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Cultura  |  14 abril de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Robinson Castañeda.

Fugitivo

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Un texto escrito por Luis Carlos Vélez, integrante del Taller de Lectura y Escritura Relata Quindío, y tertulias Comfenalco y La Estación.

Fui personaje de un libro en el que su autor, al no darme oportunidad de aplicar mis conocimientos ni proveerme de elementos necesarios para mí profesión, impide satisfacer a cabalidad mi vocación de médico.

Al contrario, el papel de médico sin recursos a que me condenó a representar en su obra, justifica mi rebeldía. Como algo me queda de lealtad, no diré el nombre de la obra a la cual pertenezco, pues no quiero ser identificado, ni la crítica encuentre en lo que me pasa, razones para atacar a mi autor.

Mi creador es un novelista de cierto renombre, distinguido con dos o tres títulos honoris causa de no sé qué universidades, y varias veces a punto de ganar importantes premios literarios. Para evitar suposiciones, soy médico en un pueblo invadido por la pesadilla, no soy Bernard Rioux, el médico héroe de La peste. Tampoco soy invención de Albert Camus.

Al contrario, la obra a cual pertenecí (ya sabrán por qué digo “pertenecí) pese a su gran promoción, nadie la lee. El caso es que viví con mis compañeros de rol en la novela en los estantes de una biblioteca pública, a la que entran cuatro o cinco estudiantes a la semana en busca de textos escolares, y dos o tres lectores de esos que nunca faltan en ellas.

Ante esta situación y sabiendo que un libro existe en tanto que es leído, me aburrí de esperar para existir y tomé la decisión de fugarme de sus páginas para dedicarme a leer de libros de medicina que nadie consulta, y que las obras olvidadas cobren vida.

Cuando la bibliotecaria salía, yo escapaba de mi obra y leía hasta bien entrada la noche. En el día la bibliotecaria no se daba por enterada. Gastaba su tiempo en atender, leer los libros esotéricos, recetas de yerbateros, atender la visita de amigas de tarde en tarde para tomar tinto y comentar lo que sucede con la peste de la corrupción en el mundo.

Tenía tan tampoco interés en que las escuchara, que por ellas supe de algunos gobernantes que prefieren entretenerse fabricando bombas, embellecer las arcadas de los puentes por donde desfilan, inventar guerras en sus escritorios o jugar con el hambre ajena.

A veces no salía a la biblioteca y permanecía dentro del libro; otras no pasaba a dormir en él; amanecía en el sofá cercano al escritorio de la bibliotecaria. Ella nunca tuvo que despertarme, pues cuando llegaba por la mañana, yo había leído ya el periódico, o diez o quince página del diccionario médico que llamaba mi atención.

Una tarde, ¡vaya sorpresa!, quedé desconcertado porque no se inquietó cuando me vio salir del libro y me presenté. Todo siguió igual. Con el paso de los días supe por ella: que su puesto lo debía a una cuota de pago al gobernante que para esconder la realidad, asegura que somos juguetes de su ficción.

Si cerraba la biblioteca para salir a almorzar, yo hacía la siesta sobre una de las mesas, y al atardecer buscaba nuevas lecturas.

Como se ve, mi existencia en la biblioteca transcurría sin sobresaltos, pero hace días me inquieta la presencia del nuevo lector. Un hombre que despierta mi curiosidad con su mirar receloso; me molesta; tanto que he optado por no mirarlo, buscando con ello que no se sienta incómodo y evitarme tratos con él.

Antier en la tarde, su última en la biblioteca, lo observé a prudente distancia: lo veía inquieto; se rascaba la cabeza como si el libro que leía lo exasperara. Era innegable que encontraba algo en el libro que rompía su tranquilidad de los primeros días. Parecía disgustado, pues llegó al extremo de cerrar con violencia el libro que no pude ver su titulo, porque lo metió rápido bajo el brazo y se marchó dando zancadas.

Horas después, cuando todos se marcharon, la noche se enfrió, y no queriendo dormir en el sofá, temblando busqué mi libro pero no lo hallé. Era la primera vez que esto pasaba, y como pensé que alguien lo tomó prestado y lo regresaría, no le di importancia. Desperté cubierto con la bata de médico que llevo puesta, dispuesto a reiniciar mis lecturas.

Ayer el hombre entró de nuevo y lucía intranquilo. Cuando la bibliotecaria le reclamó por llevarse el libro, y él protestó porque descubrió que un personaje aparecía y desaparecía inexplicablemente de una lectura a otra, supe que era mi libro y que mi presencia en él era necesaria. Ella se limitó a negar con la cabeza, para significar que no entendía sus reclamos, y le insistió a devolverlo pronto.

Conciliadora, le ofreció el periódico del día, diciéndole que en él encontraría noticias interesantes de lo que sucedía en el mundo. Él la ignoró, tomó otro libro, se sentó a mi lado y comenzó a leer. Su agitación de su pecho robó mi atención y terminé por dejar de lado mi lectura. Sin mirarlo, vigilé sus mínimos movimientos. Escuché su respiración ahogada, y no imaginé lo que pasaba por su mente, pero sí intuí su enfermedad.

Caía la tarde cuando de repente alguien anunció por un megáfono el toque de queda por la cuarentena, y escuché gritos de personas que corrían por las calles hacía sus casas.

El hombre interrumpió su lectura. Lo noté aterrorizado y quedé expectante. Se levantó, abandonó el libro, cogió el periódico del revistero y huyó, indiferente a los gritos de la bibliotecaria para detenerlo.

Eran las siete de la noche y la bibliotecaria no se marchaba; al contrario, cerró con llave por dentro y quedamos encerrados. Pregunté por el libro al cual pertenezco, y respondió que el hombre que huyó se lo llevó días antes, y creía que nunca lo regresaría.

Hoy amanecemos, ella duerme junto a la ventana iluminada por las últimas luces en la calle, y yo, todavía incrédulo a sus palabras, busco mi libro entre los libros que esperan ser ubicados en los estantes.

Me encamino hacia la mesa de lectura donde permanece abierto el libro abandonado. Al leer en la carátula: “Fugitivo” y a medida que avanza mi lectura, me doy cuenta de que por huir de la ficción de mi libro, soy un médico preso en el terror de la realidad, que indiferente, no salva mi vida ni me deja escapar.

28 de abril de 2005.

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