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Cultura  |  28 diciembre de 2019  |  12:01 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Relato: Una mañana de Domingo

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Este texto fue escrito por Enrrique Barros Vélez.

Cierro los ojos y me veo entrando al templo de San Francisco, de la mano de mi madre. Desde temprano hemos salido de nuestra casa para asistir a la santa misa. A mí alrededor están mis hermanitos: ellos, al igual que yo, con la cabeza rapada, como motilados con totuma, y ellas con unas largas y abultadas baticas de abundantes pliegues. Y unos y otras con incómodos huecos en sus frágiles dentaduras de leche. Los domingos mi madre nos llevaba temprano a misa para que alcanzáramos a ir luego al cine. Al matinal doble de los domingos.

La iglesia de San Francisco de Asís está ubicada en el centro de Armenia, contigua a la actual Plaza de la Quindianidad, complemento urbano del edificio de la alcaldía. En 1929 fue construida como una pequeña capilla que luego se destinó para un convento. En 1937 los Franciscanos iniciaron la construcción del templo, inaugurándolo en 1949. Es de estilo románico, con una planta rectangular en cruz latina, y está elevado en mampostería de ladrillos traídos de vetas de Tuluá, Cartago y Caicedonia. Tiene una nave central de 9,93 metros y dos laterales de 3,31 metros, hechas sobre arcos formeros y arcos fajones. Cada una de las naves laterales, a través de los dos transeptos, recibe el nombre de las verdades cristianas.

Al ingresar a la iglesia, por la puerta central, veía a mi derecha un nicho de mediana altura, con una mujer de yeso adentro, algo revejida y resguardada tras un vidrio con grandes letras doradas: “Oh María concebida sin pecado”. Y a mi izquierda otro similar, con una imagen del Divino niño. Luego encontrábamos la penumbra del templo, iluminado tan solo por unos modestos vitrales en las paredes laterales y pequeñas ventanas en la parte alta de la crujía central.

Su descomunal altura, sumada a la oscuridad interna, me hacían sentir pequeño e inseguro, imponiéndome un cifrado mensaje de sumisión. Casi siempre nos sentábamos en las bancas del costado izquierdo. Y desde allí, mientras pasaban los minutos, me entretenía con aparente devoción contemplando el silencioso titilar de las llamitas de los lampararios, y sus cajones metálicos, como alcancías, resguardados celosamente por enormes candados. Y su solícito letrerito: “por cada cerilla que prendas da una ofrenda”; calculaba el peso que deben soportar las columnas del cuerpo central, con sus patas como de elefante; miraba las tres aberturas seguidas que tenía la pared cercana (repetidas dos veces a cada lado del templo), adaptadas para confesionario, cuya abertura central era la más alta para permitirle al cura escuchar sentado, en una cómoda silla de cuero, a los atribulados pecadores que se confesaban arrodillados sobre la grada de cemento.

Todo esto veía mientras escuchaba con infinita paciencia la santa misa y fijaba mi atención en los enigmáticos santos de estatura humana que estaban de pie sobre unos altares que tenían en su base numerosas flores artificiales, entre humeantes lampararios. Estaban metidos en grandes nichos semicirculares. Tres santos en cada lado de la iglesia, uno en cada nicho sobresaliente en el volumen de la fachada. Me perturbaban con su eterna inmovilidad y sus inexpresivas miradas de cristal, tan solo avivadas por los titilantes reflejos de las lamparillas encendidas.

Mientras los feligreses hacían fila para comulgar yo contemplaba el severo recato de las mujeres: no tenían escote, ni mangas sisa, y todas llevaban faldas. Ninguna llevaba puestos pantalones o slacks, ni conjuntos o vestidos de dos piezas. Además, en sus cabezas portaban una delgada mantilla que les ocultaba el cabello y gran parte de su cuello, o una cachirula o pequeña mantilla, que les cubría apenas la parte superior de su cabeza.

Como la misa se me hacía muy larga, después de mirar con minuciosidad los lampararios, las columnas pata de elefante, los huecos confesionales, los nichos semicirculares con sus santos de yeso, y de advertir el pudoroso recato de las mujeres, reemprendía mi pasiva evasión del santo mensaje contemplando el vuelo apresurado de dos o tres golondrinas, o a lo sumo cuatro, realizando arriesgadas piruetas dentro del templo. A veces parecían desplomarse hacia el piso pero luego, en segundos, modificaban el rumbo y emprendían de nuevo el vuelo hacia las alturas. Como hojas caídas de un árbol que se elevaban de nuevo con sorpresivos vientos. Ascendían o descendían con facilidad, o realizaban complicados giros sin perder nunca la ligereza de su vuelo, como peces bajo el agua.

Esos vuelos vertiginosos, sus malabarismos y sus incesantes trinos, llenaban de emoción mi tediosa espera, mientras contemplaba maravillado la velocidad con la que cubrían la distancia que existía entre el altar y la banca donde me encontraba, y cómo esquivaban sin esfuerzo a las que se aproximaban a igual velocidad pero en sentido contrario. Este espectáculo de agilidad, velocidad, malabarismo y cánticos (casi inaudibles), venía acompañado de una lluvia de excrementos que caían sobre nosotros como diminutas gotas de maná. Por las rutinarias visitas dominicales pronto nos familiarizamos con la señora que aseaba el templo, vigilante celosa de su inseparable hija y de los lampararios.

Era una mujer madura, de apariencia gitana y mirada rencorosa y retadora. Siempre ocultaba su cabellera con pañoletas de estrafalarios colores, las cuales, sin pretenderlo, realzaban las enormes candongas, o colgandejos, que guindaban de sus orejas. Usaba amplios camisones, con faldas que le llegaban hasta los tobillos y que, por lo abultadas que eran, parecían ser varias, sobrepuestas, las cuales le impedían moverse con soltura. Su piel era cetrina y tenía una verruga, como una lágrima de carne, al lado de su ojo izquierdo. Era bizca y siempre empuñaba un garrote para ahuyentar a los que considerara indeseables. Su hija era retrasada mental, regordeta y de pelo liso cortado a mitad del cuello.

A pesar de ser ya una mujer, la vestían con ropas infantiles. Su incontrolable curiosidad nos acarreaba frecuentes problemas con su madre, quien, al verla junto a nosotros, casi siempre suponía que la estábamos molestando, aunque aquella estuviera sonriéndonos mientras se mordía los labios con insistencia. Pero la mirada fulminante de su madre, acompañada del garrote en alto, blandido desde cualquier rincón de la iglesia, bastaba para que entendiéramos su mensaje. A pesar de nuestras precauciones, a veces se presentaban malos entendidos. Como un domingo en que una de las golondrinas al hacer un giro audaz, sin poderlo evitar, se estrelló violentamente contra el capitel de una de las columnas pata de elefante.

Mientras caía en desesperado vuelo pendular, mis hermanos y yo corrimos a atraparla. La bobita hizo lo mismo. Su madre al vernos correr tras ella emprendió veloz carrera. Y entre más corría, más se enfurecía, y con más bríos blandía su garrote vengador. Los fieles que se encontraban cerca del sitio donde cayó la golondrina comprendieron lo que estaba a punto de ocurrir y se adelantaron a detenerla. Mi madre, molesta por la supuesta provocación a la loca, y el irrespeto a la celebración de la liturgia, nos anunció, con la palma abierta de su mano, moviéndola hacia adelante y hacia atrás, una sorpresa colectiva al llegar a casa. Afortunadamente después entró en razón al escuchar nuestros argumentos de defensa.

También escuchaba al cura vociferando por el micrófono sus exacerbadas y temerarias opiniones, en ese espacio hueco y desproporcionadamente alto. En especial, recuerdo cuando el padre Giraldo, un hombre fornido, tosco, de pelo rubio y encrespado, aconsejaba a los gritos sobre cuál debía ser el comportamiento que debían adoptar las parejas piadosas frente a las inevitables relaciones sexuales, propias de la intimidad matrimonial.

Hablaba del sexo entre las parejas casadas con el mismo entusiasmo con que lo haría un ateo hablando de la resurrección de Cristo. Recordaba que el matrimonio es un sacramento que debía honrar a Dios y a la familia. Que la mujer debía satisfacer las necesidades de su marido, en cumplimiento de su sagrado deber como esposa. Que el sexo no era un juego sino un medio para alcanzar la bendita maternidad. “Por esto, hijas mías”, decía, “es que debo recordarles que la mujer no es un instrumento de placer para sus maridos. De ninguna manera.

Es tan solo, por su bendita condición, una aliada incondicional de Dios en su noble propósito de perpetuar la especie. Sus gritos de hombre alterado retumbaban en las paredes y alborotaban las golondrinas haciéndolas volar despavoridas en todas las direcciones, mientras, al paso, iban dejando caer sobre nosotros su lluvia de mierda. Al escucharlo me sentía abatido, confundido, pues si eso no se podía hacer antes, ni al parecer después, entonces yo era un niño corrompido, morboso, pues hasta entonces había creído que para eso era que las parejas enamoradas se casaban: para hacerlo muchas veces, pues su gozo ya contaba con la aprobación y la complacencia de Dios. Pero no. Según el padre Giraldo eso no era así. Este triste descubrimiento me hizo avergonzar de mis primigenios pensamientos eróticos y sufrir una severa decepción. El matrimonio así, pensé, no tiene gracia: uno en la cama con la tentación bendita al lado, pero sin poderla disfrutar, sin poderse beneficiar del goce concedido por el sacramento… ¡Qué tal!

La misa casi siempre me dejaba apabullado, con una molesta sensación de culpabilidad por los confusos mensajes morales que recibía. El penetrante y desagradable olor a parafina quemada que emanaban las lamparitas prendidas impregnaba mi ropa y contribuían a hacer más incómoda la situación. Pero la luz callejera me ayudaba a superar rápidamente ese oscurantismo físico y mental, pues sabía que mi aparente devoción ahora sería recompensada por mi madre con una ida a la sala de cine.

Entonces nos dirigíamos a la casa de mi abuelita Nanita, que quedaba en la calle 21, entre carreras 17 y 18, en la mitad de la cuadra. Allí vivía con mi tía Mayra y Jesús, su marido, y mis primos. Éstos eran los únicos primos que vivían en el centro de la ciudad y por eso lo conocían al derecho y al revés pues, al fin y al cabo, ese era su territorio. La casa era conocida familiarmente como “la 21”, así, a secas. Y detrás de las casas del frente, en la calle 22 (entre las mismas carreras 17 y 18) había varios locales donde alquilaban cuentos.

Estos locales eran sombríos, mal iluminados, y estaban cruzados por numerosas cabuyas que se arqueaban con el peso de los folletines en alquiler: del Llanero Solitario, de Supermán, de Batman, de La mujer maravilla, de La pequeña Lulú, de Flash, de Acuamán, y de muchos otros. Unas cuantas bancas de madera sin pulir, y sin espaldar, estaban recostadas a las paredes medianeras. Y las otras, en el centro del local. Allí los lectores se sentaban junto a otros, sin inmutarse, sin hablar, concentrados tan solo en la lectura de los apasionantes relatos.

El artista gráfico quindiano Vladdo, Vladimir Flórez, comentó en una entrevista que él había sido un asiduo visitante de esos locales. Que allí pasaba horas y hasta días leyendo con voracidad folletines de “los guapos” de la época. Tal vez algunas veces compartí la lectura junto a él, pues yo también los frecuentaba (cuando mi madre me dejaba en “la 21”) y él era, como yo, tan solo un niño.

Después de haber cumplido con el requisito previo de asistir a misa mi madre nos enviaba con un primo mayorcito a matinal doble, mientras ella se quedaba conversando con su mamá, mi abuelita Anita. El teatro Izcandé era el más cercano, pero a mi abuelita no le gustaban sus alrededores. Y aunque algunas veces íbamos al teatro Bolívar, casi siempre decidíamos ir al imponente y majestuoso teatro Yanuba, ubicado en pleno centro de Armenia. El Yanuba era una tradicional sala de cine, inaugurada el 14 de octubre de 1940, con la exhibición de la película El gran vals, gracias a la labor y tenacidad de su fundador, Jesús Gutiérrez Mejía, quien murió antes de la primera función, pero fue sucedido por su hijo Jaír Gutiérrez Villa.

En este teatro se habían exhibido los principales espectáculos que habían pasado por la ciudad, pues tenía una capacidad cercana a las 900 personas. Y era de los más significativos escenarios culturales de la ciudad.

Luego de subir el primer tramo de escaleras, de cuyas paredes colgaban enormes afiches anunciando las películas que serían proyectadas en los días siguientes, y antes de llegar a la sala, encontrábamos una pequeña vitrina haciendo las veces de improvisada dulcería. Allí nos aprovisionábamos de golosinas. Y luego ingresábamos a la sala de cine, acomodándonos, casi siempre, en el segundo piso.

En las butacas de adelante, las que quedaban próximas al vacío, pues las de atrás eran muy apetecidas por los mayorcitos que habían venido con sus noviecitas. Luego de una corta espera, a la hora prevista se oscurecía el teatro y sobre la pantalla aparecía una imagen diminuta, como una estampilla en proporción al tamaño del telón, que, sin sonido, advertía: Prohibido fumar. Luego seguían otras imágenes pequeñas, con acompañamiento musical, promocionando establecimientos comerciales de la ciudad.

Para entonces ya empezábamos a sentir un calor pegajoso, combinado con una mezcolanza de olores, pues algunos niños habían ido sin bañarse, o sus pies expelían un desagradable olor, o algunos de ellos, con patanería, enrarecían el ambiente con hediondos olores. Después seguían los cortos, o trailer. Éstos mostraban las películas que pronto serían exhibidas. En ellos, por ejemplo, veíamos a un tipo tonto que, por estar mirando una mujer despampanante, estrellaba su carro y escapaba corriendo del lugar. Lo cual festejábamos con sonoras carcajadas. O unos automóviles en veloz carrera que, al golpearse entre sí, lograban que uno de ellos perdiera el control y se saliera de la carretera chocándose estruendosamente, estallando e incendiando todo a su alrededor. Lo que, por supuesto, nos emocionaba y alborotaba. O veíamos apartes dramáticos de un amor fracasado entre un hombre pobre y una mujer adinerada. Que no nos importaba, ni nos conmovía. Al final de cada corto, con un énfasis musical, mencionaban el nombre de la película y los de sus actores principales. Y el día del estreno en la sala.

Mientras pasaban esos avances se oía el crujido de los paquetes de comestibles manipulados con voracidad infantil. Como si el teatro estuviera invadido por una manada de rumiantes. Al concluir la presentación de los cortos empezaba la película.

la programación dominical intentaba complacer la heterogeneidad de los gustos infantiles. Aunque exhibían películas románticas, de viajeros, cómicas, o de Walt Disney, las que realmente nos interesaban eran las del oeste, las de pistoleros. Las de guapos, representados por personajes solitarios, valientes y, unos pocos, proscritos, que ejemplarizaban las amistades viriles y nos mostraban tiroteos, asaltos frustrados y pistoleros heridos o asesinados. Algunas veces captaban la magia del espacio abierto, la fuerza arrolladora de hombres y bestias, la habilidad del héroe con la montura, el lazo y las armas.

Yo me emocionaba mucho viéndolos recorrer esos parajes desérticos, montados en imponentes y briosos caballos que iban dejando a su paso estelas de polvo que, con dificultad, tan solo podían verlas los vaqueros que los espiaban desde lejos con binóculos, y sobre todo, envidiaba esa libertad que tenían para hacer lo que les daba la gana. El desparpajo con que llegaban y alteraban la tranquilidad de un pueblo, hiriendo pistoleros, o vaqueros, o a ciudadanos, rematándolos, muchas veces, en presencia de los pusilánimes pobladores.

Y luego se marchaban sin novedad. O la forma como entraban a una cantina repleta de pistoleros y en segundos armaban una descomunal pelea entre todos, destrozando los espejos del mostrador o la totalidad del mobiliario. Y nadie podía decirles nada. A menos que estuviera dispuesto a hacerse matar. Recuerdo una película del Tunco Maclovio en la que protagonizó una espectacular balacera al enfrentarse él solo contra todos los pistoleros que estaban bebiendo en un bar de mala muerte. Si la memoria no me falla, creo que los únicos sobrevivientes fuimos los asistentes al teatro. Y los pistoleros malos eran muchos: los Dalton, los Younger, los Doolin, Billy el Kid, Sundance Kid y otras alimañas por el estilo.

En ocasiones el sheriff debió enfrentarlos solo, porque los pobladores eran cobardes y ante cualquier posible amenaza corrían a ocultarse en sus casas. También ocurría que los rancheros se agrupaban para defenderse de esas bandas, o porque habían sido notificados de un crimen que alteraría la tranquilidad en su territorio. Entonces salían a merodear la zona para tratar de encontrar, o linchar, a los culpables. Algunos lo hacían para saciar sus deseos de venganza, otros para demostrar su autoridad, y otros porque, simplemente, no tenían nada más que hacer. Generalmente los guapos hablaban poco, pues les bastaba con mirar feo a todo el mundo, fumar calillas y beber Whisky. “No soy yo cuando me disgusto”, decía uno de ellos mientras se esforzaba por contenerse ante las provocaciones de sus enemigos.

Algunos vivían acosados por su fama de matadores. Y a los riesgos propios de la vida en el oeste debían sumarle entonces el drama de ser retado por cuanto aventurero lo reconociera e insistiera en batirse a duelo con él. Lo que aumentaba el suplicio de su mujer al verlo arriesgando su vida continuamente. Casi nunca se cambiaban de ropa, como si la hediondez del vestido fuera una segunda piel. Rara vez se enamoraban, pues tenían por costumbre visitar las cantinas del pueblo y subir corriendo las escaleras hasta el segundo piso donde siempre encontraban alguna prostituta hermosa, tetona y rubia, que les obedecía sin chistar y lo bañaba semidesnudo en una tina incómoda, mientras él permanecía atento, revólver en mano, dispuesto a repeler cualquier intento de atentar contra su vida.

A veces parecían tener sentimientos que tolerábamos a regañadientes, pues un vaquero romántico despertaba muchas dudas sobre su coraje. Aunque esa dureza de corazón, en ocasiones, se prestaba para encubrir rarezas. Como la del cowboy que se hallaba medio muerto en el desierto y un vaquero que lo encontró lo auxilió y se lo llevó a vivir con él. Amistad que posteriormente se terminó cuando el benefactor se enamoró de una mujer y al decidir casarse con ella disgustó terriblemente a su entrañable amigo.

Pero si por desventura el guapo caía en las garras del amor, dejando a un lado sus aventuras para dedicársele a la muchacha bonita, ingenua y escultural que lo había engatusado, entonces los asistentes enmudecíamos, pues nada nos resultaba más decepcionante que un vaquero que en vez de estar asesinando a sangre y fuego bandas de malhechores, o persiguiendo forajidos por inhóspitos desiertos, se transformara en un ser melancólico que se embelesaba mirando un cielo lleno de estrellas mientras le confesaba sus cuitas amorosas al caballo, cantando románticas canciones.

Las tonadas tristes de una dulzaina nos sugerían su íntima conmoción, enfatizada por los continuos fogonazos que expedía su delgada calilla. Sus ansiosas chupadas iluminaban por momentos la oscura sala. Esta decepción la aprovechaban nuestros vecinos de butaca para acercarse al borde del palco y lanzar espesos escupitajos que caían pesadamente sobre los espectadores de abajo. Nosotros nos uníamos a la protesta tirándoles chicles que ya estábamos cansados de masticar.

Otros echaban a volar los blancos zeppelines que habían comprado llenos de maní, los cuales, luego de surcar fugazmente el vacío, se desplomaban de punta sobre el público del primer piso. Esta reacción era comprensible, pues la actitud amorosa del guapo nos decepcionaba por parecernos falto de carácter. No entendíamos por qué un cowboy que nunca había poseído nada, ni obedecido a nadie, ahora quería irse a vivir con ella, transformado en un animal doméstico.

Algunas películas mostraban escenas en las que el sheriff se enfrentaba en el saloon, a golpes, contra los maleantes que habían venido a alterar el orden del pueblo y, sobre todo, a interrumpirle su sempiterna partida de naipes. Entonces el teatro vibraba, se estremecía, cimbraba, pues su arrojo despertaba en nosotros una admiración entusiasta que expresábamos con pataleos contra el piso, acompañados de aplausos y gritos envalentonados. Algunos de los asistentes, incluso, se ponían de pie y lanzaban furiosos puños al aire mientras el guapo le destrozaba la cara a puñetazos a uno de los insolentes bandidos. Solo cuando en el saloon no quedaba mesa o asiento para destrozar contra las cabezas rivales, retornaba la calma.

Tanto en la película como en el teatro. Y los niños exaltados retornaban a sus asientos. Y si un guapo, o un sheriff, debía adentrarse en ámbitos solitarios y temibles, para imponer la ley y restablecer la justicia, recibía la espontánea y numerosa ayuda de los niños que temían por su integridad física. Ellos, aterrados, le gritaban dónde se escondía el enemigo cuando éste se alistaba para hacerle un disparo traicionero, o para golpearlo por la espalda, o para asesinarlo en una emboscada. Entonces se desgañitaban, advirtiéndole a los gritos del peligro acechante. Y cuando el guapo, o el sheriff, reaccionaba eliminando al adversario, o poniéndose a salvo, se sentaban complacidos por haberle colaborado a tiempo.

Veíamos películas de vaqueros legendarios, como el llanero solitario, Hopalong Cassidy y Durango Kid, el justiciero enmascarado, una especie de Zorro o de Robin Hood del oeste, que aparentaba ser un bandido pero solo aparecía cuando el mal estaba representado por el poder o las autoridades. Sus veloces persecuciones o huidas, a caballo, por vastas y despobladas praderas nos hacían contener la respiración y movernos con desespero en las sillas, cabalgando junto a ellos, hasta cuando, por fortuna, decidían detenerse. Entonces el alma nos volvía al cuerpo pues, poseídos por la tensión y el vertiginoso galope, la habíamos dejado atrás.

películas que nos fascinaban eran las de caravanas de carretas, o de diligencias, o de trenes que, con frecuencia, eran asaltados por bandas de forajidos, o de aguerridos apaches, quienes, durante un largo trecho de sus recorridos los habían estado merodeando para, de un momento a otro, salir de entre las áridas montañas a atacarlos en veloz carrera. De cerca veíamos las largas zancadas que daban los caballos a una velocidad aterradora, o los rieles del tren pasando rápidamente ante nuestros ojos, mientras sus asustados ocupantes disparaban a diestra y siniestra para mantenerlos alejados.

Acompañando el estruendo de los disparos veíamos el humito blanco que salía de las armas recién disparadas. Y nos angustiábamos segundo a segundo viendo cómo la distancia que los separaba se iba acortando cada vez más, a pesar de la tozuda reacción de los pistoleros que viajaban en ellos. No todos los indios eran malos, pues algunos aventureros se metían en sus territorios y encontraban refugio entre ellos. Sin embargo nunca dejaban de robarse los niños que sobrevivían a los sangrientos ataques a las carretas.

Esas batallas campales nos causaban conmoción pues, alborotados, armábamos una guachafita. Gritábamos o hacíamos explotar las chuspas de comestibles, alternándonos, sin orden ni coordinación alguna, para reproducir en la sala, con esos falsos disparos, la misma zozobra que estaban viviendo en la pantalla los desafortunados perseguidos y los desalmados perseguidores.

Mi primo mayor, que había empezado a fumar desde cuando el teatro quedó a oscuras, expulsaba con nerviosismo el humo por la nariz y la boca, como un dragón medieval, impregnando nuestra ropa con el olor a humo. En otras ocasiones era el inexplicable comportamiento de los bandidos lo que nos sacaba de quicio. Como cuando tres asaltantes, acorralados por un obstinado sheriff, emprendieron una travesía por el desierto encontrándose una mujer abandonada, a punto de dar a luz.

Tras asistirla en el parto, los tres decidieron salvar al niño, arriesgando sus propias vidas. Algunos niños, encubiertos por la oscuridad, lloraban conmovidos por el noble gesto de esos bandidos repentinamente transformados en reverendas madres pistoleras. Otros nos decepcionamos con un grupo de cowboys que, dedicados a capturar caballos salvajes para vendérselos a un fabricante de comida para perros, terminó identificándose con los animales y dejándolos en libertad. Ignorando su bien ganado prestigio como seres inconmovibles y desalmados. Entonces, en señal de protesta, para trastornar la calma de la sala, alguien lanzaba un estremecedor grito que rápidamente era imitado por otro, y luego por otro, y así se iban repitiendo durante un rato, intercalados, por todo el teatro.

Esos gritos emitidos sin razón aparente, sin relación alguna con la trama de la cinta, evidenciaban la pérdida de interés colectivo en la película, pues los vaqueros, o los bandidos, sea cual fuese el caso, nos habían decepcionado por mentecatos y blandengues. Por sensibleros e ilusos, pues la nobleza de sus acciones retrasaba la decisión del sheriff para salir a buscarlos por valles desérticos y azarosos despeñaderos, con el ánimo de capturarlos o matarlos en un espectacular abaleo.

Cuando encendían las luces del teatro se esfumaba el hechizo. Y volvíamos a ser cada uno de nosotros. Pero esta vez llenos de gozo y de satisfacción por las increíbles hazañas que habíamos protagonizado al encarnar al guapo de la pantalla. Esas aventuras nos estimulaban y fortalecían para enfrentar con entusiasmo la apacible y rutinaria cotidianidad de un niño. Por ello salíamos del teatro recuperados de nuevo para la vida…

Noviembre / 2007.

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