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La Cosecha  |  28 mayo de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

A votar, a votar, a votar…

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Josué Carrillo

¡Bota tu voto… a la basura! Era una consigna que gritábamos en las asambleas estudiantiles en la universidad, en mis tiempos de estudiante, hace más de medio siglo. Desconozco cuáles sean hoy los lemas de tales reuniones, pero siento cómo se han sosegado en mí los impulsos juveniles y cómo ha cambiado la manera de percibir todo cuanto sucede a mi alrededor. Por eso hoy aprecio de otro modo el voto, que no es más que la escogencia de quién va a ser mi representante en las instituciones colegiadas del gobierno. Se considera que el sufragio no es un embeleco de las clases dirigentes, tampoco es una concesión gratuita del gobierno de turno, ni un invento que surgió de la noche a la mañana. No, el voto tiene una historia de muchos siglos; las democracias, desde las más desarrolladas hasta las que solo aparentan serlo, se sustentan en el voto y este en sí constituye la esencia de ese sistema que, aunque imperfecto, es el mejor, “la democracia, decía W. Churchill, es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los sistemas políticos que se han inventado”. Por esta razón, el voto debe ser una decisión consciente, fundamentada en el conocimiento de qué y por quién se vota. El sufragio no puede ser fruto de la imposición, ni de sentimiento alguno llámese ira, amor, rencor, simpatía, y, mucho menos, objeto de intercambio de prebendas o baratijas.

El voto tiene su origen en Atenas, en el Siglo de Oro de Pericles, cuando en la ekklesía o asamblea, que fue el primer órgano de la democracia, se reunían todos los ciudadanos para tomar decisiones sobre asuntos cruciales de la Polis. La asamblea, instituida por Solón en el año 594 a. C., sesionaba desde el amanecer hasta el atardecer, cuarenta veces al año. Pero la participación en ella era restringida solo a los varones adultos, pues los extranjeros, los esclavos y las mujeres carecían de esta facultad. 

En Roma también hubo la democracia representativa, pero ciudadanos no eran todos los habitantes de la ciudad, de este privilegio gozaban solo los patricios y los plebeyos, quienes podían elegir los magistrados al senado; del derecho al voto estaban excluidos los esclavos, los extranjeros sin importar que tiempo llevaran como residentes y, por supuesto, las mujeres. Al caer el Imperio Romano desaparecieron también ese sistema de representación y el voto; luego surgió la Edad Media y con ella llegaron las monarquías absolutas en las que, por tratarse de instituciones con un pretendido origen divino, quedaba descartada la representación popular y, por ende, el voto. La costumbre de nombrar a dedo los gobernantes tuvo vigencia mientras existió la monarquía; desde luego que esa práctica aún perdura en muchos países, en donde se vota por el que diga el líder o el mesías.

En el siglo XVIII surge el racionalismo y se sientan las bases de un cambio radical en el ordenamiento social; se cuestionan la autocracia y el origen divino de la realeza, y se establece que la soberanía radica en el pueblo. Esta es la bandera y la consigna de los lideres de la Revolución Francesa; en su constitución de 1793 se establece que todos los ciudadanos de la nación son iguales y que el derecho a elegir sus representantes es inalienable. Claro que los ciudadanos tuvieron que esperar un poco más de medio siglo, hasta 1848, para ejercer su derecho al voto universal y las ciudadanas esperaron escaso siglo y medio, hasta 1945, antes de poder expresar su voluntad en las urnas.

La historia del voto universal en Colombia comienza prácticamente en el siglo XX porque, en las constituciones de 1821, 1832 y 1843 se establecía que solo podían votar los hombres mayores de edad, casados y que tuvieran alguna propiedad. En palabras más simples: estaban excluidos los pobres, los esclavos, los analfabetos y, como cosa rara, las mujeres. En la constitución de 1853 se permite la elección directa de presidente, vicepresidente, congresistas, etcétera y se estrenó con la elección de Mariano Ospina Rodríguez. En la última constitución del siglo XIX, la de 1886, no excluyeron a los solteros, pero sí sacaron del juego a los indios y a los negros, pues, aunque no era explícita su exclusión, el hecho de sacar a los pobres y analfabetos, sí los descartaba porque ni riquezas ni conocimientos podían tener los siempre ninguneados indios y los recién liberados esclavos, cuando no había centros educativos para los unos ni para los otros.

Aunque en la constitución de 1986 se establece el voto libre, no se puede menospreciar el enorme peso que la Iglesia ejerció en la elección presidencial durante la llamada Hegemonía Conservadora, tanto que bien puede decirse que al presidente lo elegía el arzobispo de Bogotá con la asesoría del Espíritu Santo, poque era imperativo mantener el país lejos de esas libertinas doctrinas igualitarias de la Revolución Francesa.

En realidad, el sufragio universal existe desde 1936, aunque las mujeres siguen sin voz ni voto; estas adquieren ese derecho en 1954, pero pudieron ejercerlo apenas desde el plebiscito de diciembre de 1957.

Y es desde 1936 que existe el voto popular para elegir presidente y congresistas, lo cual da pie a la certeza de que aquí se tiene una democracia plena; sin embargo, hay sucesos que hacen tambalear esa fe: en la elección de presidente en 1950, cuando “plomo era lo que había”, obligó la renuncia del candidato del partido opositor al gobierno. O cuando en la noche del 19 de abril de 1970 el presidente de la república le dice a su jefe de la oficina de prensa: “Próspero, esto se ha perdido, no hay nada que hacer, el general ha ganado… No puedo permitir por ningún motivo la toma del poder por la fuerza”. Y el general no ganó. Dicho con palabras del historiador Mario Latorre: “Las elecciones no cuentan. Claro que se realizan, pero ya se sabe: las elecciones se ganan”. Es entonces cuando se piensa y se duda en reivindicar la consigna de mis años juveniles: “bota tu voto… a la basura”.

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