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Cultura  |  25 enero de 2018  |  03:13 PM |  Escrito por: Robinson Castañeda

Crónica: El día que la pereza me salvó la vida

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El día que la pereza me salvó la vida

Este texto fue escrito por Daniel Restrepo Tabares

La pereza, esa sensación deliciosa que sentimos en las mañanas al despertar, o que habitualmente nos da los domingos ocasionando ganas de no hacer absolutamente nada más que estar en quietud, es la responsable de que hoy pueda estar escribiendo sobre mi experiencia con la tragedia que el 25 de enero de 1999 partió la historia del Quindío en dos, cuando el terremoto nos cambió la vida.

Para esa fecha, tenía 15 años y había afrontado ya momentos difíciles: el asesinato de mi padre un año antes a manos de una banda de asaltantes en una carretera del país.

Esa pérdida, la más dura que he vivido, me perfiló para asumir la vida con más madurez y responsabilidad, pues mi madre, una mujer luchadora y trabajadora incansable, había asumido la tarea de terminar de criar a tres hijos hombres y de asumir la figura paterna de la casa.

Cuando uno es adolescente y crece en un hogar de estrato medio bajo como en mi caso, debes ocuparte de ciertas diligencias: pagar los recibos de los servicios públicos, pedir citas médicas y demás quehaceres que impliquen largas filas. Son tareas que hay que cumplir sin derecho a protestar, pues lo contrario implicaba todo un día de regaños y cantaletas que era mejor evitar.
 

“Daniel, hay que ir a pagar el recibo de la luz, levántese temprano para que no le toque hacer mucha fila; vaya a pedirme la cita con el especialista, pero muévase, deje la pereza”,

Eran las palabras que escuchaba constantemente de parte mi mamá, una tía para la que la cantaleta era su deporte favorito, y de mi abuela, que competía con ella. Y es que eso, vivir rodeado de mujeres, agravaba mi situación razón por la que la pereza era mi cómplice. Más cuando eres el segundo de tres hermanos, es decir, el hijo de la mitad, y sabes que tu hermano mayor está para otros quehaceres, y que al menor no le pueden pedir que haga mandados pues es el bebé de la casa.

Aun con todo eso, la pereza me acompaña fielmente, sin importar las consabidas consecuencias: regaños, regaños y cantaletas todo el día.
Uno de esos días en que apareció la pereza, fue precisamente el 25 de enero de 1999 cuando desde temprano me dijeron que debía ir a pagar un recibo; no recuerdo si era el de la luz o el agua. Trato de no recordarlo, y como de costumbre me negué a ir al centro de Armenia tan temprano, porque estaba en mis vacaciones escolares y sencillamente lo que quería era dormir hasta tarde sin que nadie me molestara, solamente mi amiga la pereza.

Ese 25 de enero fue uno de los días en que más me llamaron la atención por negarme a pagar el recibo. Como todo un gladiador, enfrenté los dardos de mi mamá, mi tía la regañona profesional y mi abuela, la amateur de los regaños. Las tres me exigían que me levantara de la cama, que dejara de ver televisión y pusiera la casa al día con uno de los servicios.

Ante tanta insistencia, opté por enfrentarme en la tarde a la larga fila de un banco. Como mi casa estaba cerca del centro, debía ir caminando la mayoría de veces, por lo que calculé: -Si salgo de la casa 30 minutos antes de las 2:00 de la tarde, lograré acomodarme en un buen puesto y en poco tiempo estaré de regreso, disfrutando del tedio y de mis programas de televisión favoritos como Dragon Ball,Supercampeones o Los Simpsons.

Y como olvidarme del gordo y estúpido Homero, su esposa Marge y sus hijos Lisa, Bart y la pequeña Maguie. Gracias a ellos también estoy vivo, pues quienes recuerdan el año de 1999, saben que después del noticiero de Caracol y antes de que empezara Padres e hijos, solían aparecer esos personajes amarillos que hoy día me hacen pasar momentos muy agradables.

Mis planes de salir de casa 30 minutos antes de las 2:00 de la tarde se vinieron a pique cuando después de reposar el suculento almuerzo que sirvió mi madre observé que empezó el programa de los personajes amarillos.
Decidí quedarme viendo el capítulo y justo en la mitad, cuando Homero le enseñaba a Bart a sobrevivir en medio de la naturaleza cazando conejos, la tierra se estremeció como nunca, cambiando por completo el panorama y olvidándome de salir al centro a cumplir con mi obligación.

Lo que sucedió después hace forma del recuerdo que muchos tenemos en mente. Al salir a la calle una estela de dolor se paseaba por la ciudad, y de eso daba fe la cantidad de muertos que uno podía ver en cualquier rincón de Armenia.

Por la curiosidad de adolescente salí a caminar y a observar qué era lo que había sucedido. Entonces comprendí que algo sin precedentes había ocurrido: filas de muertos en escenarios como la Plaza de Toros me marcaron para siempre.

Seguí caminando y esta vez mis pasos me llevaron al centro, y no sé si por casualidad o porque la vida me quería enseñar una valiosa lección, llegué a aquel punto en el que debía haber estado pagando el recibo. La edificación destruida por completo así como la mayoría de edificios que había en la zona céntrica de la ciudad, me hicieron comprender que de no haber sido por la pereza y postergar mi deber, otra hubiera sido mi historia, pues seguramente habría muerto o quedado en medio de los escombros.

Aunque nunca sabré con exactitud si hubiera muerto en el terremoto de Armenia, si sé que hoy gracias a la pereza estoy acá, escribiendo esta historia sobre esa tragedia que no solo me marcó a mí sino a miles de personas y familias que sin duda alguna siempre que llegan estas fechas recuerdan el dolor que a cada quien le tocó afrontar.

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