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Cultura  |  27 noviembre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Caperurrosa cita

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Un texto de Enrique Álvaro González, integrante del taller de escritura creativa Café y Letras Renata.

Reguetón, salsa, música del despecho y otros ritmos, se batían en singular combate para atraer clientes. Algunas personas se esmeraban por entregar a los transeúntes tarjetas de negocios con ofertas desde pista de baile, cocteles de todo tipo, excelente atención y hasta privacidad para las parejas. La variedad de posibles compradores era tan amplia, que su aparición a esa hora en la zona rosa pudo ser ignorada, si no hubiera causado el impacto que causó.

Joven, esbelta, busto erguido insinuado en una leve transparencia negra, paso cadencioso que provocaba pequeños huracanes con el movimiento de su mini falda, labios rosados, rostro armónico, piel sedosa y botas largas de charol tan rosadas como su labial y su caperuza.

Cuando se bajó de la moto atrajo las miradas, envidiosas unas, lascivas otras, pero todas con la misma expresión incrédula e interrogativa que se traduce como: ¿Y ésta qué?

Su primera reacción fue de incomodidad, pero al momento vino la rabia que la impelía a hablar con su mascota, un lobo enorme, trotador a su lado, que congeló todos los rostros.

–¿Y estos por qué me miran así?– le preguntó Caperurrosa, y Lobo, después de gruñir, enseñar los colmillos y dejar caer algo de baba para que nadie lo tomara a la ligera, susurró, evadiendo aceptar el hecho de ser él quien provocaba las miradas:

–Tú me disculpas Cape, pero es que solo a ti se te ocurre venir a la zona rosa, con esa pinta tan elegante. Con la capa y la capucha puestas, te miran y además esa mochila, tampoco ayuda.

– ¿Y qué?– respondió ella. –La mochila fue lo único que halló mami para echar el encargo y de lejos se nota que el aire infantil que me da la caperuza es algo sexi. Si no, mira tú mismo– y comenzó a caminar, con su mochila al hombro, su capa rosada y su movimiento de caderas.

Efectivamente toda ella causaba sensación, pero no fue por eso que la detuvo el hombre.

–Un momento señorita– le dijo con autoridad. –Debe usted saber que, a partir de las dieciocho horas, en esta zona, que solo es para la rumba, están prohibidas las mascotas.

– ¿Mascota?– se preguntó Lobo– ¿A quién se estará refiriendo este?

–Puesss, resulta… que no tengo con quién dejarlo... A menos que usted me lo cuide– respondió en tono coqueto observando los ojos saltones, el bigote brusco y las manos apoyadas en el arma con que resaltaba él su uniforme de encargado de la seguridad de la zona.

–Podríamos hacer algo, señorita. –Propuso el hombre– Usted lo amarra a la moto mientras vuelve y yo le hecho una mirada, si es que no se demora.

–Me parece muuuy bien– canturreó Caperurrosa. –Así me demoro menos. Pero… ¿usted quién es?

–Me encargo de la seguridad, señorita. Me llaman Cazador. Y… ¿Hasta dónde va? Si no molesta la pregunta.

–Voy hasta El Bosque.

– ¿El Bosque? ¿La disco salsera que está en la zona de candela? ¿La de doña…?

–Sí, sí, sí, esa. Ella es mi abuelita. Le llevo estos cidís, –Le interrumpió mostrando el interior de su mochila–, estos dividís y unas empanaditas para que no la atropelle mucho el guaro… Usted entiende ¿cierto?– y dicho lo anterior regresó con Lobo a la moto para amarrarlo. Las protestas de este fueron tan fuertes que faltó poco para que las escuchara el hombre del arma, observador curioso.

Hecho esto, acomodó su mochila con desparpajo, guiñó el ojo a Lobo y se dirigió a la discoteca de su abuela. Durante el camino provocó comentarios que poco le molestaron, e ignoró a Cazador de mirada lasciva, quien tomaba por un callejón oscuro y sacaba una lengua anormalmente larga para relamerse los labios con gesto lujurioso.

–Cape no se irá directo para demorarse menos, como lo insinuó. La conozco muy bien–. Pensó Lobo antes de dar la última vuelta para echarse y empezar a masticar el perrero. En efecto, ella se detuvo primero en el carrito de dulces, luego en la esquina donde el olor y el humo la incitaron a mirar primero, preguntar si podía incluirse segundo, y a consumir tercero. Paró también a escuchar y amagar con unos pasos sensuales la champeta que rompía tímpanos en una columna enorme y presa de la obnubilación del consumo, tardó más de la cuenta en llegar al Bosque.

No había mucha clientela y ella lo entendió, pues era temprano, pero lo que sí le pareció extraño, fue no ver a su abuela tras el mostrador donde invariablemente la encontraba los viernes.

– ¡Abuela! Jm Jm ¡Abuelita!– llamó con voz algo carrasposa por lo que fue al lava copas y tomó un sorbo de agua.

– ¡Abueee! ¡Abueee!– Insistió y como no tuvo respuesta ingresó a la bodega que se encontraba a media Luz.

– ¿Abuela? ¡Abuela!

–Ya voy m´hija– fue la respuesta que salió del fondo del local donde entrevió el bulto que le hablaba. Era más o menos del tamaño de la dama que buscaba, pero con un pañolón sobre su cabeza y parte del rostro cubierto.

– ¿Y eso, abuelita? Tú rara vez te pones eso. Y menos en la disco. A no ser que estés enferma. ¡Huy abue! ¿Será acaso la chikunguña?... o… ¿el Coronavirus?

Y desde el bulto envuelto en el pañolón salió la respuesta:

–No te preocupes, Caperuza. Lo llevo puesto para recibirte mejor

– ¡Nóoo abue! Aquí hay algo raro, porque viéndolo bien, tus ojos no son saltones ni tan rojos.

– ¿No te das cuenta que son para verte mejor?– respondió el bulto.

– ¡Eh! ¡Las cachas!– exclamó la joven y sin pensarlo más se acercó para jalar la tela y reconocer al hombre del bigote y el arma. Este, de reacción inmediata como cualquier CAI citadino, se abalanzó sobre ella con el ánimo, según manifestó ávido, de “comérsela mejor”, provocando en el forcejeo, porque de obviedad para este cuento, Caperurrosa no estaba pintada en la pared, una rompezón de cosas.

A los diez minutos del combate, podría decirse que ganaba Caperurrosa por puntos, pues la transparencia estaba hecha trizas, el bigote del hombre había perdido muchos pelos y todo amenazaba con un final dramático, pues Cazador ya pensaba en desenfundar. Fue ahí cuando los vidrios de la única ventana de la bodega saltaron en pedazos y Lobo apareció enseñando el colmillaje.

El susto para el bigotón fue bárbaro, el enorme animal era una amenaza tan seria que la mano quedó cerca del arma, pero quieta, quietica, hasta que el cuento exigió algo de acción y ya tocó que brazo y cuerpo entero saltaran ante la detonación:

– ¡PUMMM!– Silencio Todos. Silencio los gritos y los gruñidos.

En la puerta de la bodega, apareció la Abuela con una enorme escopeta de dos cañones. El primer tiro rozó una pata de Lobo, aullido incluido, y el segundo, “sonaría” según la dueña del bosque:

– ¡Para el infeliz que se tiró todo esto! ¿Quién fue?

–Abue… Soy Caperurrosa– gimió la muchacha al tiempo que cubría con la caperuza rosada el desastre de su blusa y comentaba para sí:

– ¿Si ves Lobo?... ¿Qué tal si no traigo la capa?... ¡Qué pena!

–Y yo… Soy… yo, “Cazador”– dijo suplicante el del arma.

–Y yo soy yo…– Intentó aullar el canino, pero la abuela fue más expedita que todos para ordenar:

– ¡Tú!– aclaró señalando a Caperurrosa– ¡déjame en el mostrador de afuera lo que me traes y lárgate con ese animal! Bien sabes cuánto lo odio desde los tiempos de Perrault. Al salir, cierra la disco, que ahora este y yo vamos a arreglar cuentas.

Caperurrosa desconsolada salió escuchando las reconvenciones de su mascota herida. “¿Y ahora quién podrá defenderme?” Se preguntaba recordando una frase de “quién sabe quién”.

En contraste, la dueña del Bosque empezaba a practicar dianas con Cazador en la bodega de su discoteca, con mayor estruendo que el anterior y peor puntería, por lo que la presa saltó fuera gracias a la ventana rota por Lobo.

Al fallar por enésima vez quiso cargar de nuevo, pero algún rayo inteligente se prendió en su interior y le hizo razonar:

– ¡Eh! Después de todo si mato a este sinvergüenza me pueden acusar de tirarme este cuento por sustracción de materia. Ni modo. Ese infeliz también es un personaje principal–. Y salió a hacerse cargo de su negocio.

Nos queda pues, Caperurrosa Cita, al paso lento y cojo de su amigo que no se cansa de rezongar y exigir respeto:

–Hoy, precisamente hoy, que pude haberme desquitado de ese malnacido que siempre se las da de héroe, tu abuela tenía que aparecer, tenía que aparecer, y fuera de eso, mira mi patica… y además…. Tú, claro, no dices nada porque…

Cabe concluir que como la experiencia para Caperurrosa, por demás repetida a través del tiempo en cuanta narración se haga de su historia, es en cada ocasión diferente, cavilaba:

–Todo cambia. A lo mejor la próxima vez yo seré la mala del cuento–.Terció de nuevo su mochila, prendió la moto, arrojó lejos el perrero mordisqueado y pasó la palma de la mano por el cuello, por el espinazo, la cola y la herida de su amigo. Este relamió su hocico, su herida, y como siempre, comenzó a trotar sin reparos al lado de la moto.

Más adelante correría, cuando a ella le dieran ganas de jugar, entonces saldrían de la ciudad, se meterían monte adentro a toda velocidad ignorando las reglas y allí volverían a ser dueños de sí mismos. Ya estaban acelerando, ahora empezaba lo bueno:

-Sin embargo, como ella dijo, todo cambia. Hasta los cuentos- Dijo Lobo y partió detrás de las alas que el viento formaba en la capa de Caperurrosa.

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