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Columnistas  |  25 enero de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Nataly Materón Lasso

Una familia de pelos (Úrsula)

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Nataly Materón Lasso

Por Nataly Materón Lasso

Entre mis pocos recuerdos de la infancia se encuentran los juguetes, aquellos con los que tanto disfruté y mil historias creé: peluches, carros, pelotas, cocinitas y el infaltable bebé con su coche; este último no llamaba tanto mi atención, al punto de desistir del pequeño de plástico, para pasear a mi mascota como si ella fuera mi hijo. En esa época no era más que un simple juego, pero ahora veo la connotación social que hay detrás de eso, de alguna manera me preparaban para lo que toda mujer debe ser: una madre.

Al pasar de los años, ese estigma se hizo más grande, constantemente recibí comentarios como serás una gran madre, ¿cuándo tendrás tu primer hijo?, afirmaciones y preguntas a las que respondía que no deseaba tener bebés, no considero que exista en mí ese instinto maternal, la abnegación suficiente para dar y acompañar la vida de otro, del cual deberé ser responsable más allá de mi muerte;  lejos de encontrar comprensión ante mi voluntad, las refutaciones eran eres muy joven aún, espera a tener el primero y verás, ¿y quién te cuidará en tu vejez?  La presión constante, me llevó a pensar que nunca sería una mujer completa sin un hijo en mis brazos, ¿acaso ése es el fin de ser madre? madurar, concebir un pequeño individuo, ver si es para mí, y luego esperar que me cuiden como yo lo hice.

Después de tiempo de reflexión, llegué a la conclusión de que lo anterior, se limita, en parte, a los paradigmas tradicionalistas de las sociedades conservadoras. Un modelo al cual no quiero pertenecer, ya que tengo una proyección diferente para mi vida.

No obstante, una tragedia me hizo comprender que mi proyecto personal, no era sinónimo de soledad, la muerte de mi primera mascota, mi Panchita, el vacío de su ausencia despertó emociones encontradas, y entendí que necesitaba en mi vida la presencia de cuatro patas, pelos y ladridos constantes. Luego de meses de llanto, tomé el valor de abrir mi corazón y hogar a un nuevo peludo. Como una odisea propia de una historia fantástica, partí en busca de esa compañía. No fue fácil. Visité algunos lugares, también me llegaron solicitudes de amigos que querían ayudar, sin embargo, seguía sin encontrar al animalito indicado.

A punto de rendirme, el destino me puso una sorpresa en mi camino. Llegó a mí una pequeña e indefensa perrita color azabache, era tan delgada que solo pesaba dos kilogramos, bastante poco para su edad (dos meses), lo que le faltaba de pelo, le sobraba en carisma, le bastó con poner sus patas sobre mi cabeza y lamer mi mejilla, para hacerme entender que al fin había encontrado a la indicada, o más bien, ella me encontró a mí. En cuanto la cargué supe que debía protegerla, ella se convirtió en parte de mi vida, de mi familia, de mis días. Fue entonces que se inició el tratamiento para su recuperación, ya que, su salud estaba muy deteriorada. A partir de ahí hemos experimentado diversas vivencias, como levantarme a la madrugada, para asegurarme que ella este bien; en las noches de frío y lluvia, procuro que siempre sienta el calor de hogar, las citas con su doctor (veterinario) que son casi una rutina, el estar atenta a las indicaciones para el suministro de sus medicamentos y medicinas; tenerle al día su carnet de vacunación, esterilizarla, y darle alimento, seguridad, diversión y amor constante, casi tan grande como el que ella me da.  no fue sencillo. Pero al ver cómo sus ojitos se iluminaron, entendí que todo valió la pena. Úrsula, así la llamé, un nombre digno de una guerrera, como solo ella lo es.

A mi parecer, la maternidad se puede experimentar de muchas formas, y con Úrsula descubrí una de ellas; comprendo que mi pequeña nunca dejará de ser un animal, por ende no podré decir que es mi hija, no obstante, puedo asegurar que soy su mamá, sé que no la tuve en mis entrañas, pero ella sí es una extensión de mí; la complicidad y conexión que hemos creado es algo que solo mi Úrsula y yo podemos comprender. Tal vez nunca la escuche pronunciar una palabra, pero entiendo sus ladridos; me basta con ver sus ojos para comprender sus necesidades. Por si fuera poco, ella también me descifra de maravilla, su sensibilidad es tanta que sabe cuando la tristeza me inunda; del mismo modo, en los períodos de felicidad bate su cola como si alguna melodía jocosa la impulsara a vivir esa alegría. Somos dos seres diferentes, pero, unidas perfectamente por el amor recíproco e incondicional.

Ahora, cuando me preguntan si deseo tener hijos o cuando tendré el primero, me limito a sonreír y cambiar de tema, porque aún existen muchas personas que creen que el amor no puede existir entre especies diferentes. No tengo la intención de humanizar a las mascotas o comparar la crianza de un hijo con la tenencia de un animal, pero ahora, es tiempo de empezar a abrir los horizontes y comprender que existen muchos tipos de familias: tradicionales, disfuncionales, modernas, etc. En mi caso, puedo asegurar que tengo una familia de pelos.   

 

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