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Cultura  |  09 mayo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo: Desalojo

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Auria Plaza

—Señor Juez, la casa la hizo mi padre con sus manos, ladrillo por ladrillo. En ella nací, nació mi hija y nacieron mis nietos, murieron mis padres y en ella moriré yo.

—Señora, usted tiene que irse, no es suya. Su padre la construyó invadiendo un predio que tenía dueño.

—Sr. Juez, mi padrino siempre ha dicho que don Genaro les dio permiso de hacer las casitas.

—Señora, don Genaro ya no existe y sus herederos reclaman lo que por derecho les corresponde. Tiene un mes para desocupar.

Tiene que irse... no es suya... su padre invadió... esas palabras machacan mi cabeza día y noche. Cómo entender que mi casa, la que pinto cada dos años, la de las cortinas de crochet, hechas por mí, que hacen juego con el mantel, la de los tiestos de geranios y azaleas en el patio, donde juegan mis dos chiquitos, la tengo que abandonar.

Es mi casa, la de mi padre, albañil, que me enseñó a tapar goteras, a resanar paredes, a cuidarla, a quererla, la tengo que dejar.

El día en que se llevaron a mi padrino, para un ancianato, fue un circo. La casita de él estaba al lado de la mía. Las habían construido los dos compadres, en un terreno abandonado, cuando estaban empezando familia. Recuerdo cuando nos contaba, que su compadre fue el de la idea y como llevaban mucho tiempo trabajando con don Genaro este los apreciaba mucho, por eso les dijo que podían construir en ése lote de su propiedad. Estaba en las afueras de la ciudad, pero a ellos nos les importaba. Ladrillo a ladrillo las levantaron, dos, una para cada familia. Con el tiempo la ciudad creció y se crearon barrios al derredor, pero las dos casitas permanecieron. Entre funcionarios, policías y curiosos estaba yo, con el corazón destrozado, diciéndole adiós; mis nietos se le agarraban a las piernas llorando, gritando. Los arranqué como pude y me encerré en la casa. Antes oí que me dijeron: solo falta usted. El golpe del martillo, cuando estaban claveteando placas de madera en las puertas y ventanas, se multiplicaba en mi piel, en mis huesos.

Alejar a mis nietos de sus amigos, de su escuela. Yo no conozco otro mundo que mi barrio. Cuando murió mi hija, convertí la sala en una tienda, en la que vendía de todo, para poder quedarme en casa y cuidar a mis pequeños.

A fin de mes llegarán a hacer cumplir la orden de desalojo; si no he desocupado para entonces, pondrán todas las cosas en la calle y a los niños se los llevará Bienestar Familiar. Así de sencillo... les importa una mierda la familia. La casa será escombros, mi vida y la de mis nietos destruida.

Faltan dos días; ya nos cortaron la luz. Mañana será el agua y el gas. La casa está ordenada y limpia. Es hora de poner el letrero ¨cerrado¨. Mis angelitos están durmiendo gracias a la amitriptilina; sus camas gemelas primorosamente tendidas y el cuarto en penumbra. Ya abrí las llaves del gas. Me sentaré en la mecedora, donde solía leerles cuentos, a velar su último sueño. Estoy tan cansada... pero en mi casa nos quedamos.

Nota: Este cuento quedó de finalista en el 3er Concurso de cuento y narración oral Historias en YO mayor.

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