por la mañana antes de volver donde Óscar , porque vive por donde suena la música, cerca a la casa azul. 

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Almorzamos y salimos a la playa. No hay mucho sol, pero el ir y venir de las olas hipnotiza. La arena está llena de cangrejos que hacen rotos para esconderse en cada pisada nuestra y ya tenemos perro propio, que va con nosotros a donde sea que vayamos. El sol empieza a caer y se refleja en el agua, las sombras se hacen siluetas exactas y perfectas, exactas y perfectas como las gaviotas que vuelan sobre nuestras cabezas y se calan en las retinas, no hay muchas fotos, creo que nos olvidamos de retratar, por esperar recordar, también esperando que sea exacta y eterna la memoria.

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“Buenas noches”, decimos de camino a la carpa. Pocas voces responden, debe ser timidez. Los faroles de las pequeñas cuadras alumbran muy poco, los sonidos de la noche se empiezan a hacer fuertes, se ven ranas chiquiticas saltando entre el pasto, ranas grandes saltando entre el pasto, y otros animales- grandes y chiquitos- inidentificables sobre los árboles y sobre el pasto. Comimos sobre un tendido de madera mientras conversamos de todas las cosas que faltan, en un lugar que tiene tanto para dar. 

“Buenas noches”. Por fin alguien se nos acerca. “yo hago viajes en canoa por si están interesados”. Estamos interesados, lo pactamos para el día siguiente o en dos días. “Yo mantengo allá en el taller, me buscan”. No hay más conversación que la que surge entre nosotros, no hay más sonido que el de un animal, grande, que suena encerrado, que no hemos logrado descifrar. 

Sí llovió, como dijo Cristina. Se escuchaba el viento silbar desde la carpa, los cocos caían sobre el pasto, el mar parecía molesto, se escuchaba revuelto chocar contra la orilla. Los truenos eran aturdidores y un rayo nos iluminó las caras. Nadie dijo nada, pero los dos sabíamos que si otro rayo igual caía, íbamos a correr hasta el techo más cercano. Nos abrazamos, cerramos los ojos y se sincronizan los latidos y la respiración. 

Amanece y me pregunta: “¿Le dio miedo anoche?”. Yo le dije “No” y no mentí. Realmente no le tengo miedo a las tormentas ni a los rayos, tampoco a las cucarachas ni al mar picado que golpea lanchas. No temo a estar en tierras de nadie porque he visto en sus ojos todo lo que alguien necesita para no tener miedo. Su mano en mi mano es mi fe, «mi sitio», dijimos hace ya varios calendarios. Su brazo alrededor de mi espalda es mi seguridad, la única que necesito y la que espero, me siga acompañando. 

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Hoy sí hay fotos. De momentos que ya no existen, porque después de obturar, o de solo parpadear, dejaron de existir. Nos levantamos temprano, hay fotos de una lancha quieta, de las fachadas de las casas de colores, del cielo, del vuelo de las gaviotas en el cielo que pasan siempre a la misma hora, de la carpa, de las botas, de las botas fuera de la carpa,  de los niños. 

Estamos aquí, siendo una palma más, otra basurita en el piso o siendo simplemente la espuma del mar, perteneciendo sin pertenecer. Cuando me olvide a mí misma, cuando sienta que ya no pertenecemos, cuando duela, porque va a doler, cuando el tiempo nos pese, volveré siempre aquí, pisaré esta arena y veré ir y venir el mar. Volveré a lo que somos aquí. Otra noche tratando de descifrar el animal grande que ruge fuerte, Cristina dice que es el tigre, mientras hijueputea a los bichos que le pican los brazos y las piernas. 

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Conocimos a Pacífico, el hermano de Ola, que en realidad es su prima, pero la misma madre los amamantó. Cuando Pacífico nació, su mamá se murió. Cuando Pacífico era un bebé, se murió. Lo pasearon desde el fondo de su casa hasta la entrada, lo arrullaron y lo bundearon con esas voces fuertes del pacífico, entre bailes, para que su alma no quedara vagando. Tenía su mortaja puesta, y dentro de la mortaja, una cintica para cuando sus padrinos murieran, halar de ella y llegar al cielo, pero en ese momento, todos se dieron cuenta  de que Pacífico no estaba bautizado, y no se podía morir tranquilo sin estarlo. A la orilla del agua y a último momento decidieron bautizarlo -”cómo le ponemos”, dijo el que lo iba bautizar. -”No sé, póngale Pacífico, igual ya está muerto”, contestó la abuela. Rodeado de sus vivos, Pacífico fue bautizado. De pronto, alguien miró al cajón en el que tenían al niño y dijo “ese niño está vivo, se está riendo”, y esa es la historia de la primera vez que se murió Pacífico y de las dos veces que nació. De la vez que lo conocimos, y nos ofreció también pasear en canoa. 

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Él consideró pasear al remo de Pacífico y no al de don Jacinto, «don», porque no a cualquiera se le dice «don». Lo consideró porque Pacífico habla y don Jacinto no, porque a Pacífico le conocimos los dientes, o dónde deben ir los dientes, pero a don Jacinto no. Pero él, el hombre de Un hombre, también vale por la palabra. Nos despertamos al día siguiente, empacamos jugo y dulces y fuimos al taller a buscarlo.

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Empezamos a caminar, casi trotar detrás de don Jacinto mientras él en su silencio arrastraba por toda la playa el remo pesado de madera que con sus manos había hecho. Sobre la arena las huellas de las garzas, las huellas de los perros de nadie que ya eran también de nosotros, las huellas de don Jacinto,  la larga línea que dejaba el remo y nuestras huellas, una al lado de la otra, quedándose atrás en cada paso que dábamos.  

Donde el mar nace y el río deja de ser río, nos detuvimos. “Espérenme ahí”, dijo don Jacinto casi que ordenando. Nuevamente nos sentimos chiquitos, parados sobre una isla pequeñita de arena mojada que se hundía con nuestro peso. Detrás de nosotros mar, a un costado mar, arriba solo cielo, al otro costado el río que marcaba el camino hacia la selva. En el abrazo de dos que se hacen uno, nos sentimos nuevamente parte de esto. 

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Entre los manglares que bordean el cauce del río, los cangrejos que se esconden, las aves que nos sobrevuelan, el sonido de los árboles que se mueven con el viento y su verde espeso, los rastros sobre las hojas secas que crujen cuando algún animal las pisa y el silencio de don Jacinto nos adentramos, callados, sin querer estar callados. 

“Venga, hermano, cuál es ese animal que hace ese ruido tan fuerte por las noches, suena ahí detrás de donde nosotros estamos. Parece que ruge, que es un animal grande, de cuatro patas, que está amarrado”, preguntó él, y por fin le conocimos los blancos dientes a don Jacinto. En una estridente carcajada nos respondió: “eso son las ranas, como se juntan y se meten en los tanques de agua, suenan así de duro”. Nos reímos los tres. Ya teníamos las sonrisas y las miradas de tres que habían roto el hielo y se contarían y se escucharían de ese momento en adelante. “Cristina, una niña, nos dijo que era un tigre”, dije yo. “Ahh sí, por aquí anda un tigre, a mí se me metió una vez, ese se les voló a los militares de allá de la base aérea hace tiempo, pero lo que suena son las ranas”. El tigre sí existía, Cristinita no dijo mentiras. 

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Mientras don Jacinto remaba, íbamos hablando de todo, de la soledad de esa selva de nadie que se convirtió en ruta para las cosas que legalmente, no pueden moverse por otros lados. Sabiendo que todos saben lo que pasa y lo que no pasa, pero pocas veces alguien dice algo. “A veces los militares preguntan si alguien sabe o ha visto algo, ofrecen plata, pero esa plata no paga la vida que pierde uno cuando habla de más”. Hablando de todo, de la muerte que llega en medio de una pandemia, de una cuarentena, de una situación que ha roto hasta con nuestros ritos, los más sagrados. 

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Don Jacinto es de un municipio del Chocó, para llegar hay que navegar el mar y ríos. Yo ya no me acuerdo cuál es, pero está lejos. Creo que de ese mismo municipio era su sobrino, que se murió de leucemia en plena cuarentena, pero él no se murió en el Chocó, se murió en otro departamento, donde de pronto la salud es un poquito menos mala. Era un niño. Lo mandaron solo hacia su municipio, su mamá no pudo hacer ese último viaje con él, pero como pudo, se las arregló para que el alcalde dejara que la familia pudiera llegar de otros lugares a despedir al niño.  

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A remo salieron en canoa, por el río, don Jacinto y otros cinco o seis familiares. Iban a encontrarse con otros tantos, de otras latitudes, que seguramente también salieron de a cinco o seis en otras canoas. Navegaron por más de 12 horas bajo un aguacero torrencial que silenció la selva. Todo era negro, el cielo negro, el agua negra. Ya no sentían los dedos del frío, pero no dejaron de remar. Cuando llegaron, los esperaban funcionarios de la alcaldía para desinfectarlos ¿de qué? ¿El agua ya no había hecho mucho? No pudieron bajarse de las canoas, no pudieron pasarse el cuerpo del niño, las mujeres cantaron arrullos y gualíes desde lejos, de a dos personas por canoa, despidiendo también desde lejos, desde la orilla, al niño. 

No hubo un cuento, ni una ronda. El niño partió a la nada, los vivos se quedaron aquí con todo, con la ausencia, con la pérdida, con las horas navegadas para ni siquiera poder hacer sus rituales, esos rituales que son parte de su africanidad, que están en sus raíces, y que la pandemia trata de despojar. 

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“Yo en ese virus no creo, o sea yo sí creo porque en mi casa nos dio, pero a mí me da desconfianza que ahora sí los gobernantes le quieran poner cuidado ¿Por qué a este sí?. Aquí han llegado virus y pandemias que han terminado con la mitad de los indios, porque los indios por su contextura son más débiles que nosotros los negros, la malaria torció  a un poco de gente y nunca nadie se preocupó, ¿ahora nos van a encerrar y obligar a vacunarnos? ¿Por qué no nos han vacunado con las enfermedades que en estas selvas matan hace años?. 

Ustedes vienen aquí con sus tapabocas, aquí nadie lo usa, la gente se ha enfermado, pero nadie se ha muerto. La alimentación, la alimentación también. Remar, madrugar por la leña, por el agua al río”. Concluye don Jacinto, nosotros solo pudimos guardar silencio.

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Irónicamente, en medio de tanta vida que nos daba el paisaje, hablamos mucho de la muerte y de las cosas que faltan. Don Jacinto tiene muchos hijos, tantos que ni siquiera los puede contar, como a sus años. Cuando su último hijo nació, al son de cantos, en su casa, con su familia, como nacen los niños en el pacífico, en medio de una fiesta, la fiesta que es la vida, la partera se dio cuenta de que la placenta había quedado dentro de la mamá, que se puso muy mal. Como pudieron la envolvieron en sábanas, la alabaron a la orilla del mar y en una lancha, otra vez en medio de un torrencial aguacero, salieron don Jacinto, su mujer, la partera y su hermano. Ya en medio de las oscuras aguas de las que está hecho el mar en esta latitud, el motor de la lancha se apagó y una ola, grande, pero no tan grande los inundó.

 La esposa envuelta en las sábanas, la partera aferrada a cualquier parte de la lancha, los dos hombres sabiendo que una ola grande, pero más grande que la anterior, se los llevaría a todos. Sé que hay un tipo de fe, porque la conozco, que surge y se fortalece cuando ya no queda, cuando de nuestras manos se va cualquier posibilidad. A esa fe se aferró don Jacinto, habló con su dios, y -según cuenta-, fue como si una mano hubiese levantado la lancha del mar picado, y la hubiese puesto a navegar sobre el agua en calma. Llegaron al puesto de salud más cercano. Su mujer y su hijo están bien. 

***

Entre el agua dulce más clara que he visto, que cae de la montaña, mientras caminamos y resbalamos sobre arcilla y piedras, nos reencontramos y conocimos al otro don Jacinto, como él mismo dice, al que no es callado y es sensible. Al talentoso. Conocimos de su boca el caserío y a la gente que vive en el caserío. Nos hicimos amigos, ahora somos amigos los tres.

Volvimos. Nos dejó donde nos recogió: sobre la islita pequeñita que se hundía con nuestro peso. Caminamos por la playa hasta el restaurante de Ola, donde ya habíamos comido empanadas de camarón y piangua la tarde anterior y habíamos encargado arroz con coco. Lo recogimos y fuimos al campamento, en la esquina, en su taller, ya estaba don Jacinto almorzando ¡Nos había guardado medio pescado frito de su comida! y entonces sí, lo confirmamos: ya éramos amigos los tres porque compartimos la palabra, la vida, las opiniones y las historias. Se levantó del mesón, abrió su taller y nos mostró todo lo que sus gruesas y fuertes manos podían hacer cuando el otro, el don Jacinto artista se asoma. 

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También hemos comido en restaurantes finos, bien vestidos, bien peinados y oliendo bien, sin la sal del mar adherida a nosotros. Ahora estábamos almorzando arroz con coco, huevo frito y medio pescado regalado. Su barba y mi pelo, eran un pegote enmarañado. La mesita de madera que fue testigo de los días, nos vio sonreír tranquilos, llenos de la nueva amistad y el amor de siempre, felices de tener el sol sobre los hombres y comer con el mar de fondo. 

***

Llegó Cristina con su hermano cuyo nombre no sé escribir y creo que tampoco pronunciar.  Habían almorzado iguana, una iguana que habían matado de un leñazo en su casa, la habían puesto en agua caliente para que la carne quedará suavecita, le habían sacado el hígado para que no supiera amarga y los huevos de las iguanas que ya no nacieron, los estrellaron contra el arroz. Jugamos un rato a adivinar almuerzos típicos. De quien me acompaña, agradezco la curiosidad. Bailamos un rato, al son que Cristina toca. Una que otra vez nos abrazamos a los niños y estuvimos muy cerca. Nuevamente: somos y pertenecemos, o queremos pertenecer. 

 Nos despedimos y fuimos a la playa, a ver cómo los cangrejos abren huecos, el sol cae sobre el agua y el mar empieza a mojar cada vez más la arena. Es la última noche, hay una fogata y viche curado, que es más fuerte que el viche normal, que ya es bastante fuerte. Mientras cocinamos la última noche, don Jacinto pasa, nos entrega una bolsa y nos dice: “Miren, unos cocos y unas cocadas que hicimos hoy, para que se las lleven por allá”. 

El corazón sintió algo raro. Tal vez queríamos abrazarlo, decirle que se fuera con nosotros a conocer Salento, porque ese es su sueño. Agradecerle por dejarnos conocer la realidad, su realidad. Por confirmarnos que mejor que un hotel cinco estrellas, era ese mar solo para nosotros, ese río que navegamos y el aire que respiramos. Haber encontrado el valor que para nosotros es verdadero en este lugar, y confirmarnos lo que somos: dos que se acompañan y que están dispuestos a hacer el viaje juntos. Solo le dijimos gracias. Ellos se dieron la mano. 

***

La mañana del último día llega más rápido. Estamos recogiendo todo para ir a despedirnos del mar y prometerle vernos regresar. Mientras empacamos vemos a don Jacinto al frente limpiando el negocio que él y su esposa le cuidan a alguien más. Realmente a estas alturas del viaje no tenemos mucha plata, pero queremos dejarle algo más de lo que nos cobró por dejarlo conocer el día anterior. Él va, se supone que sería una charla de 10, 15 minutos, mientras yo empaco. Terminé de empacar, hasta los cocos están listos y ellos todavía hablan. Me acerco y otra vez el tema es la muerte, cuando yo me paro al lado de ellos, don Jacinto está diciendo “por eso le digo, yo no sé si cuando ustedes vuelvan yo esté. Yo no me voy a morir de viejo, pero me pueden morir, solo Dios sabe qué va a ser de mí”. Trato de entrar en la conversación, pero no quepo, solo escucho y los miro. Nos dimos la mano y fuimos a la playa. 

El azul del cielo y el azul del mar, parecen ser los mismos. Este sitio nos regaló el último día una postal para la memoria, para el recuerdo de toda la vida. El sol en las espaldas, el sol en las frentes, el sol cerrando los ojos.Nos acostamos sobre la arena, oliendo a bronceador barato. 

“¿De qué hablaban?", pregunté. En voz baja, como es la voz de los secretos que se comparten, como si las conchas tuvieran oídos, como si fuéramos objetivo del helicóptero que siempre nos sobrevoló, me dijo: 

Una vez vinieron unos narcos, de acá, pero lavaperros de los mexicanos. Vinieron a pasear con las familias. Una plata se perdió. La plata perdida la relacionaron con un hijo de don Jacinto y con él, fueron por él a la casa, lo encañonaron, lo torturaron delante de la familia. Primero, era una la cifra perdida, luego fue creciendo a mucha, mucha plata. Plata que si alguien de aquí tuviera, ya no estuviera condenado a pescar por las noches y por las mañanas madrugar por leña y agua. Todo el mundo vio cómo lo pasearon por todo el caserío, nadie hizo nada. Por eso no tiene muchos amigos, por eso y porque prefiere invertir lo que gana en él y en su familia, no en tomar viche toda la tarde. Al final, no se sabe cómo, no le hicieron nada, pero le dijeron que la plata tenía que aparecer. El tipo volvió meses después y en una fiesta que él mismo organizó lo mataron. Don Jacinto tiene todavía una deuda que no es de él, pendiente. Guardamos silencio y nos quedamos viendo el helicóptero. 

Entramos al agua juntos, permanecimos juntos,  sabiendo que sería la última vez, de esta vez, y en silencio nos despedimos del lugar inmenso, que nos hizo sentir mínimos. 

Preguntas sin resolver, historias por escuchar, espacios de la inmensa playa qué caminar y el juramento de regresar, también juntos. 

Al salir del agua, sentados, sobre el mismo tronco, las gaviotas sobre nuestras cabezas, vuelan a la misma hora. 


 

 

***

 

ADENDA 1: Este escrito, que es muchos escritos en uno, se terminó meses después del viaje. Cuando muchas cosas que fueron, ya no son. Cuando muchas cosas que estuvieron, dejaron de estar. Sobre lo antes escrito, no se editó nada.   

ADENDA 2: Cuando hablo de «él», siempre es la misma persona. Cuando somos «nosotros» siempre es con «él». Encontrar un compañero de viaje, de eso se trata.  

ADENDA 3: «Don Jacinto», en realidad no es don Jacinto, pero en un país como este, sobre un nombre ponen cualquier bala. Todos cuidamos de todos. 

 



 

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