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Columnistas  |  21 marzo de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Ramon Manrique-Boeppler

Crónicas de Artes, Culinaria y Fútbol

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Ramon Manrique-Boeppler

Benditas sean las equivocaciones, los errores humanos, porque de ellos –y de nuestro discernimiento sobre la equivocación- ha sido posible el avance de la civilización humana. Porque de los muchos diplomas que he recibido en mi vida, la suma de todos ellos no me ha enseñado ni la quinta parte de lo que aprendí de mis propios errores, de mis extravíos de iluso, o mis yerros que –por el ego, la vanidad y la descortesía con otros seres humanos- habrían de conmover, sacudir las enmarañadas telas de mi espíritu.

He aprendido también que muchas de las equivocaciones humanas tienen origen en los engaños de los poderosos, es decir aquellos –los de antes, los de ahora- quienes poseen la intención y los medios para alterar la verdad. Incluyendo, la alteración de la Palabra de Dios, como lo ha hecho por siglos la iglesia Católica y en las últimas décadas las llamadas “Iglesias”, que –qué curiosa coincidencia- comenzaron a extenderse como una plaga norteamericana en América Latina, en respuesta a la Revolución Cubana, en particular con la financiación y apoyo de la administración republicana de Ronald Reagan.

Porque la idiotización de las masas, con la supuesta “palabra de Dios” por pastores y pastoras ignorantes, imbéciles casi todos, pletóricos de fanatismo y ávidos de diezmos, resultó una estrategia eficaz para “descontaminar” del “peligroso comunismo castrista” a las empobrecidas e ingenuas legiones de la región, desde México a la Argentina. De no haber sido así, las Farc, el Eln, el Moir, Los Montoneros, Senderos Luminosos y los partidos y movimientos de protesta y rebeldía habrían sido un explicable y común denominador latinoamericano ante el azote de la impiedad, la acumulación abusiva de capitales, el saqueo salvaje de las minas llegando hasta el empleo del mercurio que se vierte en quebradas y ríos que fueron cristalinos, el incumplimiento de las promesas electorales, la manipulación de la verdad por los medios de comunicación -como El Tiempo, la W, el tal Arizmendi Pesado y otras oscuras yerbas en Colombia-, el asesinato de candidatos comprometidos con los cambios, el exterminio de miles de militantes, como ocurrió con la Unión Patriótica, y los asaltos al erario público y el pillaje impune e inmisericorde, entre otros.

Confieso que yo prefiero –sin dudarlo un segundo- dos períodos presidenciales, y hasta tres, con Jorge Eliécer Gaitán como cabeza del Estado colombiano, a media hora de ejercicio del poder por parte de Alejandro Ordóñez Maldonado. Porque ese breve tiempo le bastaría a ese cavernario y lunático sujeto para –por ejemplo- destruir la precaria unidad nacional promovida con gran dificultad, en ocho años, por Juan Manuel Santos.

Pero, dispensen mis lectores el kilométrico discurso cuando, si bien cabe referirme al error como maestro, lo que aquí quiero es narrar mi garrafal equivocación culinaria con un bendito pato, mejor aún, con una gallinota de piel tan dura como la de un cocodrilo.

1982 fue para mí un año inolvidable. Hasta comienzos de enero del mismo, María Cristina –mi esposa- y nuestro hijo Ramón Ernesto -nacido en 1977- vivimos en las afueras de Bogotá, en una casa enorme de San José de Bavaria. María Cristina resultó embarazada y nos pareció que con dos niños era mejor vivir más cerca de nuestros trabajos. María Cristina se desempeñaba por entonces como secretaria general de la Universidad Pedagógica. Por mi parte, yo tenía oficina de abogado que compartía con Gustavo Gallón Giraldo y Diego Javier Múnera. -Gustavo es el fundador, aún activo, de la Comisión Colombiana de Juristas. Diego Javier murió el pasado mes de septiembre, en Italia, luego de luchar todo lo que pudo dar como ser humano contra un cáncer-.

Tomamos en arrendamiento un apartamento en la calle 74, entre carreras cuarta y quinta, de la zona conocida como Rosales. Natalia, aún en el vientre de María Cristina cuando iniciamos el trasteo en la casa de San José, resolvió nacer. Para complicar las cosas, don Eduardo Rueda, propietario del apartamento en Rosales, me llamó para decir que los pintores se tomarían dos días más, y que él quería que ocupáramos un espacio perfectamente pintado y limpio. Entonces, no hubo más remedio: el trasteo tomó rumbo a Niza Antigua, hacia la casa de mi padre, donde también quedó Ramón Ernesto. María Cristina, su barrigota y yo nos fuimos a la clínica Palermo, como a las siete de la noche. Natalia nació unas tres horas después. Yo dormí esa noche en un pequeño hotel, a la vuelta de la clínica. Volví a las siete de la mañana, y duré varios minutos argumentando con el portero, quien insistía que la entrada era a las ocho. Entonces, se me ocurrió mentir: “¿Los médicos también tenemos que entrar a las ocho? ¿Y si se me muere un paciente, qué hago?” El hombre abrió los ojos y la reja, diciéndome: “Haberlo dicho antes, mi doptor, sígase su mercé”.

Cuando entré a la habitación hallé a Cristina arreglada, de pie, con la maleta lista y la niña en brazos. ¿Qué pasó? –le pregunté. “Hace media hora vino el doctor Acuña y me dijo que nos fuéramos ya, porque en la Clínica hay estafilococo dorado”. Salimos como pepa de guama hacia Niza. Dos días después nos mudamos al apartamento.

Con el pasar de los días descubrimos que nuestros vecinos, del apartamento de abajo, eran Alfredo Valencia Castillo, caucano, por esos días secretario general del ministerio de Minas, y su esposa Luz Marina Campo Vives, de Santa Marta, quien es en la actualidad miembro del Directorio del Partido Conservador de Colombia. En el apartamento contiguo al nuestro, vivía el arquitecto Julio Abel Sánchez, quien iba y volvía de París, debido a que ganó el concurso para el rediseño de la fachada del edificio de la ópera. Su esposa era la Maestra María Elena Bernal, artista egresada de la Universidad Nacional, Directora del Museo de la misma.

María Cristina y yo acostumbramos invitar amigos muy cercanos cuando se aproxima la Navidad. Y, para esa ocasión, en diciembre de 1982, resolvimos preparar Pato a L´Orange.

Como uno de los típicos colombianos, por razón de mis ocupaciones laborales, pospuse por varios días la compra del Pato. De hecho, había visto un gran surtido en Pavos La Paz, ubicado en la 13 con 74. Pero, el día de la cena, cuatro de la tarde, ya no quedaba ni un hijueperra pato. No existía entonces el celular, para llamar a María Cristina, quien, con el sentido práctico que caracteriza las mujeres, habría dicho: “Muy sencillo: hagamos otra cosa”.

Pero, no. En mi cerrado y terco cerebro masculino solamente martillaba y martillaba una única palabra: pato, pato, pato.

Salí de Pavos La Paz caminando como quien va al cadalso, en dirección al Carulla de la avenida Chile. Miré al cielo y hablé en voz baja: “Bueno, Dios. Creo que este es el momento preciso para que te luzcas conmigo. Si, ya sé: comulgué solamente el día de mi primera comunión. Pero, aquí entre nos, fíjate que soy un ateo decente. Y digamos que no te invoco mucho para no quitarte tiempo. ¿Te la pillas?”

Entré a Carulla y fui testigo de un efímero milagro: en la sección de aves vi un pato o ganso enorme.

“Ni pato, ni ganso” –me dijo el dependiente. “Es una gallina ponedora, jubilada tras dos años de servicios”. Le expliqué lo que quería preparar. El hombre se rascó la cabeza, advirtiéndome: “Tiene que cocinarla, por lo menos, cuatro horas en olla pitadora”.

Alfredo y Luz Marina se salvaron, pues esa tarde viajaron a Santa Marta a pasar vacaciones. Juro que cociné la gallina por cinco horas, como precaución. Nos acompañaron Julio, María Elena y sus dos hijas a la mesa. María Cristina le pidió a Julio que nos hiciera el honor de cortar “el pato”, y le pasó el cuchillo más afilado. Al décimo intento, ante el asombro de todos en la mesa, incluido yo, Julio desistió. Luego María Elena y María Cristina. Traje la hachuela de partir la panela y me rebotó casi descalabrando a Julio.

Entonces, nos servimos vino y anuncié: “Voy a pedir comida china”.

Recibí un sonoro aplauso.

 

 

 

 

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