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Cultura  |  13 junio de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuento del domingo: El Minero

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Auria Plaza

Evaristo era un hombre callado, sencillo, al principio no quería participar en el juego de póker. Lo hizo azuzado por sus compañeros y además porque un hombre apodado el abuelo, muy convincente, era quien había organizado la partida. Una forma como cualquier otra de matar el tiempo mientras arreglaban las vías del tren.

Al principio apostaba con timidez y sus amigos le hacían bromas, decían que, por estar pensando en la novia que había dejado en Suárez, no se concentraba. “Seguro… que te va a esperar, siendo tan linda” “Dejá de pensar en ella y jugá que el cachaco está cañando”.

Lo decían por molestar no más, ellos sabían que un mulato de mirada franca y expresión noble con la pinta de Evaristo: alto, de espalda ancha, brazos musculosos, piel sin rastros de viruela, dentadura blanca y pareja, podía tener todas las novias que quisiera, seguro ninguna mujer resistiría su encanto. Ya habían notado ellos cómo lo miraban.

Lo que desconocían era que, en los últimos días, la había alejado con sus malos tratos. No se la merecía. Él sentía que no tenía ni que haber nacido, y así tantos se habrían ahorrado sufrimientos. Ella se podría casar con alguien mejor.

–Pero si a vos es a quien yo quiero.

–Olvídame –le decía con la voz aguardientosa, él que nunca había tomado.

A los otros tres mineros los había encontrado de casualidad en una cantina. A pesar de que estaba muy borracho no les confió el motivo de su amargura. Ellos la atribuyeron a la separación, porque les habló de lo hermosa que era, de sus ojitos azules y su sonrisa de ángel. Pero no les habló de la angustia que le carcomía el alma. No quería que le repitieran lo mismo que le dijeron sus compañeros: “no es tu culpa”, “son gajes del oficio”, “hiciste las cosas bien”; solo palabras, porque lo que era él, no se lo perdonaba.

Trabajaba en la mina desde los doce años; ahora contaba con 23. Nunca tuvo ningún accidente; hizo su trabajo con mucho cuidado, hasta el día en que se equivocó al preparar las mechas. Hacía dos años que era dinamitero. Antes de eso había hecho todos los oficios en las entrañas de la tierra.

Él era de una familia de mineros. En cambio, la de ella vino de Antioquia atraída por la fortuna del oro, una ilusión. En Timba, como en todo el Pacífico, la explotación minera sólo hace más ricos a los ricos; los pobres nacen pobres y seguirán siendo pobres.

Volviendo al día de su desgracia: era una madrugada igual a todas; a las cuatro de la mañana ya estaba tomando el desayuno preparado por su mamá. En la mesa estaban su papá, sus dos hermanos y la hermana viuda. Los sobrinos estaban durmiendo y todo estaba en calma… Nada presagiaba el desastre.

–Mamá, no me esperes hoy a almorzar, voy a donde los Beltrán: me dijeron de una finquita que está vendiendo un vecino.

–Ajá… ¿y es que sigues con eso del matrimonio?

–Nos queremos y ya…

–Apúrense, les va a coger el día

Agarraron los termos con el agua panela, estaban ya afuera, cuando la madre los alcanzó para darle un beso al padre y les gritó:

–¡Que Dios los bendiga!

Era una familia muy unida, tenían la suerte de tener una casa grande, heredada de su abuelo quien trabajó para la New Timbiqui Gold Mines.

La abuela era de las pocas mujeres en ese entonces que sabía leer y escribir; se ocupó de enseñar a los hijos y después a los nietos, siendo Evaristo el más aplicado. Le gustaba leer libros de aventuras y, antes de hacerse novio de Yolanda, se pasaba las tardes en el corredor leyendo todo lo que caía en sus manos. Quería saber de otros lugares; fantaseaba sobre cómo sería de diferente la vida si hubiera nacido lejos de ahí. Era alegre y siempre estaba contando historias.

El infierno se desató cuando explotó la dinamita. Era una sección que había estado abandonada, pero los ingenieros decidieron reactivarla, ya que el precio del oro había subido mucho.

Como la zona estaba aparte de la mina activa, la gerencia no consideraba necesario que los mineros interrumpieran sus labores. Desafortunadamente, la presión de la explosión activó una falla geológica en las rocas y gran parte de esa sección colapsó a lo largo de la veta. Enormes bloques de piedra cayeron sobre los despavoridos trabajadores que quedaron atrapados en las galerías.

Fueron muchos los heridos y el rescate se demoró porque se derrumbó la entrada, así que había que despejar primero. Evaristo arañaba las piedras desde afuera y sólo lograba que le sangraran las manos; en su desesperación no se daba cuenta de que era un vano intento. Él salió sin un rasguño y eso lo hacía sentir peor. Lo retiraron a la fuerza y solo se calmó cuando le dijeron que tenían que dinamitar la entrada del socavón y nadie podía hacerlo mejor.

Por eso, en la estación del tren se veía tan retraído, en la cabeza los pensamientos le daban vueltas; no se podía borrar la imagen de los amigos que iban a quedar lisiados para toda la vida, de las familias que se iban a ver sin los ingresos del padre, del esposo… todo por culpa de él y su descuido por algo que no tuvo en cuenta.

Cuando sonó la alarma todo se paralizó. Los de las otras secciones acudieron de inmediato; su padre, sus hermanos, primos, compadres, todos ayudando en lo que podían… el tiempo era crucial. Los familiares de los atrapados gritaban, las mujeres lloraban, rezaban. Seguía llegando gente de otras veredas. Llevaron los heridos al puesto de salud más cercano y de allí los más graves al hospital de Jamundí.

No se quedó a la investigación. El ingeniero le ordenó vacaciones, su trabajo estaba exento de toda duda y podía reintegrarse cuando quisiera, pero unos días lejos del pueblo lo ayudarían a calmarse.

Habían pasado dos semanas y no lograba sacarse de la cabeza a sus compañeros, le hacía falta la familia, su novia. Además, no estaba acostumbrado a esa vida de juerga. Iba de regreso.

Cuando el abuelo ganó la apuesta y recuperó el reloj que él le había ganado en una de las pocas manos en que tuvo suerte, Evaristo lo sintió como la señal que le había estado pidiendo a Dios. Todo estaba bien, Se había quedado limpio, pues el cachaco se había llevado hasta el último centavo, así que llegaría a la estación a donde lo llevara el tiquete y allí buscaría trabajo en lo que fuera. De a poco aprendería un nuevo oficio y de ser posible a olvidar; lo que era él no volvería a una mina.

Se sentía perdido en este mundo desconocido, asustado pero decidido. Justo avisaron que las vías estaban arregladas y que podían abordar. Cada uno agarró sus bártulos y, con el alivio de que la espera había terminado, todos corrieron y sin siquiera despedirse se fueron subiendo al tren que pronto reemprendería la marcha. El abuelo, un hombre de experiencia y conocedor de la naturaleza humana ya había notado la tristeza del joven y cuando se acomodaron se sentó a su lado, quería conocer su historia.

–¿Dígame joven a dónde va?

–No lo sé, pienso quedarme en la estación a donde llegue con el tiquete, contestó Evaristo y cuando el tren arrancó, sin saber por qué, se encontró contándole toda la historia; tal vez necesitaba desahogarse y a pesar de que no sabía ni el nombre de este hombre mayor, le inspiraba confianza.

El interlocutor lo miraba directo a los ojos y lo escuchaba atentamente sin interrumpirlo. El resto de los pasajeros, cada quien en lo suyo, no se fijaban en ellos. Solo se oía el zumbar de las moscas y el traquetear del tren. Evaristo, en voz muy queda, desgranaba sus pesares, hasta que por fin sintió un agotamiento que lo dejó sin más palabras. El abuelo, después de una larga pausa, paternalmente, le dijo:

–Pues mira muchacho, lo que me acabas de contar es duro. Sí… pero eres joven y lo vas a superar. Mi nombre es Samuel Palacio, llevo años trabajando con los ferrocarriles, he conocido mucha gente y escuchado muchas historias. Sin embargo, tú me impresionas por tu sinceridad y sencillez, se nota que has sido bien educado y que vienes de una familia decente; si quieres yo te puedo ayudar a encontrar trabajo. Esta región es muy próspera y siempre hay oportunidades para personas como tú. Se quedó pensativo por un momento y de pronto continuo:

–Es más, se me ocurre que podrías empezar a trabajar conmigo; ya les había comentado a mis jefes que iba a necesitar un ayudante. ¿Qué te parece?

Evaristo no lo podía creer, casi balbuceando le respondió:

–Don Samuel, usted me dice qué es lo que tengo que hacer, yo estoy dispuesto a aprender y a trabajar duro. Puede estar seguro de que no lo haré quedar mal.

–Bueno, ni se hable más del asunto. Te vienes conmigo y, quién sabe, de pronto cuando te organices podrías ir a buscar a tu Yolanda.

El Caimo, junio 2021

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