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Columnistas  |  26 abril de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Carlos Alberto Agudelo Arcila

AQUELLA CAICEDONIA…1

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Carlos Alberto Agudelo Arcila

Carlos Alberto Agudelo Arcila

Recordar, intuir un pasado de sangre y luz.

La Caicedonia de mi niñez irrumpe en mi memoria como un pueblo pequeño. Los sábados y domingos hacían olvidar a nuestros pobladores la lentitud del tiempo. El polvo o el barrizal en las calles sin pavimentar era paisaje natural en este villorrio. La polvareda se elevaba al paso de las caballerías cargadas de café, plátano u otros productos para la venta en la plaza de mercado o en lugares de compra de dichas cosechas. Jeeps y berlinas, ahora con su nombre deslumbrante de taxis, uno que otro bus removía polvo hasta convertirnos en personajes fantasmales de un cuento de Juan Rulfo. En invierno jugábamos en el pantano para luego llegar a la casa con pies enlodados, ropa para lavar a golpe de piedra, mientras palabras de ira de los padres daba contra el silencio del ocaso. La reminiscencia es intensidad de vida. Quizás pensarán que estoy poetizando.

No. Afirmo que dicho paisaje me marcó, asimismo la plaza donde existían pabellones en los que se vendían carne y víveres en general. Un mercado que olía a cebolla, a huesos, a sangre, a poema de la vida; donde se sacudía el mundo entre machete y cortada, pero de una manera tan romántica que todo no pasaba de ser más que un rasguño de corazones tristes, así las cabezas rodaran hasta la báscula donde se pesaban lágrimas que maldecían el haber nacido. No hay duda que muchas acciones del hombre asustan. Época inhumana en la que se fecundó uno de los más crueles períodos que le ha tocado vivir a nuestro país.

Hubo una escuela, desde luego que existían varias en el municipio, una escuela a la que le olfateaba aire de cementerio. Fui un espectro al que lo forzaban a estudiar. Este establecimiento se llama José Eusebio Caro, tenía más de mil alumnos. Me espantaba asistir a sus aulas. Iba obligado y obligado memoricé enseñanzas que juzgaba absurdas.

Yo tenía nueve años, concebía este sitio como un lupanar del conocimiento, quizá porque en este espacio tétrico fui maltratado en lo físico y en lo sicológico, como si fuese un recluso de la peor ralea en las mazmorras del medioevo. De suerte en esta etapa empecé a leer por primera vez un libro: La vida de Francisco de Asís, en caricatura. Lectura que se convirtió en gozo, en un placer mayor que el de estar enquistado en un salón aguzando el oído a erudiciones superfluas, que a la postre atormentaban mi cerebro. Devorar esta biografía despertó mi capacidad de asombro. Jamás olvido que en este crematorio del discernimiento, la profesora Dolly Bernal y el director Marcel Franco, y quién sabe cuántos más coadyuvaron en esta brutal decisión, me rebajaron de tercero a segundo de primaria, por ser el alumno más bruto que había tenido, en toda su historia, la institución. Día cruel para un infante, que horas después de esta humillación pararon, durante el recreo, con las manos en alto contra la pared, mientras le daba la espalda a centenares de alumnos que se burlaban del bruto que los rodeaba, para luego conducirme al salón de la inquisición donde dictaba clases don Antonio Restrepo. Este docente me castigaba con una regla que rechinaba en mis manos, de tal modo que ahora de adulto paso por este lugar y me estremezco al escuchar los lloros del infante que fui, me tenía retenido hasta después de horas de almuerzo para que aprendiera las tablas de multiplicar. Ese Carlos Alberto Agudelo Arcila salió abatido y desconcertado por una enseñanza retrograda. Leer, leer y leer a los grandes maestros de la literatura me produce la alegría de aprender, de degustar el auténtico conocimiento.

Con madera, esterilla, tejas de barro, boñiga y…se construían la mayoría de casas, que se caracterizaban por tener escaleras que conducían a vastos zaguanes, amplios patios, ventanas que recorrían de norte a sur el frente de la vivienda. Casas y casas. Ventanas y ventanas. Muchas, tal vez por el sinnúmero de ventanales se veía toda una ciudad, una metrópoli. Aunque siendo concretos, habría que hablar de una capital de ventanas y no de casas, no sé, todo se confunde en mi cerebro. Consuela observar que todavía se conservan casas de esta arquitectura colonial.

Del hospital no recuerdo mucho su estructura, solo el olor a hospital, olor que padecí, que me conmovió, a pesar de la corta edad en que me internaron para operarme. No tengo memoria de su azul, si era azul, -pienso en el azul que pintó Neruda para los hospitales del mundo-. Quizá estaba pintado de verde pastel o de un incoloro imposible de memorizar.

Una iglesia hermosa, como me parecen todas las iglesias, las cuales miro como lugares turísticos dignos de visitar. Catedral de vitrales que atrajeron mi mirada, hasta dejar mi raciocinio flotar en éxtasis. Acaso sea ésta una de las primeras imágenes que me enseñó lo poético de esto, de aquello, de...

El parque de Las Palmas. Evoco las palmas que se hacían y aún se hacen parque. Palmas que contemplo como mujeres de leña sensitiva. Espectacular monumento al trino, al hombre que se compenetra con la naturaleza. Céfiro de palmas. Palmas del parque. Palmas de palmas. Palomas para palmas en el parque.

La zona de prostitución, la recuerdo como si yo mismo hubiese sido el viento que veloz pasó por allí. En una ocasión huía de una pela, fue un universo que impregnó todas mis percepciones: putas y lunares, música y licor, minifaldas que contoneaban piernas fascinantes, cuerpos donde algún dios gesticuló la hermosura de igual manera que la fealdad, senos y sombras de mujeres acompañadas de culos primorosos. La miseria atroz que daba, en forma paradójica, alegría a la ridiculez del machismo. La experiencia de escabullirme por estas travesías de amor, de ira, de tristeza y alegría me afectó más que el miedo y la pela, que me dieron más tarde.

La cárcel, me percaté de que era una cárcel cuando se extendió la noticia de una fuga de presos, fui de novelero, sentí que sus muros dispersaban energías que debilitaron mis sentidos, a pesar de mi corta edad percibí esta situación con desesperanza y una confusión que hurgaba las vísceras de mi incertidumbre, hecho que no comprendí a fondo en ese momento, el trascurso de los año me reveló que este lugar conformaba con el hospital y el cementerio, tres lugares en que fácil podía caer un ser humano, debido a malas acciones.

El colectivo humano con dificultad lo puedo evocar. Recuerdo un personaje, el loco Benjamín. Un loco natural. No de esos artificiales que existen en estos tiempos modernos, puro como la cascada, frágil como el loco de Gibran. Lirismo de nervios desbocados, fue el primer hombre del que me sentí culpable. Tendría yo 7 años, cuando otro niño me dijo que ese alguien era el loco Benjamín. Me volví loco. Sin entender nada de locos ni del término le grité: “Loco Benjamín”, y ahí empezó una de las odiseas más peligrosas de mi vida. Este hombre esperó unos minutos. De un momento a otro alcancé a ver un filo que parecía tajada de luna en un machete con la dimensión del infinito. Corrí sobre un suelo que me hacía brotar alas y terror. Yo era la ráfaga y él un arma lista a desgajar una cabeza, una idiotez. Por suerte, sólo la planicie de aquella herramienta dio contra mi cráneo. Golpe justo que alcancé a recibir de este ser perceptivo. La imagen del colectivo humano, la abrevio a través de esta criatura que dejó huella en mi existencia, su reacción atemorizante fue consecuencia de la bufonada de un párvulo incapaz de entender el respeto al otro, por loco que sea…

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