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Cultura  |  12 mayo de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Una carta amorosa, en el día de la madre ausente

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Por: Roberto Restrepo Ramírez

La visita al cementerio, en el trascurso del Día de la Madre, era el ritual desde 1976, cuando murió mi progenitora. Este año, 2020, no iré al lugar de su reposo eterno, porque la pandemia también nos arrebató el contacto con la loza fría del camposanto, lugar donde no sentíamos, hasta hoy, ataduras de parte de la sociedad de los vivos.

Confinado. Esta será la primera fecha de desencuentro con la mujer maravillosa, dadora de mi existencia. O mejor con su memoria, aunque ese contacto siempre fue frente a su tumba.

Recuerdo alguna vez, en el Cementerio Los Ángeles de Circasia, en charla con su sepulturero, una historia de sus labios. Se refería a la visita diaria, en horas de la mañana, de una abuela con su nieto, frente a la bóveda de su hijo fallecido. Entendibles aquellas visitas, cuando de la relación con los seres que se han ido, se trata el caminar por este mundo.

Mi madre murió a sus 47 años, una edad joven, pero con una larga trayectoria de vida, desde los 13, cuando se unió en matrimonio con mi padre.

Su idilio duró algunos meses, desde septiembre de 1940, hasta mayo de 1941, cuando se casaron a escondidas. Su lazo matrimonial duró menos en presencia física, pues el 17 de marzo de 1941, el padre Valencia los casó, a las 5 y media de la mañana, en ceremonia privada, y antes de la misa de 6, en la iglesia de Filandia.

A las 8, Solita, mi madre, ya estaba de nuevo en su humilde casa, tratando de mantener el secreto con sus padres, pues debieron casarse sin otras personas acompañantes que dos testigos, quienes un mes después dispersaron la noticia.

Cuatro horas solamente duró ese vínculo físico de la pareja amada. Pues Carlos E, mi padre, emprendió viaje a Buenaventura, para embarcarse a Chile, el destino de estudio universitario en su carrera de medicina.

Leer sus cartas, tristes, sinceras, melancólicas e inocentes, las de ella, serán es este primer día de la Madre sin visitarla, mi regalo para sentir su presencia.

Sus cartas, las de Solita, fueron para él, en Santiago, y hasta 1947, cuando regresó a Colombia, el único consuelo en la angustia del destierro.

Las cartas de Carlos E., educadoras, delicadas, nostálgicas y desgarradoras, debieron alimentar los mejores sentimientos en la niña que, ya casada, crecía en inmaculado estado de inocencia. Para no truncar su ilusión, la única familiar de mi padre que los apoyó, decidió ingresar a la joven de 16 años en un convento de Manizales.

Al regreso, como médico, la ya mujer hermosa, y admirablemente núbil esposa, lo recibió en su segunda dicha de muchos años. No era común ver a una novicia, con su hábito riguroso, recibir la visita de su esposo carnal, tras tantos meses de encierro devoto y voluntario.

Trece hijos. La mayor nació el año siguiente, en 1948, el menor nació en 1965. Fueron, con Carlos E., la razón de su existencia.

Pero en 1976, se rompió el romance. Fue, como una coincidencia numérica y agorera, que la muerte llegó a su lecho, a las 3 de la mañana, de un miércoles de ceniza, del tercer mes del año, en su tercer día.

Es en este día de la madre ausente, el primero sin poder visitar su mausoleo y llevarle las flores del olvido, que desempolvé una de sus cartas, del 29 de septiembre de 1940. En su condición de novia, con su pluma limpia, escribió las más hermosas líneas de inspiración amorosa, lo que me despierta de nuevo la emoción.

“… Carlitos, espera con ansia la presente que te dirige la mujer que más te ama, que tanto te recuerda y que escribe estas líneas que brotan del fondo de su alma. Hasta montes y riscos y aún hasta altas praderas, que me privan del placer de ver al hombre a quien adoro. Qué triste es la ausencia, hay veces que solazándome con tus recuerdos pienso que mi vida se agota poco a poco, porque mis suspiros y mis lágrimas, en fin mi vida toda te pertenece. Carlitos, yo soy una flor arrancada prematuramente de su tallo del gran libro de la vida. Sólo conozco la primera página, las demás están en blanco.

Hasta la luz de mi existencia se apagó en mi corazón; para mí el allá y el mañana son ilusiones que crean el deseo y quimeras que ni duran un instante. Solo tu recuerdo me alimenta en mis horas de nostalgia cuando el hastió de mi espíritu lo rechaza con violencia, porque pensando en ti todo lo tengo. Te repito, qué triste es la ausencia para yo saber que te hallas tan lejos de mí. Pero te aseguro que ni en el campo ni en el desierto se puede encontrar el ángel de mi felicidad. Cuando sueño contigo te veo desaparecer como el humo espumado de las alturas y como el grano de arena del fondo del mar. Tú has sido el único que ha podido hacer germinar en mi corazón un amor tan puro, que me quitará la vida si me llegas a faltar. Suspendo aquí la amada mensajera que felizmente llegará a tus manos. Yo pido diariamente al cielo por tu dicha, donde quiera que te encuentres. Mientras yo, cual mísero insecto, recorre el camino de mi vida llevando tu recuerdo. Tu amada que tanto te quiere y delira por verte. Tuya, Sola y Sola”.

Una carta amorosa, que leo como regalo mutuo, en este día de la madre ausente.

Una carta de radiografía social, que descubre la condición de la mujer de aquella época. El modelo de una sociedad que – como lo imponía la enseñanza de su tiempo – propugna para ellas, como reza en otro documento revelador:

“La mujer debe procurar parecer siempre hermosa y simpática, y vivir modesta pero graciosamente vestida para que el hombre la considere como el más bello adorno de su casa” (De un cuaderno escolar del año 1928, en la clase de Economía Doméstica, de un colegio de Manizales.)

Una carta, la de mi madre, que es más que un cumplido de la sociedad patriarcal de la época. Es un testimonio de compromiso afectuoso.

Pero, sobre todo, una carta, la de mi madre, que es amorosa. Lo releo, como regalo mutuo, en este día de la madre ausente.

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