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Cultura  |  24 septiembre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

GRACIAS A DIOS, SOY MONTAÑERO

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Por Manuel Tiberio Bermúdez

Ayer, como si fuera una gran ofensa me dijeron: “montañero”. Todo porque en una charla sobre música, dije que la salsa era muy repetitiva y se hacía aburridora.

No más terminar de dar aquel concepto y se armó la grande contra mí. “Usted no es más que un montañero”, me dijeron en coro.

Creyeron que iba a sentirme mal, pero se equivocaron. Les dije que me sentía orgulloso de ser “montañero y pueblerino”, que lamentaba que ellos no tuvieran la dicha de llevar ese apelativo, y aún más, les tenía lástima a quienes, como ellos, nunca habían vivido en un pueblo.

Efectivamente, nací en un lugar situado al norte del Valle del Cauca: Caicedonia, pueblo que queda arriba en la montaña donde uno se siente más cerca de Dios y de las estrellas, pero, los citadinos toda la vida han creído que Caicedonia, es “un pueblo violento que queda en el Quindío”.

Los que viven en la ciudad no saben a que huelen los cafetales florecidos, ni conocen el grato olor que produce el ganado reunido. Los hijos de la gente de la ciudad piensan que las vacas dan la leche en bolsas de plástico - y dejan de tomarla- cuando ven, el para ellos, extraño espectáculo del ordeño.

La gente de la ciudad ignora lo que es tirarse boca arriba en un potrero (además, no saben qué es potrero) a observar cualquier noche el cielo estrellado y dejarse arrullar por los recuerdos. Escasamente les queda tiempo para leer, presurosos, los avisos de neón que la urbe les avienta atropellándolos con la publicidad de discotecas, almacenes, y cuanta venta existe.

Los citadinos no saben de la emoción de la espera cuando la “clueca” está calentando los huevos que más tarde se convertirán en “pollitos”, ni han visto el bello espectáculo de esas “bolitas lanudas” piando tras de la gallina. Si acaso, tienen el tiempo justo para llegar a toda prisa y ordenar “un pollo asado o apanado”, que es lo más cerca que han podido estar de esas aves.

Los de la ciudad no han vivido la experiencia de escuchar, al amanecer, el clarinazo sonoro y efectivo de un gallo madrugador, ni mucho menos, de despertar entre los sonidos amables y hermosos de los pájaros; por si acaso, en diciembre se compran un pajarito plástico que silba fastidiosamente, escondido en algún lugar del árbol navideño.

Tampoco el citadino tiene la más remota idea de a qué sabe el agua de la quebrada en el cuenco que forman nuestras manos, para eso está el agua ciudadana que compra en botellones o en “chuspitas” de plástico.

¿Qué sabe el citadino de una noche entre tiples y guitarras tocadas por manos toscas y sencillas? No conoce el sentido evocador y los sentimientos que producen las voces no profesionales de la gente del campo entonando esos “despechos” como oraciones al anochecer. Ellos, los ciudadanos, tienen un equipo de sonido de 1000 vatios de potencia para desesperar la paciencia de los vecinos disparándoles la música in, o despertar al vecindario con el estruendo de la música reguetonera.

Para los de la ciudad, el tiempo es oro. Hay que correr para alcanzar el bus, hay que correr para llegar cumplidamente a la cita con el incumplido, hay que correr, aunque no se tenga prisa porque los otros corren. Hay que correr...

Los habitantes de las urbes son extraños en su propia ciudad. Doscientos metros después de la puerta de su hogar, no son más que extraños entre extraños. En los pueblos, nos queremos o nos odiamos, pero nos conocemos y tenemos a la mano, para uso cotidiano, la solidaridad de la gente. Para los citadinos, la solidaridad va en relación directa con la cuenta bancaria.

Finalmente, en el momento del despegue final, a la hora del adiós sin retorno, la ciudad es impersonal y fría. Un entierro en la ciudad, se hace en carro y a prisa, como si estorbara el difunto; en el pueblo, los amigos se llevan en hombros como tributo final a la amistad. La ciudad es muy sola...por eso sigo pensando y pregonando: gracias a Dios, soy montañero.

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