Le dicen Tarro, pero ni él mismo sabe por qué. Y si no le importa eso, mucho menos su apariencia personal. El pelo que podría presumirse largo, se superpone en costras alrededor de la cabeza y unos cuantos lazos mugrosos caen sobre los hombros. El rostro se esconde tras la barba y el bigote, tan abundantes como sucios. El lugar por donde desaparece la comida llevada hasta él por una mano curtida, de uñas largas y grasosas, es la boca.

La comida es extraída del recipiente abollado que conserva en la otra mano. A su lado, taciturno, hambriento y esperanzado, Cochise mira la mano que entra y sale del tarro y de vez en cuando se acerca para encontrarse con una patada lanzada con desgano.

Tarro devora el “repelo” adquirido en el reciente “retaque”, recostado contra la pared. Huele mal, pero eso a Cochise no le importa, lo que sí al administrador del negocio que le regala sobras por la puerta de atrás, a condición de que la figura desagradable se esfume pronto.

Su cuerpo es endeble, flaco incluso, pero se ve gordo por los tres pantalones, igual número de camisas, y dos sacos de paño que lo visten olorosamente. Calza dos zapatos izquierdos uno de los cuales deja ver dos dedos de color indefinible. El proceso de escarbar el recipiente trae de pronto el fruto esperado y los ojos enrojecidos adquieren vida ante el tesoro esperado de un hueso. La máscara se ilumina con una sonrisa, pequeñas grietas semisucias emergen de las arrugas hasta que los dedos extraen el hallazgo:

– ¡Ah, qué mierda!– protesta – ¡Dizque pat´e pollo!– y arroja el hueso con rabia por los aires donde con la velocidad del hambre, vuela Cochise para atraparlo y devorarlo entre tarascadas y meneos de cola. Merecido premio a su paciente espera.