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Cultura  |  26 diciembre de 2022  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

14 Cañonazos en la barra del barrio La cabaña

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Un texto de Luis Carlos Vélez Barrios.

Salvo dos postes de energía al borde del andén de la tienda La Villa, donde se recostaba la “barra” del barrio La Cabaña; la baranda de hierro que aún impide a los transeúntes caer al vacío y estrellarse contra las escalas que llevan a la casa de Tulín, construida a bajo nivel del andén; la casa de dos pisos frente a la tienda, donde funcionaron dos salones de la escuela Sucre, y en la parte alta, su dueño, gruñón y presto a pelear, que cobraba la entrada para ver partidos en la televisión, y la eterna falda de la carrera veinte que conecta la calle doce al callejón sin pavimentar, habitado por los integrantes de la barra de ayer, los recuerdos adheridos a las paredes, la mente, y a este papel, obligan a aceptar que la canción de Luisito Rey, Mi pueblo ya no es mi pueblo, se hizo realidad entre el callejón y la esquina de la barra La Cabaña.

Sus nuevos habitantes de hoy, tal vez ignoran la historia del barrio, pero bailan al ritmo de los catorce cañonazos, y escriben sin saberlo su pasado. Su presente desconoce que en las madrugadas, el barrio cobraba vida con el último pitazo de don Pacho Ríos, quien protegido por dos ruanas, sombrero ala ancha, machete y termo de tinto a la cintura, ejerció hasta morir, como celador rondador; que al final del primer tramo de la carrera veinte, donde se bifurca para descender hacia la avenida diez y nueve, se reunía en tardes y noches la barra integrada por los antiguos alumnos de la escuela Antonio José de Sucre que habitaban en el barrio, y después estudiantes de colegios oficiales, para acordar sus “rutas” hacia el centro de la ciudad, parques, fuentes de soda El chalet, La Canasta o Dombey, y lo importante: visitar novias o coquetear en otros barrios, y esperar cuál de los integrantes “puchaba” aguardiente para animar sus fiestas o reuniones “zanahorias”, donde charlar y escuchar la música de entonces.

La mayoría de la barra habitaba el callejón sin pavimentar, que años después, los ingenieros cavarían hasta obtener el desnivel necesario para construir la vía que hoy conecta con la avenida diez y nueve. El callejón, que servía de entrada y salida hacia la tienda, tenía dos barrancos: uno al lado izquierdo con caminito comunal que comunicaba las casas entre sí, y del cual se desprendían tres ramales en zig-zag, angostos y pendientes por donde bajaban los estudiantes al callejón. A la derecha del callejón, otro barranco que miraba hacia la cañada por donde corría olorosa a lúpulo, el agua espumosa servida por las tuberías de la fábrica de cervezas Bavaria.

Aparte de la música que don Joaquín Giraldo “ponía” en su tienda, la barra no tenía problemas para escuchar a volumen alto la música que Tulín, estudiante del Colegio Nacional, guardaba junto a su no despreciable biblioteca, y que contenía entre otros, varios larga duración de bailables de los 60s, la colección completa de los Catorce Cañonazos, guardados bajo llave y como joyas, en los anaqueles de su radiola.

Bastaba que un integrante de la barra quisiera escucharla y dijera “pongamos los catorce coñazos”, para que Tulín corriera escalas abajo como una exhalación, abriera las ventanas, y por el hueco entre su casa y el muro de contención, subieran a todo volumen La burrita de Eliseo cargando La caña de azúcar, Aguardientoski saboreado con El bomboncito, y Así empezaron papá y mamá con El loco Quintero.

Si la pena era honda, y el único contacto con la novia que vivía cercana, o lejos del barrio, Rodolfo Aicardi se hacía cargo de las “tusas” y trepaba las escalas al ritmo de Volver, a Sufrir, Desde la ventana de mi apartamento, No me dejes así, Nayla por Una tercera persona, Soy, La huella de mi amor, Besando la cruz, Porque te quiero tanto, Te llamo para despedirme.

La barra armaba zafarrancho hasta bien entrada la noche, y sin protestas de los adultos que asomados a sus ventanas, riendo o imitando bailar, se “goteriaban” la parranda de los muchachos, que escasos de billete o agotada la remesa recibida de los padres para “pasar” la semana, sin chistar ni mala cara, se conformaban con escuchar baladas, “coñazos”, mientras mascaban y tragaban en silencio sus penas de amor, con sorbos de leche con cuca, o pedazos de pan con salchichón que, para evitar el atragantamiento, bajaban con gaseosa; todo fiado y anotado en la libreta de don Joaquín. Mientras se miraban unos a otros y hablaban poco, no faltaba quien cantara trozos o completos los catorce coñazos: La cinta verde, Los corraleros de Majagual, o baladas de Sandro, Adamo, Raphael, Los Ángeles Negros, Los Galos, Los Terrícolas, que remataban con Los Pasteles Verdes exhibidos en la vitrina.

Por el resto de la falda pavimentada de la carrera veinte, que termina en calle novena, vivían otras familias que trabajaban en bancos, la fábrica de cerveza o en empleos de alta categoría, y cuyos hijos estudiaban en colegios “privados”: Los Ángeles, San Luis, San Solano, San José, Capuchinas, Bethlemitas. Aunque por ser la más cercana a sus casas, e hicieran sus compras en la tienda y cruzaran saludos a los “vuelos” con dos o tres de la barra, no se salvaban de los comentarios: “los bavarios no se revuelven con nosotros, los de la barra de don Joaquín…son pinchaos porque tiene calle pavimentada”.

Por esto no fueron invitados a las reuniones ni expediciones a bañarse en los ríos Quindío, Hojas Anchas; menos a expediciones de conquista nocturna en las fuentes de soda del centro, tampoco a casetas comunales de otros barrios, donde calculada la duración del contenido para dos o tres horas, se repartían una cerveza en tres o cuatro vasos, y para ocultar o camuflar su “peladez” al mesero encargado, “sacaban” a bailar sin descanso a las muchachas que, poco interesadas en consumir licor, pero contentas de sus escapadas de casa, aceptaban una gaseosa, e iban por lo suyo: bailar sin temor a rozar “El Pájaro Chogui”, sujetar a su “Chico jaja” con “La cinta Verde”, y amacizadas o sueltas, reír al ritmo de los catorce coñazos, o corear: “la conocí un domingo”, y los muchachos, “Cómo se menea Alicia la flaca”.

Entresemana escapaban por las ventanas: llamados, gritos o regaños de las madres a sus hijos que jugaban en el peladero del callejón, y les hacían de cortina: las voces de los noticieros radiales, de los cantantes de música tropical, baladas, tangos, y en especial, los catorce coñazos. Los fines de semana, el movimiento de la barra iniciaba en las primeras horas sin pitidos del celador y las compras al detal de leche, pan, pastillas de chocolate, sobres de café. La esquina de don Joaquín tomaba visos del ambiente de fiesta descrito por Luis Gabriel en su tema “Así es mi pueblo”.

El ambiente festivo cobraba vigor los domingos con don Joaquín, quien tal vez para olvidar que llevaba años “soportando un martirio”, y porque “jamás debo mostrarme cobarde” ante los inevitables fiados de las compradoras, aumentaba volumen a su radiecito Sanyo, y les hacía recordar el cantar de El Pájaro amarillo, Dame tu mujer José, o reír con María Cristina me quiere gobernar.

Después de este remezón comercial, musical y dominguero, y cuando los lunes la tienda entraba en el sopor del silencio barrial por ausencia de compradores, porque madres y padres trabajadores marchaban a sus trabajos, y los estudiantes a sus colegios, don Joaquín y doña Blanca Arango conversaban hasta mediodía a la espera de su clientela.

La falda de la carrera veinte parecía un hormiguero de trabajadores que bajaban, y estudiantes que subían a la escuela Antonio José de Sucre: ellas vestidas de uniforme blanco, ellos, en traje informal; los adultos caminaban fumando, charlando y saludando a don Ramón Rojas y los Bolívar, dueños de las fábricas de tubos y baldosas; a los Zuluaga, conductores de buses y taxis, y comentaban que don Abel Díaz, dueño de Talleres Royer, parado en la puerta, vigilaba la entrada puntual de sus trabajadores. Padres y madres tomaban por otras calles hacia sus sitios de trabajo, y los estudiantes que tenían no cómo pagar bus, “patoneaban” por la carrera veinte hacia los colegios Rufino, Instituto Técnico Industrial, y Nacional.

En las tardes, libres de sus estudios, terminada la algarabía de los recreos de la escuela Sucre y el traquear de dos o tres carros que bajaban la falda, la reunión de la barra tenía características de convención general. Después de las cinco de la tarde llegaban uno por uno. Los Trejos: Pacho y Aníbal su hermano, Óscar Sánchez, apodado “Caballo” porque su padre compraba y vendía caballos; Carlos Vélez (Caloyis); los Arias: Enrique, Alfonso (Focho), Óscar; los Ospina: Tulín y su hermano Gonzalo. Libardo López, Jesús Castaño, profesores, Álvaro Colorado y los hermanos Londoño (Nelson y Alberto), quienes rara vez asomaban a la barra.

Los padres, cual Pedro Nadie de Piero, tenían por oficios: mantenimiento de mesas de billar en otras ciudades; peluquero, ebanista, constructor y armero en secreto; compra venta de caballos; trabajos en las empresas “Vigig”de Vicente Giraldo; fabricante de calzado con ventas en otras ciudades. Como eventualidad, de paso y maravilla, asomaba por la esquina alguno de los estudiantes de la última falda pavimentada: Salcedo, Ávila, Mariño, Cano, Franco, Sánchez, y el gordo Reyes, de padres vendedores de rellena o tubería negra en la galería. De ellos comentaba la barra: “seguro les tienen prohibida la junta con nosotros”.

Excepto Caloyis, que jugaba en equipos patrocinados, pero introducía en los guayos prestados de mayor talla, “tacos” de algodón o mechas para encajarlos a su talla 39, ninguno tenía afición por el fútbol; pero la barra organizaba “recochas” en lotes cercanos al barrio, de donde, después de golpear con el balón el “enchinado” de alguna casa, escapaban en estampida, porque el dueño corría tras ellos soltando madrazos y machete en mano.

Para jugar banquitas marcaban los ochenta centímetros de las porterías con ladrillos, palos, piedras o sus camisas en la calle diez, y pateaban la pelota de caucho a riesgo de romper los vidrios de las ventanas de la casa de Yesid, el militar que en las mañanas despertaba al barrio con el tronar de su (única en el Armenia de entonces) motocicleta de alto cilindraje.

Los sábados por la tarde o domingos, la esquina de don Joaquín cobraba vida desde las diez de la mañana: Tulín a veces ponía a “rumbar” sus catorce coñazos, o baladas románticas a volumen suficiente para escucharlas recostados en la baranda de su casa: El míster en La burrita de Eliseo, El huerfanito con Rosa María, La hija de mi comadre, que jugaban a las escondidas por debajo del agua clara con peces zambullidores. De a uno aparecían y la conversación empezaba con chistes, anécdotas del colegio, novias, o chismes frescos pero serios sobre dónde habría repichinga.

En las tardes dominicales asistía la totalidad y con la música de fondo que subía las escalas, y Songo Sorongo, preguntaban y enteraban que habría repichinga con amigas en La casa de Fernando, y mover el esqueleto al ritmo de “Suéltela que ella baila Sola, o ensayar el ritmo a la Lupita de Pérez Padro, en casetas comunales, o en fuentes de soda Halys, Bomberos, Chalet uno y dos, amacizar muchachas con “Cerca del Mar”, “El pecador”, o hacerles reclamos al ritmo de “Celos”, de la Sonora Universitaria de Manizales. Y como último y una vez agotadas la reservas, la pregunta inquietante: “Mano, ¿y ahora, quién gasta el aguardiente, la cerveza, “mano”?

Estas dificultades las superaban los más “pudientes”. Recogían para comprarlo a don Joaquín, que no tenía reparo en fiarlo o recibir abonos de quienes metidos en la cañada (hoy avenida diez y nueve), cortaban ramas que sabían medicinales y frutos de higuerilla, para venderlos en la galería a El Remediano. Con el dinero sobrante compraban recortes en la panadería ubicada en el barranco de encima del callejón, y los comían con gaseosa en la tienda La Villa.

Esto sucedió hasta el día en que Enrique fue nombrado Monitor de biología y química en la universidad del Quindío. En adelante, la barra no sufrió crisis monetarias, porque “Quique” sufragaba parte de los gastos en la tienda, invitaba por su cuenta a correrías por sitios de “alto tumerqué”, donde abundaban las muchachas. Así los barristas de La Cabaña se convirtieron en los gotereros de Quique Arias, y no en Los Gotereros de Agustín Bedoya.

noviembre, la barra entraba en abstinencia musical y parrandera, y previa autorización de Chucho Castaño, director de la Sucre, a diario se dedicaba desde el anochecer a estudiar para los exámenes finales en el salón de la escuela, hasta la madrugada y provistos de termos con tinto y tostadas o panes. El último mes del año la barra entraba en vigor musical, bailable y decembrino.

Era la época de las repichingas. Por acuerdo general en la esquina, el encargado de abrir las puertas de su casa comentaba a sus padres el deseo de “armar un baile o repichinga”, que aprobado, en menos de una semana cada quien removía sus bolsillos y aportaba quien más quien menos, para compra de aguardiente, comestibles, chicharrón, y las infaltables menudencias para el caldo mantecudo que cortaría el efecto del alcohol.

El trasteo de la radiola a cargo de los más forzudos tomaba menos de quince minutos. La discoteca estaba asegurada porque Tulín aparecía, además de su “armamento musical”, con el último de los catorce y otros más para estrenar. Las hermanas de los barristas no tenían reparo en bailar hasta la madrugada.

Las madres madrugaban a preparar natilla, buñuelos, tamales, el consomé con menudencias, y freír chicharrones a “la lata”. Pero algunos no aguantaban el trajín, y una vez saboreado el consomé y el chicharrón, salían a dormir “la perra” a sus casas. Los “guapos”, perdida la vergüenza, dormían hasta mediodía en los sofás, sillas, o a los pies del barrista anfitrión, mientras los adultos trajinaban con el desorden dejado la noche anterior.

La solidaridad fue la virtud que mantuvo unida a la barra. Compartían con los de bajos recursos textos de estudio, se ayudaban a solucionar tareas difíciles del colegio, chismes serios, hacer “vacas” para compra de licor, panes, gaseosa, bocadillos. Por sobre las recién llegadas y sonadas baladas, Los apodos en la voz del loco Quintero fueron los más sonados en sus fiestas.

En la segunda página del libro de geografía que sirvió a la barra entera, arriba del título y en escalera descendente, estamparon sus firmas los barristas. Pero, ¿qué pasó con el libro? Cumplida su tarea pedagógica con la barra, “desapareció” entre los vendidos por don Genaro, el librero, en su tenderete de la antigua galería. ¿Y los barristas? Terminado el bachillerato del último y aunque sin “Grito vagabundo”, la mayoría tomó rumbo a sus destinos universitarios y empleos, se los tragó el olvido de la vida, y otros tal vez bailan y no olvidan sus catorce “coñazos”.

Octubre 6 de 2022

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