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Columnistas  |  24 septiembre de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Luis Antonio Montenegro

Un calendario pagano y politeísta para una civilización cristiana monoteísta

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Luis Antonio Montenegro

“Me parece un despilfarro

encender una luz si no se desea ver”

WILLIAM BLAKE

POEMA CV

De POEMAS DEL MANUSCRITO DE DANTE GABRIEL ROSSETTI

El calendario juliano permaneció vigente, con sus inexactitudes y su desorden nominativo, hasta el siglo XVI de la era cristiana. Este legado romano había perdurado desde la era “Ad Urbe Condita”, iniciada con la fundación de Roma, hasta la “Ab Incarnatione Domini”, la era que se abría con la encarnación del Señor. De la esclavitud romana a los esclavos de Dios. Del servus publicus al servus Dei. Del Templo de Pietas a la iglesia de Pedro.

El cambio de período histórico, en el cual los tiempos se contarían después de la encarnación del señor, y ya no más desde la fundación de Roma, era un reconocimiento político del declive total del imperio romano y de la consolidación del poder del cristianismo. Eran los tiempos del papa Bonifacio IV. En principio, esta fecha se ancló en el 25 de marzo del año 753 Ad Urbe Condita. Este día se celebraba precisamente la fiesta de la Anunciación y, por ende, la de la Encarnación del señor, o lo que es lo mismo, la temprana confirmación de la divina preñez de María. Años antes, el papa Hormisdas había encargado a un estudioso monje rumano, Dionisio el Exiguo, determinar la fecha del nacimiento de Jesucristo. Este monje, basándose en la Biblia y otras fuentes históricas, la calculó con iluminada precisión, fijándola en el 25 de diciembre del mencionado año 753 después de la fundación de Roma. En el año 607 dc, Bonifacio la asumió como el Anno Domini, el año 1 de la era cristiana. Esta división de la historia fue asumida con rapidez por los países cristianos. Su uso lo popularizó un monje benedictino, el conocido historiador Beda El Venerable. El peso económico, político y militar, del llamado mundo occidental, determinante en los asuntos orbitales, así como la preponderancia del cristianismo dentro de él, permitieron la universalización de la numeración histórica Ac, Dc, para uso civil, comercial y científico. Numeración reconocida, para todos sus efectos, por instituciones como la ONU y la Unión Postal Universal.

A las imprecisiones del calendario Juliano, habría que sumarle ahora las aportadas por Dionisio el Exiguo, quien se equivocó al datar el reinado de Herodes I El Grande, corriéndose entre 4 y siete años, por lo que el nacimiento de Jesús debió ser en el 748 y no en el 753. Suena extraño, pero en realidad Jesús nació el año 5 Ac. De otro lado, Dionisio no partió la historia desde un año cero, sino desde uno. Pero no fue su culpa, pues en esa Europa del alto medioevo no se conocía este número. Esta deficiencia aritmética le quita a la historia un año hacia adelante y un año hacia atrás. Europa debió esperar hasta el segundo milenio para conocer el cero, traído por los árabes de la aritmética india, aunque los precolombinos mayas y olmecas también lo conocían. Agreguémosle a estas falencias, la evidente incongruencia que existe en el día de inicio de la era cristiana. Se supone que ésta comienza, en el primer día del año. Se enciende la luz del período cristiano. Pero como el nacimiento se fechó el 25 de diciembre y el año civil en realidad empieza el primero de enero, entonces la historia cristiana no empieza propiamente después del nacimiento de Cristo (dc), sino seis días más tarde. Otro hecho notorio es que al establecer el Anno Domini, el Año del Señor, Bonifacio no tocó para nada el calendario juliano. Los nombres de los meses dedicados a los dioses romanos y los ordinales en desorden siguieron vigentes.

En el Primer Concilio de Nicea, en el 325, se estableció el momento astral en el cual debía celebrarse La Pascua. Esto era en el domingo siguiente al plenilunio posterior al equinoccio de primavera, en el hemisferio norte. Pero como todas las convenciones humanas para la medición del tiempo son arbitrarias, unas más que otras, y a la larga nada tienen que ver con el transcurso natural del tiempo cósmico, llegado el Concilio de Trento en 1545, el desbarajuste del calendario era cada vez mayor, por lo que una de sus decisiones fue precisamente la de reformarlo, para poder sincronizar el tiempo convencional con el real, haciendo coincidir la pascua y demás fiestas móviles relativas. Para hacer esta tarea, se nombra una Comisión del Calendario, compuesta entre otros por los destacados astrónomos Cristóbal Clavio y Luis Lilio. Este último, quien fue el protagonista de la reforma, muere durante el proceso, por lo que el Compendium es redactado por el matemático español Pedro Chacón, resumiendo los aportes de Lilio y con la aquiescencia de Clavio. La reforma propuesta es aprobada el 14 de septiembre de 1580, para implementarla desde octubre de 1582.

Es así como, para entonces, el papa Gregorio XIII, promulgó, por medio de la bula Inter Gravissimas, un nuevo calendario, el cual sería reconocido por la historia como el calendario gregoriano. Y he aquí que, al 4 de octubre de 1582, del calendario juliano, le sucede, el día siguiente, el 15 de octubre de 1582. Se borraron de golpe diez días del mes, a causa del descuadre contable del calendario juliano. Tiempos atrás, Sosígenes y Julio César, en el 46 Ac, habían establecido un arbitrario año de 445 días, buscando ellos también, la sincronización del mismo. Y así otras muchas drásticas medidas de choque, tomadas en diversas épocas y culturas, para cuadrar las cuentas. El tiempo, eterno e impasible, si pudiera, se reiría entonces de las inauditas maromas humanas para acomodar sus convenciones.

El gregoriano formula un año de 365 días y los bisiestos de 366. No me alargo en sus detalles, pues los conocemos muy bien, viviendo como estamos en su modus operandi. En general sus fórmulas arrojan una mayor precisión, pues las nuevas diferencias de minutos acumulan solo un día cada 3300 años. Quiero enfatizar, eso sí, que, a diferencia de otros calendarios antiguos, inspirados en la contemplación y el estudio sideral, el gregoriano fue motivado por cuestiones de este mundo, por necesidades de los rituales de la religión. De todas formas, no podría haberse inspirado en estudios profundos de cosmólogos, ni en desarrollos científicos de la astronomía. No. Porque la Iglesia de entonces, oscurantista, retrógrada y criminal, impedía el surgimiento de cualquier pensamiento científico o liberal. Toda idea disruptiva del Gran Orden , era herética. Precisamente en ese Concilio de Trento se impuso la doctrina de la Iglesia como mediadora ineludible de la salvación eterna. Se reivindicó el santoral. Se sentenció la existencia del purgatorio. Se reinstauró la Inquisición, avalando con ello la que había recomenzado en España desde 1478, propagada entonces hacia varios países europeos, bajo el nombre de Santo Oficio, cuyas prácticas de terror ha documentado muy bien la historia, y sus métodos crueles de tortura para obtener confesiones son bien conocidos. También estableció el tristemente célebre Índice, en 1557, implantando una censura abierta contra toda forma de pensamiento contraria a la fe católica, convirtiendo en combustible para la hoguera a todos aquellos libros que consideraba herejes. Después del Concilio, en 1592, se publicó una edición total y definitiva de La Biblia, declarándola fuente de la verdad revelada, negando su exégesis a todo mortal diferente al papa y los obispos, depositarios del legado de San Pedro y los apóstoles. No podía surgir de una magnífica visión del cosmos, la tarea de una iglesia que, por esa época, calcinaba en la santa pira a un astrónomo como Giordano Bruno, cuyas teorías superaron el modelo copernicano. Proponía que el sol era tan solo una estrella, otra más en un universo infinito con miles de mundos habitados por criaturas inteligentes. Exponía, atrevido, una peligrosa cosmogonía panteísta. Ni qué hablar del enfrentamiento del peligroso Santo Oficio con Galileo, el llamado padre de la astronomía moderna, cuya ruptura con la física Aristotélica y la teoría heliocéntrica copernicana, además de sus observaciones directas del cosmos, lo tuvieron al pie de las llamas inquisidoras.

El calendario gregoriano terminó de imponerse en el mundo occidental y extenderse a su uso civil, comercial, técnico y científico como referente orbital. Su uso cotidiano lo ha hecho connatural a nuestras vidas, tanto que se ha perdido la perspectiva de su carácter eminentemente religioso. Como también nos ha hecho olvidar que su forma de registrar el tiempo es convencional, relativa y arbitraria, al igual que lo son las otras formas que coexisten hoy día, tanto como todas las demás precursoras, incluyendo los otros dos calendarios coetáneos, de culturas también monoteístas: el hebreo y el islamista. La cotidianidad de la convención de un calendario deforma tanto la visión del tiempo, que hace creer que su historia es la historia. Peor aún, en el caso gregoriano, que esa historia partida en dos por el nacimiento de Jesús el Cristo, es toda la historia universal. Entendida esta no como la historia de la tierra, sino como la del universo. No olvidemos que la jurisdicción de su Dios traspasa los dominios de Gaia, cubriendo todo el cosmos.

La reforma gregoriana no cambió la toponimia de los meses. Los seis primeros continuaron honrando a dioses del panteón romano. Los dos siguientes, Julio y Agosto, recordando a los emperadores de esa misma roma. Y los cuatro últimos, con nombres ordinales puestos en perfecto desorden. Así que el mes séptimo (september) es en realidad el noveno; el octavo (october) es el décimo; el noveno (november) es el décimo primero; y el décimo (december) es en verdad el mes décimo segundo del año. El espíritu cristiano se dejaba ver tan solo en la nomenclatura de los días, anclada al santoral, aunque hoy día en desuso; pero, ante todo, se denota en las festividades litúrgicas y religiosas datadas a lo largo del año, con especial énfasis en las ceremonias dominicales, precisamente en el llamado día del señor. Se trata, en definitiva, de un calendario pagano y politeísta, para una civilización cristiana monoteísta. Un calendario dentro del cual se vive la ficción de la precisión, para desdibujar los bordes de una ambigüedad latente. Un calendario cuya incongruencia se nota de golpe en los toscos pespuntes de su toponimia. Un calendario inspirado en oscuras cuevas del espíritu, más que en la luz de alguna estrella radiante. Como la espléndida Sirius.

Luis Antonio Montenegro Peña

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