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Cultura  |  06 enero de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Los oficios perdidos: El carbonero

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Una crónica de Carlos Fernando Gutiérrez, escritor y poeta colombiano.

Este hombre con su rostro teñido de negro vegetal podría llamarse don José o don Honorio. Lo podría llamar don Pompilio o Severino. Lo podría llamar con un nombre antiguo, como los abuelos de mi pueblo. Cuando veo la silueta de este hombre a lo lejos, tras ese montículo de tierra humeante, me está escribiendo una página de recuerdos, una nostalgia de tiempos idos. Nos está diciendo que a pesar de la apabullante modernidad, aún quedan oficios y tareas rústicas que están recordando la historia que nos antecedió y no debemos olvidarla.

En mis recorridos en bici, por la comarca quindiana, me he encontrado con una imagen idílica de mi niñez: el oficio de carbonero. A lo lejos, tras un camino veredal del municipio de Filandia, aprecié esa pila humeante, un montículo oscuro que irradiaba un olor particular de tierra y madera cocida. Un vaho único para quienes conocimos esta labor cotidiana de nuestra infancia. Tras esa construcción rústica se hallaba una silueta campesina, hombre con rostro de madera que trae el recuerdo de ciertos oficios tradicionales, casi extintos, de nuestra región como: el arriero, el guaquero, el vocero, las lavanderas, entre muchos otros.

En nuestra infancia de pueblos y ciudades de origen campesino, era común ir a la tienda del barrio o entrar a humildes locales donde vendían, por unas cuantas monedas, un poco de carbón vegetal para asar las arepas, cocinar en fogones de leña o calentar las planchas de metal para la ropa de domingo. Aún recuerdo la carbonería de don Pedro en mi calle.

Hombres fuertes y laboriosos se internaban en los montes y selvas de las montañas andinas para descuajar los altos troncos de Caracolí, Cachimbos, Guácimos y Nogales. Con estos árboles en trozos, hacían una pila vertical, la cual era cubierta con hojas, pasto y tierra. Se encendía en su centro. Al final de una semana, la madera se va trasformando de manera anaeróbica, en carbón vegetal. Este era empacado en costales de cabuya y transportado al pueblo más cercano en mulas o carretas. Este rudo oficio requería de largas jornadas de vigilancia y atención permanente, ya que un descuido podía reducir la madera interna a cenizas.

Los ennegrecidos rostros y trajes aún recuerdan un oficio que fue vital para la supervivencia de las comunidades, respecto a su alimentación y las labores artesanales de fragua y metal. Aún es valiosa para actividades como puestos ambulantes de arepas, asados y chimeneas. Esta labor casi ha desaparecido con la llegada de los fogones de petróleo y kerosene, con las estufas eléctricas y gas natural. Pero más allá de este frenesí de lo contemporáneo, quedan imágenes y nostalgias por estos oficios que el tiempo casi ha derrotado.

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