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Columnistas  |  01 julio de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Sebastián Ramírez

La proeza blanca

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Sebastián Ramírez

Por Sebastián Ramírez

Se cumplen hoy dieciocho años de la coronación del Once Caldas de Manizales como campeón de la Copa Libertadores de América.

En la memoria de los aficionados que tengan la edad suficiente seguramente sigan vivos los detalles de aquella gesta. Probablemente lo primero que venga a la mente serán los partidos de la final frente a Boca Juniors de Buenos Aires, sobre todo el disputado en Manizales y el golazo de Viáfara, pero antes de eso ya el Once había realizado hazañas en el torneo dignas de ser recordadas, sobre todo por las limitaciones que a priori se observaban en aquel equipo de provincia.

Para empezar el equipo tuvo una excelente primera fase, no solo ganó su grupo con autoridad (cuatro victorias, un empate y una derrota), sino que fue el segundo mejor primero del certamen detrás del poderoso América de México que tuvo los mismos resultados del equipo caldense pero que recibió un gol menos. En dicha ocasión el equipo blanco obtuvo un rendimiento por encima de gigantes del continente y super favoritos para ganar el torneo como: Sao Paulo, River Plate, Santos y el mismo Boca Juniors.

Después de la fase de grupos, cada llave, cada partido fue una historia en la que parecía que el Once llegaba a su techo en el torneo. En octavos de final superó una serie muy pareja contra Barcelona de Ecuador. En cuartos aparecía el temible Santos de Brasil con Alex, Diego, Elano y Robinho dirigidos por Luxemburgo. Pasar dicha llave fue hazaña suficiente para quedar en la historia de los corazones futboleros de los hinchas blancos, pero ahí no pararía el asunto. En semifinales aparecía el encopetado Sao Paulo con Rogerio Ceni, Cicinho, Lugano y compañía, y, con otro esfuerzo futbolístico con tintes de hazaña el Once, el equipo humilde de una pequeñísima ciudad en medio de unas montañas en Colombia, se metió en una final a la que en principio nadie lo había invitado. La historia parecía destinada a ser contada como una colorida anécdota en la que un equipo pequeño se les había colado a los grandes y había logrado jugar una final, ya ganarla al dueño de la competición, los Xeneizes, parecía una ambición desmedida. Tal vez el grupo que portaba en el pecho el escudo del Once fue el único que no creyó esto y sintió que tenía todavía una batalla que dar contra el gigante de gigantes.

El primer partido en Buenos Aires se jugó como se pudo y se trajo un valioso empate. El partido de vuelta en Manizales ya empezaba a dejar en el aire una tímida ambición de triunfo que se convirtió en un grito desaforado cuando en el minuto siete Jhon Viáfara sacó de la nada un zapatazo y mandó a dormir el balón en las blancas redes del arco del Palogrande. Lo imposible empezaba a parecer posible. El empate del equipo argentino llegó para aterrizar las ambiciones de ese equipo se había atrevido a soñar, pero la historia guardaría todavía una sorpresa más, una última gesta heroica que haría emocionar a los espectadores: la tanda de penaltis y la consagración de Juan Carlos Henao Valencia cómo ídolo blanco.

Esa es la crónica de la proeza blanca, engrandecida por el romanticismo que da el recordar después del tiempo. Es la historia de cuando un equipo pequeño, de una ciudad pequeña, compuesto por jugadores de clase media y guiados por un director técnico de bajo perfil, desafió y venció a los grandes del continente y a los incrédulos que poníamos en duda lo que podía lograr ese grupo de guerreros que quedará en la historia para siempre.

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