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Cultura  |  15 junio de 2021  |  12:08 AM |  Escrito por: Administrador web

Cuento: Un Ángel de Mujer

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Este texto hace parte del libro "Tedas cuenta que no hay nada que amar", y se publica con autorización de la familia del escritor Gustavo Rubio.

Aquella tarde gris y gotas de lluvia mojando la calle. Tiempo para recordar la última canción que la vida canta al anochecer; el bus verde que pasó de largo modificando mi silencio y el de la avenida; una señora algo loca se acercó y me preguntó si usted ha visto mis lágrimas a esta misma hora, le respondí que no.

Luego vi al ángel y supuse que las revelaciones son cosas de metafísicos en tiempos de cuaresma y me quedé con los pasos dibujando una calle más; hay un instante en que todos queremos huir de algo, de meternos en un saco de sueños o en la soledad abierta de otros.

Busqué en mis bolsillos para comprar un cigarrillo y apareció una moneda cuya efigie tenía cara de ángel y la imaginé esbelta, compré el cigarrillo, lo prendí y lo fumé y el humo la siguió en la bocanada, en el aspirar hondo de la ausencia que es mirar una mujer bella; le seguí los pasos como alguien camina tras una estrella y vos me lo dijiste mientras apoyada en mi hombro nos mojaba la lluvia, tal vez todo era hermoso y también el amor era mentira, tantos amores, dijo, sin embargo un gran amor no es más que un gran amor.

Recuerdo que quería contar aquello de lo que la vida canta al anochecer y sucedió que habías olvidado la letra, lo siento, qué lástima, porque me gustaría saber cómo es el asunto ése, dije yo, y ella dijo que era una enviada del otoño póstumo y yo el destinatario del mensaje que, seguramente traía, entre la azucena con sabor a algas, para que yo chupara al máximo y luego lo depositara en los labios amargados del amor que muchas mujeres deseaban; habló más que las palabras y por ello le grité que fuera más precisa; se detuvo cerca a una callejuela del parque Fundadores, la lluvia caía; a mí me gustan las mujeres de ese sector, son bien paraditas, les encanta el amor de bruces y la jodienda de los viernes sudando a madrugada con Silvio Rodríguez en la oreja y al fondo de la calle oscura una mano buscando la media ostra entre sus muslos blancos y perfumados.

Seguí a la muchacha del vestido azul y ella subió las escalas, abrió la puerta, fue hasta el lavabo, se miró en el espejo e imaginó que la vida es una cerilla que en cualquier instante se enciende. Yo la miraba nada más, la veía sacar un pedazo de pan y después escupir con odio porque el pan tenía una mosca y cerró la nevera, dijo qué asco dios mío y me miró a los ojos.

La imaginé reprochándome el papel de policía. ¿Por qué me persigues? dijo, yo no la persigo, dije, usted quiere robarme, no, le respondí, yo me la robaría pero a usted toda, pues inténtelo, masculló, me la robo, concluí.

Me robé el ángel, señores. Lo mejor era no haberlo hecho. No tendría que contar el cuento. Contar historias que le pasan a uno, a cualquiera, es harto aburrido, pasan a formar parte de ese gran arsenal que es la literatura y nadie paga por ellas, como si a uno no le hubiesen ocurrido, y es ahí cuando doy la vida por ser un escritor mediocre. Me robé la hembrita, me enamoré de ella.

Pero para hurtarla inventé un plan: consistía en hacer ficticias las calles de Armenia, calles de lo imaginario en vez de las torpes y mal trazadas calles reales; calles de la dicha y el anhelo en vez de las reales y el fracaso, calles donde cada paso del ángel construyera de modo extraviado los devenires de mi corazón, es decir, a cada paso de ella debería corresponder no el triunfo de las obras públicas sino el de mi deseo y mis emociones, mientras ella, obviamente iría perdiéndose cada día más en las calles de los números imaginarios, las calles perfectas de mi plan; así pude construir la calle 20 como si fuera la 21 para poder ver su paso, ver la dulzura de su talle, el perfil de su amargura, la insinuante redondez de sus nalgas prodigiosas; pude acumular también los datos de su conciencia: comprobé no sin espanto que los juicios, máximas y demás palabras que usaba eran equivalentes a la pobreza de las instituciones donde le habían fabricado el cerebro y hasta las maneras torpes de soñar; la lógica, por ejemplo, era una tarde larga en una discoteca fumando y chupando cerveza o enhebrando una aguja para coser el velo de novia y con el cual imaginaba casarse.

Y qué decir del estriaje minucioso en que apoyaba sus sentimientos: lo único que ambicionaba era casarse y ojalá con un rico de lo más bello; le importaba a la linda de mi corazón generar institución pero ella nada sabía, pobrecita. Luego de que hube averiguado el plan A, pasé a determinar las coordenadas del plan B.

En este plan las calles continuarían siendo lo que son, esto es, unas largas y otras cortas, unas con huecos y otras de asfalto, las verdaderas prevalecerían sobre las de la mentira y la astucia, como aseguran los curas han de ser las cosas del hombre, mientras que la de los perros negros no sería atravesada por carros oficiales ni por tus pasos ángel mío, y todo lo anterior para corroborar que si ella se movía por cualquiera de estas calles iría a caer en mis brazos sin duda alguna, y fue precisamente ahí cuando un carro rojo me tiró agua a los ojos, y apagó mi cigarrillo.

Le conté aquello de dos versiones del plan y se reventó de risa. Llegamos a su casa, la lluvia persistía y mojaba; le pregunté por uno de sus sueños y respondió que eso era para los poetas, no tienen más que hacer; le pregunté si no le bastaba con la belleza y se le abrieron los ojos que a punto estuve de creer que yo era un vil o un sinvergüenza porque me miró de un modo tan nocivo, que tuve miedo de perderla.

Esta es mi casa, dijo, muy bella, dije, es suya, gracias, lo mío es suyo, nuevamente gracias, lo veo triste, siempre lo estoy, no debe estarlo, pero también estoy feliz, así es que debe estar siempre, pero si usted está siempre conmigo, me gustaría, apenas lo conozco, yo, en cambio, llevo seis meses averiguando todo lo suyo, día tras día, increíble, así es, me ha perseguido, he investigado, cómo, uno de los puntos en cada uno de los planes deducía ese propósito, dije.

Le conté todo el proceso de búsqueda acentuando los fracasos para que me creyera, y dijo: lástima que usted no sea un escritor, un escritor es la psique de una ciudad, en cambio usted imagina nada más, pero no siente; además usted se equivoca respecto a mí: no soy una mujer libre que ama, sino una mujer que ama libremente; bajé la cabeza abochornado, con una pena que todavía me rompe los zapatos.

Abrió la puerta y yo no pude ocultar la desazón: la casa estaba vacía; el ángel sólo venía a constatar que no se hubiesen llevado nada los ladrones, la dueña les había dicho den una vuelta semanal y me cobran. La decepción no podía ser más grande, yo echándole cuentos a una pobretona; le conté lo que pensaba y ella musitó dos o tres palabras, comenzó a llorar y yo también lo hice.

Pidió que en vez de tantas lágrimas por qué no nos casábamos y descifró aquello de que lo que la vida canta al anochecer no es otra cosa que jornalero a tus zapatos. Me dije preso de humillación que yo buscaba una mujer rica y me encuentro con una inútil Dulcinea; yo seré pobre, pero lo quiero, dijo, y sentí un crujido como nunca lo había sentido y era que estaba profundamente enamorado de un sueño.

Cómo te llamas, dijo, no le diré mi nombre, dije.

Yo soy un ángel, dijo, un qué, pregunté.

Compré otro cigarrillo, pude fumar de nuevo cuidándome de que otro carro no me lo apagara; seguí caminando, sigo caminando; hoy he visto al ángel cruzar sigiloso por una de las calles. Es a ella a quien debo el cuento.

Gustavo Rubio Guerrero.
(Extraído del libro de cuentos: “TE DAS CUENTA QUE
NO HAY NADA QUE AMAR”. 2008)

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