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Cultura  |  07 octubre de 2018  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda

El librero

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El librero

Una crónica de Luis Carlos Vélez Barrios.

A don Genaro, un amigo entrañable.

Abro el libro que lleva casi cincuenta años en mi biblioteca; leo una fecha: “Enero 1/65”, lo reviso: su estado no es el mejor y procedo a repararlo según aprendí a uno de mis mejores amigos.

Don Genaro, alto, enjuto, de piel trigueña, cabellos negros, saludable a sus cincuenta y cinco, era dueño del único puesto de libros de segunda al interior de la Galería en donde compré los primeros que forman mi biblioteca: La rebelión del Bounty, Dos años de vacaciones, Quindío Histórico (el cual compré para reponer el recibido como premio en la escuela, lo presté y hasta el sol de hoy; nunca aprendí que los libros son orgullos y si los prestamos no vuelven), El último mohicano, La María; obras de Jagot, Emerson, Atkinson (reciclados hoy por Coelho, Chopra, y otros que se hacen millonarios vendiendo recetas espirituales), mi primer Quijote, Gargantúa y Pantagruel, La Ilíada, La Odisea, La Montaña Mágica, La Metamorfosis, El Alférez Real, Lejos del Nido, Así hablaba Zaratustra, Biografía del Caribe, El Decamerón, La Divina Comedia. Algunos los regalé cuando me hice a mejores ediciones.

Don Genaro era buen conversador; su buen humor le granjeaba la amistad de los cacharreros vecinos que en ese entonces tenían pequeños quioscos en las callejas de la galería. Iban como yo, a sentarse en la banca desvencijada que mi amigo el librero ofrecía a las visitas.

Las portadas de la vieja galería fueron sitios para encuentro de amigos, citas amorosas, rebusque y contratación de trabajadores al calor de un tinto o “pintado” vaporizado acompañados de buñuelos mañaneros. La galería, declarada monumento nacional y afectada por el terremoto del 99, constaba de cuatro secciones: en la primera: carnes, quesos, mantequilla, hojas de conga, pollo refrigerado; en la segunda: granos, abarrotes, cigarrería; en la tercera: cacharrería, ropa de cargazón, elaborada por modistas caseras que nada tenían que ver con fábricas de marca, era la preferida por los campesinos, ollas, dos puestos de hierbas, uno de ellos propiedad del célebre Remediano; en la cuarta: verduras, frutas, flores, cuchuco, que es una mezcla de maíz molido con aderezos, y el puesto donde la familia Reyes vendía la mejor rellena o tubería negra de Armenia. Aún hoy, las esquinas sobre la carrera diez y ocho del centro administrativo municipal que reemplaza la galería, representan para el imaginario de algunos, el sitio para iniciar, culminar o no, sus negocios de todo tipo.

La primera vez que visité a Don Genaro, yo tenía menos de trece años.
“Todo pensé, menos que usted fuera un niño lector”, me dijo. “Yo leí hasta que pude; hasta que se me acabaron los ojos. Nunca he podido vivir lejos de los libros; mi mujer lee la prensa en voz alta y así puedo darme cuenta de las noticias”.

Sus ojos estaban cubiertos por una delgada tela de color blancuzco: para leer los libros y revisar su estado, usaba gafas recetadas por él mismo.

Su tenderete, el más pobre de todos, estuvo ubicado al borde de la sección de ropas; dos tableros de madera en forma piramidal unidos en su parte superior por tres bisagras enmohecidas, con divisiones para los libros. De las cuatro patas de los tableros, dos estaban sobre el canalete y se apoyaban sobre ladrillos. Latas de zinc enmohecido, plásticos amarillentos y perforados formaban una especie de techo con zarzo en el cual guardaba un abrigo tejido a mano, el porta comidas y elementos para reparar libros: un pequeño taladro manual, frascos de cola, engrudo o solución; cañamos, agujas, trozos de cartón; paisajes, parejas de enamorados recortados de la revista Selecciones. Mientras don Genaro hacía primeros auxilios a sus libros, conversábamos. Prestando atención a sus manualidades aprendí a reparar los míos.

Si el libro estaba descuadernado, don Genaro separaba con cuidado la carátula del bloque de páginas, que acomodaba lo mejor que podía; usaba como prensa un ladrillo, se paraba en él y taladro en mano hacía tres o cuatro perforaciones; para evitar que perdieran alineación pasaba la aguja con el cáñamo. Después apretaba las páginas, remataba la puntada, encolaba e insertaba el bloque en la carátula, ponía encima el ladrillo y esperaba el secado.

En el centro de la plaza existieron dos mini secciones con negocios de cafetería, alquiler de libros, sancocherías, kumis, y la muy perseguida bomba o dinamita, que consistía en el licuado de naranja, banano, uno o dos tragos de ron y kola granulada. Entre las mini secciones: una virgen de bulto que los fines de semana tuvo la visita de un sacerdote de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, el cual prendía velas, colocaba el único disco “se va, se va la lancha, se va con el pescador” que todo el mundo aprendía por fuerza pues sonaba mañana y tarde mientras el cura sentado a mesa cubierta, recibía limosnas y sonreía; en un extremo: los baños públicos (una zanja de cemento donde aligerar afanes intestinales), a cuya entrada, el cobrador se encargaba de proveer el papel higiénico, operar la manguera que cada tanto al irrigar la zanja, sorprendió a los usuarios que tenían que suspender con rapidez sus vaciados, y calzones en mano soltar sus rechiflas y voces de protesta.

Un taburete torcido, abullonado con viejos almohadones servía de trono a este emir de libros de viejo que fue mi amigo. Eran mis tiempos de escuela.

“Si quiere llévelo y después me lo paga”. A las seis y media de la mañana visité su librería por primera vez; leí el índice del tomo de obras completas de Rómulo Gallegos.

“Es un libro muy bueno. Contiene a Doña Bárbara, Cantaclaro, Reinaldo Solar, La trepadora y cuentos. Rómulo Gallegos ganó el premio Nobel”.

Quise saber si lo dicho era charla y metí el libro bajo mi brazo. “Es muy bueno, llévelo tranquilo”. Junté monedas que tomé prestadas (o robé durante seis meses) de lo que me daban en casa para comprar carne y verduras, pagué a don Genaro. Desde entonces me dejó su crédito abierto.

Vino mi época del colegio, en la cual pagué con mi beca municipal los libros que me fiaba; años después, con mi trabajo le compré de contado.

Don Genaro nunca cambió su tenderete; sus libros sí. Por él desfilaron a bajo precio obras de Nietzsche, comics, Faulkner, Hemingway, catecismos del padre Astete, Virginia Wolf, Agatha Christie, horóscopos, Schopenhauer, Simenon, devocionarios. No me atreví a preguntarle si la camándula que pendía del techo favorecía su negocio o estaba para la venta; con los años de amistad llegó la costumbre de celebrar el día de nuestros santos.

Hoy es mi cumpleaños, don Genaro y quiero celebrarlo con un buen libro fiado, le dije en mi primer año de colegio. Mirándome, rió y dijo:

“No me diga que usted también es de Acuario”.
-Hoy es cuatro de febrero, contesté.

-Yo soy del ocho. Con razón congeniamos. Hombre muchacho, qué bueno; somos del mismo signo. Desde el principio supe que me pagaría el fiado. Por ahí leí en los horóscopos que somos espirituales y nos gusta la lectura. Lástima que ya no tengo ojos para leer seguido.

Estaba triste y no por su edad; le dolía su última frase.

-Tengo una idea, jovencito.
-Sí, don Genaro, dígame lo que quiera, menos que no me fía.
-Llévelos todos si quiere. Usted tiene vara conmigo, pero vea: como usted es del cuatro y yo del ocho, porque no celebramos el seis con un buen pescado. Yo lo invito”.

Por años su generosidad hizo inolvidable nuestro cumpleaños.

-Hay una señora que hace un sancocho de bocachico, que mejor dicho. ¡Macanudo! Déjeme y verá. Nos vemos el miércoles. Venga al mediodía y nos sentamos aquí. Esta banca todavía aguanta.

La gente pasaba y nos veía sudar al sol con el plato en las rodillas, el vaso de jugo y una bandeja al borde del andén con arroz, papas, yucas sudadas y ensalada.

-Dígale a aquella, que ya sabe como son las cosas conmigo.
Le decía a la muchacha que venía a recoger los platos.

-Después de este sancocho, hasta el otro año, compañero.

Para don Genaro era uno de sus días más felices; creo que adivinaba que para mí también.
-Lo invito al rio. me dijo una vez.
-Nos vamos con la vieja que me vende almuerzos y la muchacha que le ayuda”.

No acepté y nunca más volvió a invitarme, pero los miércoles me recibía diciendo.
-Ayer estuve en el rio. Nos fuimos cuatro de los de aquí, con cuatro viejas y la pasamos fenomenal. No sabe la que se perdió”. Reía a carcajadas contando lo ocurrido.

Un día fui en busca de libros y no lo encontré. El puesto estaba cubierto con los plásticos manchados.

-¿Y don Genaro?, pregunté al dueño del puesto vecino.
-Vino un hijo de Venezuela que es médico y se lo llevó.

En tantos años de amistad, nunca me hablo de su familia.

-¿Y vuelve?, pregunté acongojado.
-Lo más seguro es que no-. Respondió un señor de bigotes grandes.
-Su esposa está vendiendo el puesto y me dijo que Genaro anda por Caracas. Que le ha dado duro y está aburrido. Dizque llora y quiere volver.

Por varios días fui al tenderete a preguntar por mi viejo amigo.
-Lo conocí cuando era niño y vino a comprarme libros y véalo ahora, todo un señor con mujer e hijos. Me sigue comprando, celebra conmigo los cumpleaños, y no me abandona. Es lo que recuerdo que decía a sus amigos.

Agradezco a don Genaro que al venderme a crédito los primeros libros, fomentó mi amor a la lectura. Voy a las últimas páginas del libro que reparo y leo:

Fin de Los Inmigrantes y del tomo 1 de las obras completas de Rómulo Gallegos. Luego, el índice; no necesito leer su contenido para recordar que en el mío escribí que nunca volví a tener noticias de don Genaro Naranjo, el inolvidable amigo a quien nunca me atreví a decirle que Rómulo Gallegos no ganó el premio Nobel.

 

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