• MARTES,  23 ABRIL DE 2024

Cultura  |  05 febrero de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Indira Santagracia

0 Comentarios

Imagen noticia

Un cuento de Enrique Álvaro González, integrante del taller de escritura Café y Letras Renata Quindío.

“Deseo, ansias, celos… fueron tantas las sensaciones antes de verla. Incredulidad, entrega total y posesión mientras la vi... Ausencia, dudas y… ¿locura después de despedirla?... No sé; han sido tantas cosas. Lo cierto es que la última vez que la vi antes de anoche, fue hace unos meses en la televisión. Encarnaba a una hechicera medieval que enloquecía a los hombres con sus encantos. No necesitaba magia negra. La vi hermosa, aunque adiviné tras el maquillaje los estragos del tiempo, a pesar de no verla en persona tanto tiempo. Enamorado como siempre de ella, no pude evitar su recuerdo. Los años en que la conocí cuando hacía sus primeros pinitos allá en el teatro viejo, volvieron a mí”.

Un trueno interrumpe al hombre cuyos hombros se contraen, el gesto se altera y sus manos se crispan en el brazo del contertulio, quien asimila el apretón e intenta tranquilizarlo. Un breve silencio los acompaña, luego un trago, una mirada agotada por el insomnio y la continuación del relato:

“Siempre supe que llegaría lejos, pero no fue por eso que empecé a procurarle la ayuda, que aunque en principio rechazó, acepto luego, como única opción en el naufragio que era por entonces su vida. Ella, claro, quiso hacerme creer que había algo de cariño en su aceptación, pero ¿Sabe qué, hermano?... Nunca le permití saber que yo entendía que no me quisiera… que me sabía utilizado y lo aceptaba. Jamás le importé gran cosa y… me abandonó porque sus sueños iban mucho más lejos que los míos… tanto, que un día partió en busca de mejores horizontes”.

El viento frío de la tarde lluviosa se cuela por las ventanas del restaurante donde los dos hombres comparten sus tragos. Uno escucha, siente compasión por el amigo trastornado, que mientras narra, envía miradas tortuosas a todos lados, como evitando que algo o alguien lo descubra.

“¡La vi ascender al estrellato con decisión! ¡Con valentía!... Superó cada obstáculo y ¿sabe cómo?... ¡Ah, mi querido amigo!... ¡Con arte! Con ese ilimitado arte que ella asumía en cada representación. Personajes de toda prosapia fueron humanizados con su talante, se entregó al teatro con la misma fuerza que me negó a mí su cariño y al fin triunfó… triunfó, hermano, como se lo propuso desde el día en que me abandonó. Por eso mi recuerdo, si es que alguna vez algo de mí ella quiso recordarlo… se esfumó del pasado de Indira Santagracia”.

La expresión del amigo al oír el nombre se altera de tal forma, que es necesaria la explicación del afiebrado narrador, acompañada por los fogonazos de la tempestad que ilumina el recinto. Era una ventisca fría y húmeda que provocaba a su vez apagones momentáneos y sobresaltos en la narración:

“Sí hombre, Indira Santagracia… Pero no hagas esa cara, que no soy el único que compartió retazos de su vida…. Recordarás que todo el país supo de su debilidad por los hombres. Ha sido tanta, creo yo, que si a todos los que tuvimos que ver con ella les sucedió lo que a mí anoche, somos muchos los perturbados.

Me encontraba listo para tomar un baño al finalizar un ajetreado domingo, cuando sonó insistente el timbre. Fui a responder el llamado… y al abrir la puerta… la vi hermano. Estaba allí con una mano en jarra sobre la cadera y la otra apoyada en el marco de la puerta, un poco arriba de su cabeza. Estaba linda, tranquila e insinuante. Con una expresión de tal conformidad, que me dio la impresión de que todo, absolutamente todo, le importaba un pito”.

En ese momento, el hombre se agazapa en sí mismo, se toma la cabeza entre las manos, la sacude, bebe su trago, sirve otro, lo bebe como si no quisiera recordar más, pero continúa:

“La invité a seguir sin explicaciones ni preguntas… como si verla después de treinta años, fuera el hecho más normal de la vida. Vestía el traje medieval ceñido al cuerpo, que usó en la televisión… su escote insinuaba la redondez del seno, la tela negra resaltaba el nácar del cuello y la palidez del rostro se encuadraba en el marco del pelo. En su rostro, como siempre, el viso atrevido y desafiante que imprimía en sus actuaciones, estaba presente.

¡No te puedes imaginar siquiera como fue, compadre!–. Declaró tembloroso y algo fuera de sí aquel hombre–. Hicimos el amor con apremio… con furia… con salvajismo, pero sobre todo, con sensualidad auténtica… Como si los treinta años de no vernos cara a cara no hubieran existido jamás… Realmente Indira hechizaba, ¿sabes?... O a mí me hechizó desde que la vi por primera vez allá en el teatro viejo... Anoche al develar poco a poco los secretos de su cuerpo con mis lascivas manos… creí volverme loco de felicidad. El tiempo se me hizo corto, hermano, tan corto como la distancia que nos separa a los dos ahora”.

Una lágrima lenta camina la pálida tez del relator. De nuevo las manos aferran las de su amigo, de nuevo se asusta ante el rayo que sume en sombras el salón, y de nuevo retoma la narración con una voz extraña, pero cada vez más ausente:

“En la mañana… se levantó en silencio de la cama… Quise tomarla de nuevo entre mis brazos… pero… pensé en algo… habíamos estado juntos toda la noche y ni siquiera nos habíamos saludado. En nuestro reencuentro, solo habíamos tenido lugar para amarnos sin inhibiciones y las explicaciones sobraron… por eso no hubo palabras. Intenté decirle algo, preguntarle, prometerle, pero ella… no lo permitió… se vistió sin mirarme. Después se alejó hasta llegar a la puerta y desde allí me envió un beso silencioso como ella misma y se marchó dejándome sorprendido y feliz.

Me senté en la cama para verla aparecer de nuevo, como jugaba conmigo treinta años atrás, pero esta vez no pasó. Su figura de mujer bonita se perdió al cerrar la puerta con delicadeza. Tomé entonces el periódico dominical de la mesa de noche para calmar mis ansias de enamorado con algo de lectura, cuando encontré la terrible realidad. Como ordenadas sarcásticamente, las letras del titular aclararon todo ante mis ojos:

INDIRA SANTAGRACIA, LA GENIAL ACTRIZ DEL CINE Y LA TELEVISION NACIONAL, FUE SEPULTADA EL PASADO VIERNES EN LA MAÑANA, TRAS HABER PADECIDO LOS ÚLTIMOS AÑOS DE UNA PENOSA ENFERMEDAD. SUS FAMILIARES AGRADECEN LA PRESENCIA DE SUS FANÁTICOS EN LAS EXEQUIAS Y LOS OFICIOS ECLESIÁSTICOS.

¿Comprendes ahora, hermano? No puedo dejar de pensar que anoche hice el amor con una muerta.

PUBLICIDAD

Comenta esta noticia

©2024 elquindiano.com todos los derechos reservados
Diseño y Desarrollo: logo Rhiss.net