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Cultura  |  07 mayo de 2023  |  12:00 AM |  Escrito por: Administrador web

Frente a un cuadro de Picasso

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Pablo Picasso, Minotauro y yegua muerta frente a una gruta y niña con velo, 1936

Toda su desnudez

Alberto Hernández Bayona

Me dijo: Quiero desnudarte, así, sin más, con esa forma escueta que tiene para decir las cosas. Yo lo miré sorprendida e instintivamente apoyé ambas manos en la guantera del carro. Sí, Lucrecia. Quiero desnudarte, repitió calmadamente, aunque alcancé a notar que su voz vibraba de una manera particular, como si en ese momento estuviéramos atravesando un camino destapado.

Lo conocí hace algunos años cuando lo trasladaron a la oficina principal. Yo fui quien lo recibió y quien programó su agenda de inducción porque el gerente estaba de viaje. Lo presenté en todas las dependencias y le enseñé los rincones donde acostumbrábamos a tomar un poco de aire en medio del endemoniado trajín de las Compañías de Seguros: la cafetería, la sala de eventos, el balconcito del quinto piso, el salón de fotocopias y los baños; incluso, aprovechando que debía subir al archivo, le mostré algunas de las oficinas que, debido a la reestructuración, en ese momento estaban sin uso. El tipo, aunque hablaba poco me pareció agradable. Pero nada más.

Las semanas siguientes nos encontramos en el ascensor o en los pasillos e intercambiamos algunas palabras de cortesía; más tarde coincidimos en los Comités de Calidad. Fue en esas reuniones donde pude conocerlo un poco mejor: me pareció introvertido, serio, observador, con un sentido del humor cáustico e inteligente. Arrastraba consigo la arrogancia de la gente tímida y, a pesar de su aparente rudeza, cuando estaba relajado una curva triste se esbozaba en su boca y se rebelaba, entonces, como un ser tierno y vulnerable.

A la salida de uno de los comités se ofreció a llevarme a casa. Cuando abordamos el inevitable tema del estado civil repetí de mala gana la consigna que tengo preparada para esos casos: separada, con dos adolescentes a cuestas. Sin embargo, no sé exactamente por qué, tal vez por esa actitud reservada que me transmitía cierta sensación de intimidad, o simplemente porque tenía que decírselo a alguien, le conté, algo ofuscada, lo de Juanita que por esa época estaba empeñada en irse a vivir sola. Sola a los diecisiete años. Él me escuchaba con atención y de vez en cuando me miraba comprensivamente sin decir una palabra. Cuando le tocó el turno dijo con toda naturalidad, sin asomo de orgullo o de pedantería, que estaba felizmente casado y que también tenía una hija adolescente. Como de niña no tuve quien refrenara en mí el impulso de hacer preguntas impertinentes le dije, medio en broma, si realmente era posible estar felizmente casado. Él respondió: Seguro, no hay contradicción en los términos. Y sonrió con esa sonrisa limpia que desdice al instante su severo rostro de proveedor de bienes y dispensador de afectos de un rebaño admirable.

Dos semanas después volvió a ofrecerse para llevarme. Dentro del carro hizo algún comentario breve y ácido sobre la superficialidad con la que se trataban los temas en los comités y, luego, sin solución de continuidad me preguntó por Juanita. En las mismas, le respondí con sequedad porque estaba harta de esa historia y cambié de tema. Le conté que en Semana Santa me iría para Aruba a pasar vacaciones con unas amigas. Aunque me extendí demasiado, refiriéndole detalles que hoy me parecen innecesarios y hasta ridículos, él me escuchó con paciencia. Fue bajando por la Avenida Circunvalar cuando soltó la propuesta. Yo quedé de una pieza. Apoyé ambas manos en la guantera, incliné el tronco y lo miré a la cara con más perplejidad que rabia. Si Lucrecia, quiero desnudarte, recalcó. El muy bellaco es igualito a todos los de su género, pensé y se me vino a la cabeza la imagen de un grabado de Picasso que, siendo niña, encontré en la biblioteca de mi abuelo. El recuerdo era borroso: un minotauro, una yegua estrangulada, unas manos suplicantes, una niña observando la escena tras un velo y una mano poderosa sosteniendo el cielo azul; a ese recuerdo se le superponía otro: el de una gallina desplumada, sudorosa, atravesada de punta a cabo por una barra de hierro, girando sobre el fogón de la cocina de un restaurante de medio pelo. Pero tan pronto desaparecieron esas bochornosas visiones me sentí halagada y un suave cosquilleo empezó a subirme por el espinazo. No sé qué cara estaba haciendo en ese momento, recuerdo que me ardían las mejillas y que de la frente empezaron a brotar unas gotitas de sudor imperceptibles pero molestas. Eso es algo que no puedo evitar. Me ocurre con frecuencia, cuando me ofusco. Él ya no me miraba, pero estoy segura de que lo sorprendió mi turbación. Simuló estar muy concentrado lidiando con el tráfico. Al llegar al siguiente semáforo, aprovechando que estaba en rojo, sin pensarlo dos veces, abrí la puerta y me bajé del carro.

Esa noche dormí mal. El fantasma del pajarraco desplumado consumiéndose en la brasa, el despiadado minotauro, la yegua estrangulada y la niña observando tras el velo, estuvieron rondando hasta las tres de la mañana cuando caí fundida por el sueño.

Al día siguiente, temprano, se apareció en mi oficina. Me preguntó con aplomo si estaba disgustada y a renglón seguido, sin esperar respuesta, me invitó a tomar un café. No estoy disgustada, pero ahora no tengo tiempo, le dije tratando que la voz saliera neutra, como la de cualquier mujer de mundo que acepta o rechaza un seguro de vida después de haberlo analizado con objetividad. Él me miró fijamente durante varios segundos, se disculpó y dijo: si estás lista alguna vez... Antes de que me empezaran a brotar las gotitas de sudor en la frente puse sobre el escritorio los papeles que tenía en la mano, lo tomé del brazo y lo invité a abandonar la oficina.

Entre más días pasaban más irritada me sentía. Muchas preguntas y algunos reproches empezaron a mortificarme. ¿Qué hice o qué dije para que ese mal nacido se tomara la libertad de decir que quería empelotarme? ¿Qué significaba ese desafiante “si estás lista alguna vez...”? ¿Lista para qué? ¿Para pasar a la brasa? Y, luego, la fastidiosa prepotencia de ese “quiero”. Yo quiero mamá, deme eso mamá. Así los levantan y así se quedan toda la vida: quiero desnudarte, quiero gozarte mamita. ¡Ah! -me decía a mí misma- escucha esta otra perla: ¡El hijo de mamá está felizmente casado!

Afortunadamente llegó la Semana Santa y salí para Aruba. Me sentía lejos, lejos de todos los acosos. Desde la ventana del hotel podía ver la playa, el cielo azul, los veleros navegando apaciblemente en el mar color turquesa y a los bañistas. Aquella multitud de gentes bellas y mansas exponiendo sus cuerpos al sol, los niños correteando, los meseros impecablemente vestidos de blanco circulando a uno y otro lado, me sobrecogían.

Una tarde, coñac en mano, sentada al lado de la piscina, divisé un cuerpo atlético. Cuerpo de macho oloroso a sudor. Tizón ardiendo en ese atardecer de fuego. El hombre caminó por el borde de la piscina hasta un extremo, tomó a una criatura en sus brazos, la elevó por encima de su cabeza, la montó sobre sus hombros y fue a reunirse con su joven pareja. Felizmente casado, dije en voz alta, recordando una frase que ahora sonaba distante. Emperatriz, que estaba a mi lado, leyendo, preguntó: ¿Quién? Pero no esperó ninguna respuesta; siguió enfrascada en su libro. Yo pedí otro coñac y quedé muda, contemplando la puesta del sol.

Al regresar de vacaciones me saludó muy amablemente y me preguntó por el viaje. Su expresión sincera y sus buenos modales no dejaban translucir una partícula de deseo. Se ha evaporado rápidamente, como el aroma de un perfume barato, pensé. Y me sentí extraña, inconforme, insípida y huérfana.

A partir de ese día me entró un desasosiego que fue creciendo con el tiempo. Pasaba las horas mirando la pantalla del computador. Olvidaba todo, las llaves, llamar a los clientes, la cita al odontólogo, la lista del mercado. No era Juanita, a ella la había despachado donde su papá; era algo sin nombre que se me adhirió como una mala hierba. Buscando cualquier pretexto salía de la oficina, caminaba por los pasillos y, sobre todo, buscaba refugio en el quinto piso. Desde el balcón podía ver el interior de su oficina a través de las ventanas de la fachada lateral del edificio. Pero a él lo veía muy poco. Le habían asignado algunos clientes corporativos, de manera que permanecía afuera la mayor parte del día. Y en los Comités de Calidad, debido a sus nuevas responsabilidades, lo reemplazaron por uno de sus subalternos.

El tiempo pasaba con una lentitud terrible y mis promedios de ventas se fueron al suelo.

Un viernes de agonía, subí al balconcito a las cuatro de la tarde. Como era el último día hábil del mes, el edificio bullía y la rígida disciplina que habitualmente imperaba parecía a punto de fracturarse. Lo vi tras los ventanales, dentro de su oficina, de pie, erguido, el chaleco desabrochado, la corbata suelta, hablando por teléfono. Cuando colgó, salí disparada. Las piernas me temblaban y el sudorcito en la frente empezó a brotar punzante, fastidioso. Toqué en su puerta. Cuando entré me miró sorprendido. Le dije atropelladamente: Estoy lista... y sentí que descargaba en sus espaldas todo el peso que una tarde él había dejado abandonado sobre las mías. Cuando me atenazó el cuello, suavemente, con sus manos frías y sudorosas me di cuenta de que estaba tan desconcertado como yo. ¿A dónde vamos? preguntó. Con la torpeza y la agitación de una adolescente le dije: Arriba...en el sexto piso... la antigua oficina de la presidencia está desocupada...Yo tengo las llaves...

Acordamos que yo subiría primero.

La insólita decisión de vernos en esa oficina no hizo más que añadirle emoción a aquél encuentro. Él, sin preámbulos, se aplicó a fondo en su propósito de desnudarme ignorando que ya lo había hecho, lenta, desgarradoramente, durante aquellas largas semanas de zozobra. Despojada de todo, me tendió en un amplio sofá de cuero. Temblaba. Temblábamos. Me sorprendió su contenido instinto de animal adiestrado y su generosa disposición de fundirme con su fuego. Yo, inconscientemente, tenía preparadas muchas preguntas, pero no dije nada. En silencio, echada de medio lado me quedé pasmada escrutando las señales del mundo que, indiferente, parecía habernos olvidado. Y nosotros a él.

Al cabo de un rato nuestro improvisado nido se cubrió de sombras. Anochecía.

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