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Columnistas  |  17 julio de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Carlos Alberto Agudelo Arcila

Desentrañamientos

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Carlos Alberto Agudelo Arcila

No creo en ninguno de mis pensamientos, si así fuera me reconocería como el más bárbaro de los creyentes.

Una cita con el amor en la partícula de polvo de los desiertos del mundo. O en la página inmortalizada en su blancura. Quizás en la más blanda gota del oleaje. De pronto en el pastizal centelleado por la luciérnaga. Tal vez en el Norte de la época aquella. O en el Sur de la noche lenta. O en el Oriente donde se instaura la ranura para observar de cerca el destino más lejano. O en el Occidente para entablar conversaciones de nada. Acaso en la trascendencia del tornado por donde se desbocan en silencio los caballos del mundo. Por casualidad en el espacio trajeado del gris de la madrugada. Por azar en la falta de perspectiva alguna. Tal vez en la sombra que corteja el celeste de la sombra. O en la luz donde nunca se ha de encontrar…

Ser cínico a ultranza. Categorizar el blanco sobre el blanco como inspiración de lo imposible, no obstante forjar el gris a manera de lenguaje axiomático, en el blanco sobre el blanco.

Incesto entre la palabra y la mudez, aledaño a labios que fragmentan “Las babas del diablo”. Cortázar de reojo circunscribe rayuelas, en el vértigo del rugido.

En la hondonada del verde estrellas acaparan noches sin rumbo.

La vida es una plaza de toros cuyos toreros y bovinos somos cada quien.

El conocimiento es pan aún sin hornear, cuyo trigo está por sembrarse en la planicie después de la galaxia, que existe un poco más allá de la vuelta del universo.

Somos jerarcas del deseo.

Mentes que son robles en su exigir y tallos arqueados por el viento, al dar lo mejor de sí mismos.

La fidelidad absoluta: sarcasmo genuino del sexo…

Sin nuestra salud, no hay forma de uno sentarse en la cama de un moribundo optimista.

Existen palabras que son recipientes rotos donde se introduce el pensamiento.

Crear el hecho, después vivirlo, más tarde poner la cabeza cercenada frente al espejo, no sin antes encender un cigarrillo y arrojar bocanadas de humo al libre albedrío, sin olvidarse de beber vino con una buena porción de cianuro, a la hora exacta de enterrar el cuerpo degollado del humanismo.

Masturbaciones del alma, sincrónicas con la excitación de acariciar palabras imposibles de escribir.

El hombre capaz de ejercer silencio puro, es el más grande sabio de la palabra por pronunciarse.

¿Cree en Dios? Pregunta insignificante y ensayada. De pronto sería más inteligente interrogar: ¿De qué manera cree en Dios?, aquí se refleja un sondeo más coherente respecto si hay o no una práctica real de Dios, no obstante lo menos absurdo es continuar el camino en maravilloso mutismo, como si nunca nos hubiésemos topado con el calibre de un interrogante tan bursátil, en el mercado pedestre de la espiritualidad.

Narrar desde alguna otra orilla el submundo de sí mismos y expulsar el lenguaje adulterado de cuanto no somos.

Se urge de locos que produce la sensibilidad, para reemplazar “el estado normal” de los idiotas del común.

Trepanar el pensamiento, dejar la voluntad desgastándose en la introspección sin cabeza alguna.

Ansias genitales, sin afán de ninguna clase para resolver prontuarios lingüísticos.

En las entrañas de esa frase sibarita: “Amar a Dios sobre todas las cosas…”, razono un mundo de semen espiritual, que apergamina mi vida de ternura inconclusa, hacia la sombra del perro muerto.

Nos hará falta un amanecer para vivir.

El infierno del avaro llamea dinero a cuenta gota eterna.

Floreciente amanecer: la neblina brota vuelos de mariposas.

 

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