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Cultura  |  19 marzo de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Sueños de loco

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Un cuento de Enrique Álvaro González, integrante del taller de escritura Café y Letras Renata Quindío.

Resultaba sencillo hacer hablar a Rodri. Bastaba invitarle una cerveza y proponerle el tema. Contaba “historias de la historia”, como él mismo decía y tan fácil refería anécdotas extrañas, pero interesantes, de Carlo Magno, como de Bolívar, del presidente, o de quien fuera.

Era un hombre maduro, que, según sus palabras deformadas por la beodez, lo único que hacía además de beber, era leer. Y eso parecía, porque sus narraciones incluían datos muy ciertos, dialectos perdidos, personajes olvidados pero reales, y en general, sus narraciones capturaban la atención, aunque la verdad sea dicha, quien lo escuchaba no lograba precisar qué era cierto y qué no.

Su abdomen abultado, lo mismo que el pecho, luchaban en un constante sube y baja para darle aire a sus pulmones en medio del humo de cigarros, pipas, tabacos, y la poca ventilación de la taberna. Iríamos en la mitad de la segunda tanda pedida, cuando consideré que era el momento. Le propuse el tema y empezó:

“La versión es cierta. Lo atestiguan más de quinientas páginas de documentos que llevo leídas y recopiladas. Don Rodrigo, mi tocayo–, explicaba con algo de sorna– fue de los primeros en enrolarse porque diferente a los otros, no se embarcó por gloria, por dinero, por evadir deudas con la justicia o por capricho. Era estudioso, e igual que el Almirante, como muchos otros, creía en las nuevas teorías de su época, pero por razones de seguridad no lo mencionaba. Eran los tiempos de la Santa Inquisición. En cuanto supo de la aventura, corrió donde don Vicente Yáñez que ya conocía su labor como marinero y se enroló”

Aquí, Rodrigo, el de hoy, mira a los demás como en espera de algo, hasta que yo, el más interesado de los contertulios, alcé la voz entre los ruidos de la taberna:

– ¡Pues bien, Rodri! Si la historia es tan buena ¿Por qué no la escribes?

–Para eso te he llamado, mi querido amigo. Tú eres el escritor, así que yo la cuento y tú la escribes. A mi edad, cuando las canas se mueven al tiempo con los cachetes, empiezan a olvidarse algunas cosas. Entonces, toma nota:

El viejo “Rodri”, como me dices tú a mí, conocía el plan de don Cristóbal, lo mismo que los demás, pues no era ningún secreto el riesgo que se corría en la travesía. Por eso quiso enterarse de los pormenores y andaba en esas cuando se enteró del chisme del loco, que es el siguiente:

El Almirante jamás creyó que en su viaje a Islandia en 1.477, encontraría alguien que le diera sustancia a sus ideas y mucho menos que fuera un enfermo como aquel.

Al comienzo no podía creerle. Un lugar de ensueño, con doncellas hermosas adornadas de pedrería y plumas multicolores… sacerdotes cubiertos de esmeraldas y oro en polvo, ríos enormes, cascadas asombrosas… animales desconocidos, suelo de fertilidad arrolladora y montañas con vetas enormes de joyas y metales, solo podía ser un sueño. Pero después de dejarlo hablar, el loco fue hilando una historia, que aunque difícil de creer… a la luz de los nuevos conocimientos, era digna de investigar.

Las rutas delirantes del enfermo mencionaron las Pléyades de Tauro, la constelación de Orión, y a Sirius, la estrella más brillante del Can. De las constelaciones pasó a mencionar los vientos Alisios, las corrientes marinas y las tempestades, y contó el naufragio que después de ahogar a toda su tripulación, lo arrojó a las playas del paraíso terrenal.

“Yo también naufragué, un año ha, cuando el corsario Guillermo Casenove, por fuerca de armas atacó la nao comercial en que viajaba– pensó Cristóbal–. Terminé en Portugal, por gracia suprema del santísimo, asido a un remo, pero la fiebre de entonces no me hizo menester mentir. Si el cálculo de Toscanelli no miente, el diámetro de la tierra es menor del que se tiene fe. Posible es entonces, queste pobre enfermo tenga de suya la verdad. Mareando el Atlántico hacia el poniente, podría llegar a Cipango o a Catay, las Indias, la tierra de las especias”.

Las especias conservaban la comida, curaban muchos males y eran consideradas afrodisíacos. De allí se infería su valor comercial, pero la guerra de las coronas europeas con el imperio turco, que se encontraba en medio, las encarecían al punto de necesitarse una vía distinta a la terrestre para adquirirlas.

Don Cristóbal era cartógrafo y gracias a la familia de Felipa, su esposa, tenía contactos con la ciencia y la geografía que le daban una mirada diferente con respecto a las rutas marinas. Tenía, según uno de sus biógrafos, un secreto:

“Él sabe salir al océano y regresar del, por medio de los vientos. Conoce muy bien el giro del Atlántico desde las azores”.

“Todo acá y acullá cambia– pensaba el Almirante–. Cuarenta años ha que cayó Bizancio después de cientos de ser el eje del mundo, e así no ha mucho, la fe católica abrió en Cabo de la Buena Esperanza, un camino a las Indias por África... ¿Por qué no intentar otro más corto?

Y a partir de ese momento, la fiebre del orate delirante con quien habló Cristóbal, se apoderó de sus sueños. Comenzó a imaginar príncipes de oro, doncellas exóticas, fieras diferentes, aves parlantes y naos repletas de clavos, nuez moscada, incienso, mirra y azafrán. Se soñó Virrey. Almirante, aun sabiendo que este era un título para nobles, y estuvo tan seguro, que inició la romería por las cortes europeas donde su idea fue calificada de loca, irresponsable y hasta hereje.

– ¡Cristo ferens!– Decía Don Cristóbal–. ¡Seré el portador de Cristo!

Y con la misma fe que el loco hablaba del Vinlandia de los nórdicos, él aseguraba que encontraría por el sur la corte del gran Kan, aquella de que habló Marco Polo, pero Juan II de Portugal, Enrique VII de Inglaterra y Carlos VIII de Francia, no le creyeron.

Los Reyes Católicos tampoco, pues la guerra contra el infiel ardía. “No está la corona para gastos superfluos”. Mas el sitio de Granada y la derrota de Boavdil, traerían una tregua. Del mismo modo, la injerencia de Fray Juan Pérez y Antonio de Marchena, trajeron la entrevista, y el apoyo de la Santa Hermandad Aragonesa, con un millón y medio de maravedíes, trajeron juntos la posibilidad de realizar su locura.

Preso ahora de su ilusión, ordena, planea, estudia el globo de Behaim, habla en latín del futuro de sus hijos con alguna “cortegiane honeste”, y bajo el influjo del vino… ¿por qué no? comparte ese olfato instintivo que lo hizo el más grande:

“Situaré toda la mar e tierras en su propio lugar, debaxo su viento”.

Verá como en espejismos, enrolar noventa marineros al mando de Vicente y Martín Alonso Yáñez Pinzón, armar las tres embarcaciones en las que abordarán también las flautas y los tamboriles de algunos y se equipará con el cuadrante, la brújula de treinta y dos puntos, el astrolabio y las cartas de marear de Toscanelli.

Por fin, un viernes de agosto de 1.492, poseído de la cuerda locura contagiada por aquel náufrago orate que halló en Islandia, cimentado en el hecho de que desde la antigüedad, quien hecho a la mar ha visto desaparecer la costa o una vela en el horizonte, ha presentido que la tierra es redonda, se lanzó con sus noventa aventureros, entre ellos “mi tocayo” –aclaró el ebrio Rodri– a la gran odisea.

Hechas verdades sus ilusiones, puesto su destino a barlovento de la prosperidad, fue el Virrey que esperó ser, adquirió el poder económico que tanto necesitaba para sus proyectos y fue nombrado Almirante con derechos dinásticos.

–Pero como nada es perfecto–, Intervine yo –Cristóforo Columbus, para nosotros Cristóbal Colón, murió sin saber que lo descubierto por él no fue simplemente la solución para el comercio de las especias y las sedas, sino un continente desconocido hasta entonces.

– ¡Sí!– gritó el Rodrigo que contaba la historia en la taberna, alebrestado por los tragos– Un continente ahíto de riqueza, y tan pleno de vida, que su exuberancia solo pudo haber sido concebida para imitar el bíblico Edén. O si no, ¿por qué El Dorado?... ¿por qué La Fuente de la Juventud?... ¿El Reino de las Especias?

– ¡Don Cristóbal, ignoró, claro! Y a lo mejor mi tocayo también–, agregó el ebrio– que ese continente no recordaría a su descubridor, pues se llamaría América, no por homenaje a nadie, sino gracias a los mapas firmados con su nombre por el cartógrafo italiano, Américo Vespucio. Menos supo que el Paraíso Terrenal, cuyo camino encontró, sería objeto de una invasión y un genocidio que duró más de trescientos años.

– ¡Rodri!... ¡Estimado Rodri!– Le interpelé, y como siempre lo hacía, por molestarlo, le dije:

–Me haría muy feliz si me deja ver esos escritos–. Y el hombre, preso ya de la borrachera, respondió:

-Mi tocayo escribió la historia, pero lo malo fue que mis antepasados no cuidaron los documentos y se perdieron. Solo nos queda la versión oral que recibí de mis padres, la cual espero hayas escrito muy bien, mi estimado amigo escritor.

Escribe también, que no fueron las armas de fuego las que derrotaron a los nativos. Cuenta que fueron las enfermedades que trajeron los conquistadores. Aclara que Cristóbal no llegó a este continente por casualidad sino gracias al error matemático que lo llevó a creer que la tierra era más pequeña de lo que en realidad es y que por muy decidido que estuviera, en el supuesto de que el nuevo mundo no hubiera estado en medio, jamás hubiera llegado a Las Indias.

La distancia era tanta, que el mar y el hambre lo hubieran devorado. Pero por ahora, cambiemos el tema, porque la palabra me resecó el gaznate. Mejor pídete otra cerveza y cambiemos de historia ¿Quieren escuchar algo de Bolívar?

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