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Columnistas  |  30 noviembre de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Josué Carrillo

EL CLUB DE LA PUERTA DEL SOL

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Josué Carrillo

Josué Carrillo

En el año 1896, se fundó en Armenia el Club Maceo; pero parece que los parroquianos que habitaban el poblado, por andar tumbando montes y acabando con cuanto animal silvestre encontraran, poco tiempo y poco interés tenían en clubes sociales; fue así como dicha asociación pasó al olvido, porque son muy pocos los que lo recuerdan, y son menos todavía los registros que se tienen del primer intento de un club social en esta ciudad.

Finalizadas las actividades del Club Maceo, se hizo una segunda tentativa por darle a Armenia una sede social donde la gente más acomodada del pueblo pudiera reunirse a echar paja, rajar de los demás cristianos, jugar cartas y tomarse sus tragos. Resultado de ese intento fue el Club América, fundado el 18 de junio de 1925; Armenia era aún un villorrio de casas de bahareque y calles sin pavimentar. Dados los buenos resultados de su empresa, los fundadores del club, animados además con el apelativo de ‘Ciudad Milagro’ que ostentaba el pueblo, consideraron que era de muy buen recibo tener otro centro para reuniones sociales, pero esta vez quisieron que se creara una sede campestre en las afueras de la ciudad; fue así como el 22 de marzo de 1937 se fundó el Club Campestre y se construyeron sus instalaciones en un lote grande que se adquirió para tal fin, situado en la zona donde está hoy el parque Fundadores. Así mismo quienes fundaron este club vieron que su obra era tan buena que, después de casi 90 años, aún tiene una existencia muy exitosa.

En los años en que se concibiera la idea de crear el segundo club en la ciudad y se hicieran todas las gestiones para realizar esa idea, hubo varias personas jóvenes que, motivadas por otras razones, decidieron formar una asociación cuyos objetivos eran muy diferentes de los demás clubes sociales. Este club, aunque no tuvo una vida muy larga, pues su existencia alcanzó apenas tres o cuatro años, si dejó una impronta muy marcada en la memoria de todos los habitantes; el club se convirtió en leyenda y todo lo que de él se conoce son imprecisiones de uno y de otro, lo que da pie a que se forme un lugar en el límite entre la realidad y la leyenda.

Esta nueva asociación tenía características especiales que la distinguían de las otras dos asociaciones ya mencionadas y, sin temor a exagerar, bien se puede decir que era una de las pocas asociaciones en su género que en el mundo han sido. El ingreso al club era libre, a nadie se invitaba a pertenecer a él, pero quien se decidiera lo hacía a ciencia y conciencia, solo tenía que empeñar su palabra de honor y una vez aceptado, la decisión de ingreso era irrevocable, no existía la posibilidad de renunciar a ella. El ingreso se formalizaba con la gravedad de este juramento: “¿Jura usted y empeña su palabra de caballero y de hombre, sin protestar ni pedir prórroga, terminar con su vida en el plazo fijado, cuando aparezca su nombre en el sorteo de rigor?”. Esta era la cláusula breve y concreta que garantizaba la admisión en el club, sólo quedaban pendientes el sorteo y que, después del cumplimiento del compromiso, saliera su foto en el periódico local en que se daba la noticia de que a un socio le había llegado el turno, y en el pueblo todos estaban a la espera de quién había sido el ganador del fatal sorteo. No hubo quien faltara a la palabra empeñada ni incumpliera el juramento 

Este club, conocido por todos como el Club de los suicidas, estuvo signado por la fatalidad y careció de todo lo que tienen otras asociaciones: requisitos de admisión propiamente dichos, pues no los había; el club no tenía una sede y si llegó a tenerla, era ambulante. Los puntos de reunión eran por lo regular bares o cafés de la carrera 18, en el sur de Armenia; sin embargo, hubo un bar, con aspecto de cantina, llamado La Puerta del Sol, que fue frecuentado por aquellos que decidieron afiliarse al club; en especial, por quienes estaban próximos al momento de cumplir el pacto establecido en la cláusula de admisión. (Aún conservo el recuerdo muy vago de esa cantina en una esquina de la carrera 18, con un sol naciente en el aviso instalado sobre la puerta esquinera). También se reunían mensualmente para definir, mediante sorteo, quién era el siguiente llamado a respetar la cita que tenía el rigor y la solemnidad de un reto. No puede decirse que La Puerta del Sol fuera la sede, pero si era el bar preferido por todos los socios y, como en El ruletista, de Mircea Cartarescu, aquí llegaron muchachos de esos que usaban gomina, que lucían vestidos bien planchados y exhalaban suaves fragancias, con el firme propósito de cumplir la palabra empeñada y con el deseo ardiente de finalizar sus días. A La Puerta del Sol concurrían los jóvenes asociados en compañía de mujeres, algunas de las cuales también pertenecían a ese club de la fatalidad.

 

La música

En este bar se hallaba el ambiente propicio para sellar y cumplir el pacto. La música tenía un tinte muy marcado de tristeza y despecho por el amor frustrado, el amor que no se pudo alcanzar o el amor burlado. El compositor y cantante boricua Guillermo Venegas parecía haber encontrado entre los socios de este club las almas atormentadas, ávidas de oír sus melodías, ansiosas de atizar su afán por escaparse de este mundo. Sus discos ‘Desde que te marchaste’ y ‘No me digan cobarde’ estaban dentro de la lista de los más solicitados por los clientes asiduos. También muy requeridos eran los discos ‘Desesperación’, ‘Muy pronto es mi partida’, ‘Como se adora el sol’, y ‘Triste domingo’. 

La música, melancólica y triste, tiene más de yaraví que de pasillo; las letras exigen, aún hoy, una buena dosis de optimismo y alegría para poder adentrarse en ellas y no salir dispuesto a reactivar esta famosa asociación de despechados. Cuando me puse en la tarea de escuchar los discos predilectos de los clientes de La Puerta del Sol, movido por el interés de conocer su mensaje y ver qué era lo tan acongojador que incitaba a una decisión tan terrible como la de abandonar este mundo, al cabo de un buen rato estaba yo también pensando en cuál podía ser la manera más honorable de acabar con esta hilacha de vida. Cuando estaba enajenado en esos pensamientos, me llegó, como enviado del cielo, un salvavidas, pues tuve la necesidad forzosa de salirme del tema, porque en esas me llamó mi mujer para que le pelara unos plátanos para un sancocho, puesto que a ella no le gusta untarse las manos del líquido graso y pegajoso que larga la cáscara de plátano. No sé qué hubiera sido de mí si mi mujer no me saca del remolino en el que estaba atrapado en ese momento.

De esas canciones seleccioné unas cuantas frases insinuantes. De ‘Muy pronto es mi partida’, que cantan Valente y Cáceres, se pueden entresacar estas perlas: “he llorado, pensando que muy pronto, muy pronto es mi partida” y “con el alma repleta de amargura te doy mi despedida”. No menos entusiasmado por coger camino y embargado de desamor se encontraba el recién formado Dueto de Antaño cuando cantaba “tengo un sepulcro aquí en el pecho… solo me falta morir y estoy muriendo”.

(Continúa)

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