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Cultura  |  09 febrero de 2020  |  12:02 AM |  Escrito por: Rubiela Tapazco Arenas

Relato: Mi primer barrio

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Este texto fue escrito por Angelmiro Ortiz, integrante de la tertulia Café y Letras Renata. Foto: Google Maps

Si alguien me preguntara por qué subí hoy a la terraza de mi casa, no sabría explicarlo. Tal vez lo hice para revisar la canal que recoge las aguas lluvias o para limpiar la basura del techo y el icopor de la construcción cercana, o para mirar qué había dejado la borrasca reciente, pero el caso fue que después de mí, mi esposa y los niños, lo hicieron por curiosidad, solo para ver a dónde iba o qué iba hacer.

A ella la vi encabezar la búsqueda y hacerme un gesto sensual acompañado de una amplia sonrisa, luego de la cual nos abrazamos cariñosamente, como dos novios en la primera cita; solo que esta vez los niños también reclamaron un poco de cariño. La niña quería un abrazo, el niño quería que lo alzara también, y al final, ambos quedaron en nuestros brazos. Admiramos el poco paisaje que queda, invadido hoy por las empresas constructoras, pues donde antes era un potrero con ganado y árboles de eucalipto, ahora hay grandes edificios pintados de blanco y azul y donde estaban las cercas y los broches, ahora se ven divisiones de lotes separados por una lona.

Ya no está la casa de don Evelio Castañeda, no se ven los aguacates ni las matas de plátano con hermosos racimos; ya los cardenales de rojo encantador que despertaban en nosotros curiosidad y admiración, se han marchado por causa del ruido, y por eso, con deseos de devolverle un poco el verde y el frescor al paisaje, persisten sembrados, tres pinos velas en mi jardín.

Después de reflexionar con mi esposa sobre todo esto, caminé en equilibrio por la alfajía de la terraza. A ella le dieron nervios y se bajó con los niños diciéndome que no quería quedar viuda tan joven. Fui entonces hasta la esquina de la terraza, desde donde se divisa un poco más, me senté en el muro cubierto por una hoja de metal, mi sitio favorito en las tardes de verano, y mientras una brisa suave rosó mi piel, mis ojos recorrieron lo poco que queda para ver.

Ya no se ve el estadio, ni el barrio santa Rita. Solo una pequeña franja del CAI y lo que en un tiempo fue la Fonda de Puerto Espejo, ya no lanza al aire los tangos ni las rancheras que invitaban a gozar, pues todo esto ha desaparecido. Algo de nostalgia recorrió mi mente y empecé a recordar cuando llegué al barrio El Poblado con mi esposa por primera vez, invitado por un compañero de trabajo, de nombre Carlos Bueno, a ver una casa que tenía en venta don Armando Cardona, un sargento retirado del Ejército.

A ella le gustó la casa de este señor, a quien recuerdan los vecinos por ser un hombre áspero en su trato, que presumía de ser un militar a carta cabal. Sin embargo los tres meses que duró la negociación los hicimos con simpatía por pertenecer él y yo a la misma Institución. Pago de la hipoteca, cambio de escritura por la afectación familiar, espera a que la arrendataria desocupara, pues no tenía para dónde irse, hasta que por fin nos la entregaron, un día antes de la fiesta de madres del año 2011.

Nuestro trasteo fue muy sencillo pues solo traíamos la estufa, dos platos, un cilindro, el colchón y la ropa entre un costal. Los vecinos curiosos nos miraban un poco raro debido al antiguo dueño autoritario, que hablaba golpeado y se ponía el uniforme, su revolver “llama tres pulgadas” al cinto y salía a la calle a “divisar”.

Poco a poco hicimos amigos como doña Flor Restrepo, Cristina González y su esposo don Yesid Rincón, doña Anita, la mamá de Cristina, don Armando Mondragón y así, de forma tranquila y con tiempo, nos fueron conociendo.

Para nuestras diligencias fuera del barrio, cogíamos el bus ruta 36 o 4 en el CAI o los que venían de Pueblo Tapao. Esta esquina era fantasma, no pasaba nadie, excepto don Ramón, conocido como “Moncho”, a mirar unas novillas que tenía donde ahora quedan los edificios. Él arreglaba las cercas, curaba y pastoreaba las reses y les traía en una camioneta roja un montón de cascaras de plátano, hasta el día que le dijeron que esa cascara atraía mucho sancudo y moscas y entonces “Moncho” cambio de descargadero.

Después de dos meses de permanecer de tiempo completo en la casa, Pérez Melecio, otro compañero, me propuso que fuéramos socios en un pequeño bar donde los fines de semana se vendía cerveza, aguardiente y otros. Así pues, empecé a trabajar en calidad de dueño y administrador del ABREVADERO, como se llamaba el sitio. Allí se escuchaban muchos relatos de los administradores de finca, cogedores de café, andariegos, trabajadores de la fábrica de muebles que había enseguida, pues tenía muy buena clientela. Entre ellos, don Mecio un viejito borrachín que todo lo que ganaba era para tomar, don Obdulio Gutiérrez, don Noé con todos los hermanos y algunos sobrinos.

Trabajaba jueves, viernes, sábado, domingo y el lunes llegaba el surtido. Recuerdo que una tarde lluviosa en que estaba sentado sin mucha clientela, vi que el pasto se movía. Yo no podía ver en realidad qué era, pero al fijarme bien, vi un armadillo que caminaba un poco y luego se paraba. Me le acerqué haciendo la misma secuencia del animal, hasta que estuve cerca y con un solo movimiento rápido lo cogí por la cola, lo alcé para evitar que tuviera apoyo en las garras y se me fuera y lo traje para la casa para que mi familia lo conociera.

¿Saben qué fue el almuerzo del otro día? Armadillo sudado.

Mi esposa a veces me ayudaba a vender o a cerrar el negocio y de ahí nos íbamos a comer chorizos donde la señora Margarita Aviléz, quien sacaba una venta todos los fines de semana en un asadero improvisado, cubierto por una sombrilla de colores, frente a la discoteca donde a veces entrábamos un rato a curiosear porque a esa hora el dueño ya tenía que cerrar.

La discoteca Puerto Espejo era una casa antigua de fines de 1800 o principios de 1900. Sus puertas y ventanas que eran al estilo de antaño, daban la impresión de que las tejas de barro ya se fueran a caer. Las sillas eran troncos y las mesas, ruedas de esas donde viene enrollado el cable de la luz. Su decoración consistía en sillas de montar antiguas, bacinillas, planchas de carbón, totumas, caparazones de tortugas galápagos o réplicas de bultos de café pergamino en un rincón.

Un día decidimos ir con mi socio y nuestras esposas a pasar un rato de esparcimiento, pues por lo cerca, el lugar era perfecto. Allá nos encontramos con más amigos, entonces con aires de buenos parroquianos y personas distinguidísimas, pedimos un litro de ron, Coca-Cola, soda, agua, y crispetas de cortesía. Brindamos entusiasmados por muchas razones, por nuestra amistad, Por nuestras familias, por nuestra sociedad, en la que nos estaba yendo bien y por todos nuestros logros.

Concentrados en la música, bailábamos y hablábamos felices, por eso no caímos en cuenta de que en la mesa siguiente dos personas discutían y de un momento a otro se desató una riña en la que puño viene, puño va y todo se volvió un caos; una batalla campal en la que el nudo de gente se vino arrasando las mesas, las botellas se estrellaron contra la pared, los unos tenían a los otros para que no pelearan, y al final, cuando todo volvió a la normalidad, en nuestra mesa los únicos sobrevivientes a las crueles estampidas, fueron tres vasos de soda.

En ese momento Pérez preguntó ¿y la botella de ron? Pero nadie supo dónde fue a parar. Supusimos que alguien la tomó para protegerla y después se le olvido regresarla, por lo tanto regresamos a la casa más aburridos que mico recién cogido.

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