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Cultura  |  15 junio de 2021  |  12:13 AM |  Escrito por: Administrador web

Mi relaciones con la lectura. Verdades y mentiras

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Un texto de Jairo Humberto Ramírez Arcila. Hace parte del libro Literatura Herramienta de la Historia. Un proyecto del grupo Café y Letras Renata.

En toda reunión donde tuve que contar cómo fueron mis inicios lectores, narraba la misma historia. En ella, involucraba a mi padre como el animador y aunque eso no fue del todo falso, sí lo fueron los detalles con los que la adornaba: siendo yo muy niño, lo veía sentado en el mueble grande de la sala, leyendo novelas de Dostoievski, Stendhal, Dumas y otros clásicos. No fue así.

Imágenes como esa, las vi veinte años después de que yo empezara a leer, cuando se había pensionado. Comencé a fastidiarme con los relatos de otros, porque sonaban muy parecidos a los míos, como si llenáramos un formato evaluativo de clase.

Escudriñé en mis recuerdos, hablé con mi hermano y mi madre, en un examen introspectivo y dialógico que cambió la ficción de mi génesis de lector. Si lo que yo había construido como fábula no se ceñía a la verdad, entonces… ¿cuál podría ser la historia creíble?

Al iniciar este relato, afirmo que toda esta historia se relaciona a medias con la verdad. Manuel Ramírez Tamayo, mi viejo, era lector habitual del periódico los domingos de cada semana. Vivíamos en Dagua y en la mañana compraba El País, en la tarde, el Espectador y algunos jueves, compraba uno de los dos periódicos, aunque en semana leía poco por el trabajo.

Su rutina dominguera era casi siempre inquebrantable: después de almorzar, salido ya de su oficina, daba cumplimiento a sus arraigadas costumbres. Leía primero lo del jueves, luego, lo del domingo, mientras mi hermano y yo nos acercábamos intrigados por esos papeles tan grandes, y disimulados, echábamos mano a las tiras cómicas.

Cuando no lo veíamos, porque mi madre nos forzaba a salir de la sala, lo escuchábamos dar vuelta a las hojas y hacer diferentes sonidos con su garganta. Mamá lo hacía porque, de un momento a otro, empezábamos a hacer bulla o a pelear y esto descomponía al viejo, pues no se podía concentrar en la lectura.

Tal vez por intuición, de un momento a otro, mi padre empezó a poner en el suelo las tiras cómicas que me resultaban tan atractivas, por sus colores y los dibujos, para que yo las leyera primero y, cuando ya me cansara, se las dejara a mi hermano. En la noche, el viejo era el último que las leía. Esta sagrada tradición sólo era interrumpida cuando, sonsacado por alguno de los clientes de su oficina, empezaba a beber muy temprano y no volvía hasta la noche, casi siempre, borracho.

Era un buen hombre y cuando se emborrachaba, se volvía muy afectivo con nosotros. La vieja nos confiaba su búsqueda los jueves, los días de mayor dedicación a la bebida, y algunos domingos, cuando se perdía desde las once de la mañana. Nos gustaba buscarlo.

Identificamos los escondrijos para hallarlo y nunca se enojaba; al contrario, trocaba en otro ser y nos holgaban los mimos y halagos, aunque lo mejor era su generosidad para atiborrarnos de las golosinas que quisiéramos.

Si él no lo hacía, sus compinches, igual de manirrotos, competían por suplir los antojos nuestros. Cuando ya se caía de ebrio, el menos beodo del clan nos acompañaba para transportarlo hasta nuestra casa. Sus amigos eran de todas las clases, tallas y colores.

Una que otra vez, los acompañaban algunas mujeres, normalmente sus esposas o hijas. Nunca lo vimos en nada sospechoso con alguna, aunque mi mamá sostenía, mediante uno de sus dichos: “él es de los que comen gallina, pero sólo dejan el plumero”.

En una de esas pesquisas paternales, conocí el pandebono original, el dagüeño. Este fruto de panadería nació allá, en la carretera que de Cali va a Buenaventura. Para conseguirlo, había que ir hasta Ricaurte o Remedios, barrios de Dagua lejanos de Las Camias o Chapinero, las calles donde viviamos, lo que nos obligaba a un largo recorrido de ascenso para ir a comprarlo.

En aquellos años, el consumo se mantenía dentro de límites equilibrados y no había multinacionales ni domicilios que poblaran los lugares del mundo con el producto y te lo hicieran llegar hasta tu casa. En todo caso, hartados de comer pandebono, cucas, galleta rosada, rollos, helados y gaseosas, llegábamos a casa con el borrachito y doña Rosmira, mi madre, completaba, con resignación, pero contenta de tenerlo ya en la casa, la tarea de poner en la cama aquel cuerpo desmadejado.

Lo desvestía con nuestra ayuda, tratando de evitar esas manos que como pinzas podían agarrarnos y no soltarnos hasta que se quedara totalmente dormido, riendo a gusto mientras hacía chillar como un condenado al desgraciado que había logrado atrapar. Mientras, la vieja, acomodaba su ropa, rebujaba los bolsillos y cobraba los honorarios debidos por las molestias tomadas.

En vacaciones de fin de año, que pasábamos en Quimbaya, cambiábamos el calor del Cañón del Dagua por el clima templado de la hoya quindiana, donde era asiduo visitante de una “revistería” cercana a la casa de mi abuela. El placer era mucho, pero la plata tan poca, que solo alcanzaba para leer cinco o seis revistas, a cinco centavos cada una.

Moneda que llegara a mis manos, iba a parar a las del revistero. La cantaleta de mi abuela y mis tías, presionando a mi mamá para que me diera unos buenos correazos, era constante. Ella no cedía, aunque le aseguraran que de mí saldría un engendro con cachos y cola y echaría bocanadas de candela, por pasar los días leyendo pecaminosas revistas. Yo veía que Arandú y Taolamba, Kalimán y Solín, Juan sin miedo y El Valiente, Memín Pingüín y el Espía 15, venían en mi ayuda y llevaban a mis tías y abuela con El Dr. Mortis, a los mismos mundos del Averno.

Por traslado laboral, llegamos a Versalles, en un cambio brusco para todos. Jorge, mi hermano, y yo éramos adolescentes. Sandra, la niña, apenas tenía cinco años. Un clima diferente: atmósfera fría y cultura caliente donde la lectura no era un ejercicio animado, pero sí los matinales, vespertinos y nocturnos de tiro al blanco, al negro, al grande, al chiquito.

Cuando llegamos, había todavía reflejos de una violencia entre familias, que luego cambiaría a otra cosa. Aun así, mi pasión lectora siguió creciendo, pues en una farmacia al frente de nuestra casa, vendían las revistas de Disney, Pato Donald, Archie, El tio Rico McPato y muchas otras.

Ya no las alquilaba; las compraba con el dinero de la mesada semanal o del pago de alguna labor que pudiera hacer en fines de semana. Vendían, también, unos libros pequeños con mucho texto y pocas imágenes: los de pistoleros. Conocí a Marcial Lafuente Estefanía y otros autores de este género. Leer el primero y engancharme en la lectura asidua de este género fue lo que sucedió de inmediato y así siguió por un largo tiempo.

Mi primera obra literaria llegó a los trece años: Miguel Strogoff, mi primer héroe de la narrativa. Luego, “Los perros de la guerra, El mundo es ancho y ajeno” y la novela que más me impactó: “Lo que El Viento se Llevó”, de Margaret Mitchel. Para los quince, ya había ingresado a la historia del “Quijote”, a través de dos enormes volúmenes, y a la de Angel Pitou, entre otras muchas. Al pasar los años, vendrían las lecturas académicas: los ensayos.

En 1985, me metí a comerciante e instalé una tienda en la casa de habitación de mis padres, en el centro de Quimbaya. Esto me dio la oportunidad de tener más contacto con mi papá y fue, por aquella época, cuando lo vi, casi a diario. Entonces, empezamos a tener breves y largas charlas sobre estas obras, las noticias del mundo y la política.

Nuestra relación varió ostensiblemente, hasta hacerse rica en historias, opiniones y puntos de vista que, en vez de separarnos, nos unieron como nunca lo estuvimos antes. Ni siquiera cuando me aproximaba a él, a través de las páginas de los comics de los periódicos que leía en la sala de nuestra casa, aquellos domingos en forma silente, dedicaba tiempo a su familia.

Cuando mi padre dejó este mundo y volvió a esa nada en la que estuvo antes de nacer, yo estaba realizando proyectos con el Ministerio de Cultura. La exigencia de estas actividades me impedía frecuentar la casa paterna y pasó un tiempo largo sin que pudiéramos conversar.

Fue por esta época en que se le descubrió una enfermedad terminal, justo ocho meses antes de morir. La tendencia que nos impele a creer que las cosas no van a pasar, porque nos van a dar espera a que resolvamos esas diligencias que nos faltan por realizar, me empujaba a aplazar la recuperación de las tertulias que antes fueron costumbre entre los dos. Se murió mi parternaire y antagónico sin que nos alcanzara la vida para el último coloquio.

Hubo necesidad de ingresar por la vivienda vecina, saltando el muro que, aún hoy, divide las dos edificaciones, para encontrarlo extendido, cuan largo era, en la cama matrimonial, que esa noche no compartió con mi madre, pues ella enferma, dormía donde mi hermana para que la cuidara. No quiso dejar la casa sola y falleció íngrimo; esa noche de viernes en que, según él, podrían entrarse los ladrones.

Un año después, hice un viaje a Palmaseca, muy cerca de Cali, donde él tenía un cuchitril que había heredado. Solía permanecer breves temporadas en este lugar, solitario, para cambiar de aires y dedicarse a leer, cuidar plantas y vivir de manera rudimentaria para no olvidar sus orígenes. Su esposa no compartía esta filosofía.

Sin embargo, una que otra vez, lo acompañó movida por el temor a que se muriera sin tener a nadie a su lado. En el sitio encontré libros suyos y míos, que le presté y nunca me devolvió. Regresé frustrado pues no encontré la joya por la que fui, un ejemplar de El Quijote, comprado en el año 1887 por un pariente de mi abuelo, en Buenos Aires, para regalárselo en una visita que le hiciera.

La obra se esfumó, como Manuel Arana García, quien lo trajo a Colombia para recuperar un sello familiar y como Segundo Ramírez Arana, quien lo recibiera y, a su vez, me lo cediera, como presente por mi título profesional. Se perdió como Manuel Ramírez Tamayo, mi padre, quien se lo apropió, para recuperar, quizás, a su vez, ese linaje filial que se ha relacionado a través de los libros como lo hicimos él y yo.

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