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Cultura  |  15 junio de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: Edición web

Cuentos de domingo

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Los fines pertinentes

Libaniel Marulanda

Para el regreso de las vacaciones colectivas, Juvenal ya estaba hipertenso. Rafael Roncería, invocando una vieja amistad, presionado, lo llevó a la Clínica de Previsión cuando lo vio aferrarse a las paredes buscando no perder pie y tenderse en el sofá de la oficina en un estéril intento por reponerse de una dolencia, de un mareo inexplicable, de un mal progresivo que terminó por trabar su lengua y hacerlo hablar como un borracho, por el saldo de sus días

Fue por aquella época que se instituyó en la entidad lo que Rafael Roncería bautizó como la tómbola. Comenzaron a llegar en cada quincena las insubsistencias, y con ellas las dolorosas despedidas de los infortunados destinatarios de aquellos mensajes que remataban, sin piedad ni variación alguna: “agradecemos los servicios prestados a la institución por usted”.

Ocho meses antes, con la certera precisión de la desgracia y justo cuando comenzó a percibir los síntomas de cansancio otoñal y desamor, su mujer murió de un cáncer que tras dos meses de padecerlo la liberó no sólo de una existencia gris sino de los tiempos que habrían de llegar y que, por aquel entonces, ya empezaban a vislumbrarse en la casa, el trabajo y el país de Juvenal Amaya.

Y estaban los hijos: mocetones, recién librados del servicio militar obligatorio, gracias a dos o tres amistades supervivientes de la época próspera de la familia Amaya. Entonces tenía casi todo lo que la sociedad nueveabrilera exigía. Ser empleado oficial no alimentaba la murmuración y no se requerían maniobras torcidas para optar al decoro. Salir los domingos a almorzar donde Las ojonas y rematar con un paseo al Parque Nacional conservaba un buen tono social, incluso sin tener carro particular.

Sus hijos parecían obrar en tácita alianza para contrariar en todo a Juvenal. Calentaban sillas en la universidad oficial, cuyos cupos también eran el producto de oportunas recomendaciones de los amigos de mejores tiempos.

Al parecer, por aquellos días de rutina y desamor, negligencia, cáncer y angustias laborales, cometiendo lo que llamaron los vecinos un anticipo, la hija de Juvenal Amaya se dejó embarazar por su novio.

El afónico repique del teléfono de baquelita, desechado por una oficina de mayor jerarquía, despertó a Juvenal de sus ensueños y nostalgias.

Bastaron tres palabras para contestar y enterarse. En apariencia no le hizo ninguna concesión a su estado interior. Colgó el aparato y enseguida llamó a Rafael Roncería:

“Mijo, vaya a la bodega y cuénteme el papel bond base veinte, que el jefe necesita ese dato con urgencia”.

En medio de su desorden de los últimos días de octubre, a Juvenal Amaya aún le era posible recordar con exactitud el sitio de cada cosa en su escritorio: a su izquierda, en el cajón de arriba, entre lápices, clips, recibos de servicios públicos y de desprendibles de pago, estaba el naipe que ayudaba al personal a sobrellevar el cansancio, después de las cinco de la tarde, entregados los últimos pedidos del día en las oficias centrales.

Miró el techo, de color azul degradado hasta un amarillento que denotaba una infiltración de cañería en el piso superior, una muestra más del abandono siberiano del almacén oficial.

Miró las dos ventanas y uno de sus vidrios, roto años atrás por una furtiva pedrada.

Luego, como en sueños, realizando esa única y esperada fantasía de toda una vida cuya rutina no le permitió ver más allá de la quincena, abrió la gaveta lateral de su escritorio.

De nuevo el teléfono sonó, casi al unísono con el pito de vapor de la fábrica de grasas y aceites cercana, indicando el comienzo de la jornada de la tarde.

Miró el teléfono que por fin se calló, contestado por Rafael Roncería, allá abajo, al fondo de la bodega, en la otra extensión.

Juvenal Amaya, Almacenista Grado 17, de la Procuraduría General de la Nación, con veintisiete años de servicio, abierta la gaveta colocó el papel escrito minutos antes de modo que fuera visible. Por primera vez no esperó una orden o un visto bueno para actuar y se concedió el supremo recurso del uso de su libertad, al accionar el Smith&Wesson de dotación oficial.

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